Ilustraciones de Andrés
Adaptación: Roberto Fernandez
Escritor: Cirilo Villaverde
Hacia el oscurecer de un día de Noviembre del año de 1812, seguía la calle de Compostela en dirección del norte de la ciudad, una calesa tirada por un par de mulas, en una de las cuales, como era de costumbre, cabalgaba el calesero negro.
–Sigue hasta la calle de lo Empedrado, -dijo el caballero en tono imperioso, mas bajo, apoyando la mano izquierda en la silla de la mula de varas- y espera inmediato á la esquina. En caso que diere la ronda contigo, di que perteneces a Don Joaquín Gomez y que aguardas sus órdenes. ¿Entiendes, Pío?–Sí, señor, -contestó el calesero; quien desde que empezó a hablar su amo tenia el sombrero en la mano. Y siguió al paso de las mulas hasta el punto que le indicó aquel.
El caballero desconocido, arrimado a las paredes, dejado de los salientes aleros de tejas, se detuvo a la puerta de la tercera casita de su derecha y dio dos golpecitos con la punta de los dedos. Allí sin duda le aguardaban, porque tardaron en abrir lo que tardó en pasar de la ventana a la puerta la persona que quitó la tranca con que se cerraba por dentro. Esa resultó ser la ama de la casa; mulata como de 40 años de edad, de estatura mediana, llena de carnes, aunque conservaba el talle estrecho, los hombros redondos y desnudos, la cabeza hermosa, la nariz algo gruesa, la boca expresiva y el cabello espeso y muy crespo. Vestia camisa fina bordada, de manga corta, y enaguas de sarga sin pliegues ni adorno ninguno.
–¿ Y qué tal la enferma?
La mulata sacudió la cabeza con aire todavía mas triste y contestó con tres monosílabos:
–¡Ah! muy mal.
–Ella es joven y robusta y todavía la naturaleza triunfará de todos sus males y penas. Fío mas en esto que en la ciencia oscura de los médicos. Aparte de eso, vos sabe que se ha hecho lo hecho por el bien de todos, mejor dicho... Mas adelante me lo agradecerán, estoy seguro. Y o no podía ni debía darle mi nombre. No, no, repitió como azorado del eco de su propia voz. Nadie mejor que voz lo sabe voz que es mujer de razón, conocerá y confesará que así tenía que ser. Es preciso que la chica lleve un nombre, nombre de que no tenga que avergonzarse mañana, ni otro día, el de Valdés, con que quizás haga un buen casamiento. Para ello no había mas remedio sino pasarla por la Real Casa Cuna. Esto no ha podido ser mas doloroso para la madre, bien lo sé, que para ... todos nosotros. Pero dentro de breves días le habrán bautizado y entonces haré que la traiga aquí María de Regla, mi negra, que tres meses hace perdió un hijo del mal de los siete días, y la está amamantando en la Casa Cuna por orden mía. Ella la devolverá sana, salva y cristiana á los brazos de su madre. Yo tengo arreglado todo eso con Montes de Oca, el médico de la Real Casa, por quien a menudo sé de la chica. Al principio lloraba mucho y se negaba a tomar el pecho de María de Regla, por lo que enflaqueció un poco. Pero ya todo eso ha pasado y ahora está gorda y rozagante, es decir, según me ha informado Montes de Oca, porque yo no la he visto desde la noche en que la hice pasar por el torno ... Los ojos se me fueron tras ella. Es indecible cuanto me costó ese paso ... Pero, á otra cosa, voz sabe, sin embargo, que no cabe equivocación.
–Demasiado que lo sé; dijo la mulata enjugándose las lágrimas. No puede equivocarse, no. Por lo tocante a eso estoy tranquila, como que a pesar de sus chillidos, que me partían el alma, le hice la media luna azul en el hombro izquierdo, según el señor me ordenó. Yo no sé a quien le dolería más, si a ella ó a mí. .. La madre, la madre, mí Señor, es la que me tiene sin sosiego. Ella no puede resistir. De por fuerza pierde el juicio ó la vida. Yo se lo repito al Señor.
Ambos personajes quedaron callados, cada cual á vueltas con sus propios pensamientos, que de seguro no coincidían en ningún punto, á tiempo que se oyeron un lamento y un grito desgarrador salidos del interior de la casa. La mujer hizo una exclamación dolorosa, se llevó ambas manos á la cabeza y corrió como desalada por el primer aposento al segundo cuarto. Abrió con tiento las cortinas del lecho y por señas indicó al caballero que se acercara; lo que hizo éste al parecer con repugnancia. Los ojos de ambos se clavaron en el rostro pálido de una muchacha, como de 20 años, yaciente boca arriba y aparentemente muerta. Porque no se movía á la sazón, tenia los ojos hundidos, y cerrados los párpados, cuyas pestañas eran tan largas que daban sombra á las mejillas. La cabeza era lo único que tenia fuera de las sábanas, y eso casi enterrada en la almohada, la cual desaparecía bajo una mata de pelo negro, ondoso y esparcido por todas partes en el mayor desorden.
–¡Mamita! ¿Era su merced?
–¡Hija mía! ¿Qué quieres? ¿Estás mejor?
–¡Ah! ¡Mamita! -prosiguió la muchacha con el mismo aire de azorada.- La he visto, la acabo de ver. Sí, no me queda duda. ¡Ahí está! agregó señalando al cielo. ¡Se va! ¡Me la llevan! Debe estar muerta. ¡Ay! -Y se le escapó otro grito desgarrador.
–Ella no se ha muerto, no lo creas; le dijo débilmente Doña Josefa, pues sobre este punto no estaba mas segura que la enferma. Tu niña está viva y pronto la verás. Esos son sueños tuyos.
–¿Quién está ahí? -preguntó apuntando con el dedo.- ¡Ah! ¡El es, el ladrón de mi hija! ¡Mi verdugo! (…) ¿Qué vienes á buscar aquí? ¿Vienes, basilisco, á gozarte de tu obra? A tiempo llegas. Gózate á tus anchas. Mi hija ha volado al cielo, lo sé, de ello estoy convencida, yo la seguiré muy pronto; pero tú, tú, causa de nuestra condenación y muerte, tú bajarás ... al infierno.
–¡Jesus! -exclamó seña Josefa santiguándose.- Tú no sabes lo que dices. ¡Calla…!
Y anegada en lágrimas se arrojó sobre su hija con el doble objeto de impedirle que se levantara y de que siguiera en aquella terrible increpación contra el caballero desconocido. Por prudencia ó por remordimiento éste callaba é inclinó mas la cabeza. Se acerco el caballero á la cama, tomó en la suya una mano de la enferma, la cual ella no rechazó, y con voz grave, mas llena de exquisita ternura, la dijo:
–Charo, óyeme. Te prometo que mañana verás á tu hija. Vuelve en ti. ¡Cálmate! No mas locuras.
Al fin, éste se alejó de aquel sitio de dolor y de tribulación, saludo á seña Josefa con una mera inclinación de cabeza, y salió á la calle murmurando en su despecho:
–¡Y nadie mas que yo tiene la culpa!
Algunos años adelante, mejor, uno ó dos después de la caída del segundo breve período constitucional, en que quedó establecido el estado de sitio de la Isla de Cuba y de capitán general de la misma Don Francisco Dionisio Vives, solía verse por las calles del barrio del Angel, una muchacha de unos once á doce años de edad, quien ya por su hábito andariego, ya por otras circunstancias de que hablaremos en seguida, llamaba la atención general. ¿Qué hacia una, niña tan linda, azotando las calles día y noche, como perro hambriento y sin dueño? No había quién por ella hiciera ni rigiera su índole vagabunda?
A pesar de aquella vida suya parecía tan pura y linda, que estaba uno tentado á creer que jamás dejaría de ser lo que era, una cándida niña en cabello, que se preparaba á entrar en el mundo por una puerta al parecer de oro, y que vivía sin tener sospecha siquiera de su existencia.
Una tarde, entre otras, pasaba la chica, como de costumbre, á la carrerilla, por cierta calle de que no hay para qué mencionar ahora el nombre. Asomadas á una de las altas y anchas rejas de hierro de las ventanas de una casa de apariencia aristocrática, estaban dos niñas poco más o menos de su edad y una joven de 14 á 15 años, las cuales, como viesen pasar aquella exhalación, según se expresó una de ellas mismas, excitada grandemente la curiosidad de todas, la llamaron con instancia. No se hizo de rogar la mozuela, antes se entró desde luego por el zaguán y se presentó con mucho desembarazo á la puerta de la sala, donde ya la esperaba el grupo de las tres jovencitas. Allí, éstas la tomaron por la mano y la llevaron delante de una señora algo gruesa, vestida con mucho aseo, que estaba arrellanada en un ancho sillón y descansaba los pies en un escabel.
–¡Ah! exclamó ésta cuando la hubo visto de cerca. ¡Y qué mona es! -Dicho lo cual se enderezó en el asiento, operación que le costó un buen esfuerzo, y agregó:
–¿Cómo te llamas?
–Cecilia, respondió vivamente.
–¿Y tu madre?
–Yo no tengo madre.
–¡Pobrecita! ¿Y tu padre?
–Yo soy Valdés, yo no tengo padre.
–Eso está mejor, -exclamó la señora recapacitando.-
–Papá, papá, dijo la mayor de las señoritas dirigiéndose á un caballero que estaba recostado en un sofá a la derecha del estrado.- ¿Papá, ha visto voz niña mas preciosa?
–Ya, ya, -contestó el padre casi sin volver el rostro.- Dejadla en paz.
Pero apenas salieron esas palabras de sus labios, reparó en él Cecilia y entre admirada y reía, dijo:
–¡Ay! Yo conozco á ese hombre que está ahí acostado.
Este, por debajo de las manos, con que ya se sombreaba la frente, le echó una mirada fiera, en que iban pintados su mal humor y disgusto. Enseguida se levantó y dejó la sala, sin decir mas palabra. Extraño es en verdad que solo este hombre no sintiese simpatía por la linda callejera.
–¿Con que no tienes padre ni madre? -tornó á preguntar la buena señora, un si es no es preocupada por la anterior escena.- ¿Y cómo vives? ¿Con quién vives? ¿Eres hija de la tierra ó del aire?
–¡Ave María Purísima! -exclamó la niña doblando la cabeza sobre el hombro y mirando fijamente á sus preguntadoras.- ¡Ay! Jesus, ¡qué gente tan curiosa! Yo vivo con mi abuela, que es una viejecita muy buena, que me quiere mucho y que me deja hacer cuanto yo quiero. Mi madre se murió hace mucho tiempo y... mi padre también. No sé mas ni me pregunten mas.
Bien quisieran las jovencitas hacer mas preguntas, é informarse de otros pormenores acerca de la vida y parentela de Cecilia; pero por una parte, su padre les había dicho que la dejaran en paz, y por otra su madre, ya incapaz de dominar su desazón, les indicó por un gesto muy significativo, que era tiempo saliese de allí mozuela tan procaz.
No es para comentar aquí la escena que se siguió a la ida de la chica de aquella casa. Del señor y de la señora puede decirse que no volvieron á mencionar su nombre. Las señoritas, al contrario, aun cuando tornaron á la ventana para ver y saludar á sus amigas, que de vuelta del paseo pasaban en sus lujosas volantes, no cesaron de hablar de Cecilia y de repetir su nombre, ayudándoles entonces el hermano mayor, quien la conocía y á menudo se encontraba con ella, cuando iba á la clase de latín del padre Morales, enfrente del convento de Santa Teresa.
En el medio tiempo la chica, siguiendo por la calle adelante, salió á la plazuela de Santa Catalina, cuyo terraplén, que corre por todo el frente, subió á saltos, y luego bajó á la calle del Aguacate, por una escalera de mampostería. Una vez allí, se dirigió derecho, aunque con cierta cautela, á la casita inmediata a la esquina, ocupada por una taberna. No tocó ni se detuvo delante de la puerta, sino que empujó con suavidad la hoja de la derecha ó macho, la cual estaba sujeta con una media bala de hierro en el suelo. En realidad aquello no era casa sino en cuanto daba abrigo á dos personas, porque fuera de las dos piezas mencionadas, no tenia comodidad, ni mas desahogo que el patio dicho, donde estaba la cocina, mejor, fogón, cajón de madera, lleno de ceniza, montado sobre cuatro pies derechos, y protegido de la lluvia por una especie de alero de mesilla.
Sin embargo, por mas tiento que pusiese el cerrojo de la puerta, no lo pudo hacer tan callandito, que no la oyese y sintiese distintamente la abuela, cuyos oídos eran muy finos, y que entonces no rezaba ni dormía, sino que leía, hecha un arco, en un libro pequeño de oraciones, con forro de pergamino.
–¡Hola! -le dijo mirándola de soslayo por encima de los aros perfectamente redondos de sus gafas, en horquilla en la punta de la nariz, á guisa de muchacho á la grupa de un caballo.- ¡Hola! señorita, ¿aquí está voz? ¿Eh? ¡Qué bueno! ¿Son estas horas de venir á pedir la bendición de su abuela? (Porque la chica se acercaba con los brazos cruzados.) ¿Dónde has estado hasta ahora, buena pieza? (Habían tocado ya las oraciones). Y
echándole mano de pronto, en cuyo acto se le cayó el libro y se espantaron: el gato que pestañeaba á menudo sentado en una silla, las palomas y las gallinas,- Ven acá, espiritada, -añadió,mariposa sin alas, oveja sin grey, loca de cepo; ven, que he de averiguar dónde has estado hasta estas horas. ¿Qué, tu no tienes rey ni Roque que te gobierne ni Papa que te excomulgue? ¿Adónde se ha visto de eso? ¿Tú no tienes mas vida que correr por la calle? ¿No se puede averiguar nadie contigo? Yo te haré entender que hay quien puede. ¡No me queda que ver!
Cecilia, lejos de asustarse, ni de huir, con mucha risa, se echó en brazos de la mal humorada y gruñidora abuela, y como para anudarle la lengua, le entregó cuanto le habían regalado las señoritas donde había estado.
Con mas zalamería y astucia de las que cabían en una niña de su edad, Cecilia abrazó y besó á su abuela, á la cual dio el nombre de Chepilla (alteración caprichosa de Josefa), que así generalmente la llamaban. Bastó eso para aplacar su enojo y nada hay en ello que extrañar, porque, según adelante veremos, había sido tan infeliz aquella mujer, sentía tal necesidad de ser amada por el único ser que la interesaba de cerca en el mundo, que mantener seriedad con la nieta, hubiera sido lo mismo que prolongar su propio martirio. Por supuesto que selló sus labios de golpe y no acertó á otra cosa que á contemplarla, bien así como momentos antes había estado contemplando de dulce rostro de María Santísima, en fervorosa oración.
En su virtud, cambiando prontamente de tono y aspecto, se contentó con preguntarle por segunda vez dónde había estado.
–¿ Yo? -repitió la niña apoyando ambos codos en las rodillas de la abuela y jugando con los escapularios que le pedían del pescuezo. - ¿Yo? En casa de unas muchachas muy bonitas que me vieron pasar y me llamaron. Allí estaba una señora gorda sentada en un sillón, que me preguntó cómo me llamaba yo, y cómo se llamaba mi madre, y quién era mi padre, y dónde vivía yo ...Y si no es por un hombre, -prosiguió Cecilia-, que estaba acostado en el sofá, y regañó á las muchachas y les dijo que me dejaran quieta y luego se fue para su cuarto enojadísimo ... ¿ Su merced no sabe quién es ese hombre abuelita? Yo lo he visto hablar con su merced algunas veces allá en Paula, cuando vamos á misa. Sí, sí, él es, no me cabe duda. Y ahora recuerdo que es el mismo que cada vez que me encuentra en la calle me dice callejera, perdida, pilluela y muchas cosas. ¡Ah! Y dice que mandará á los soldados que me cojan y me lleven á la cárcel. ¡Qué sé yo cuanto mas! Le tengo mucho miedo á ese hombre. ¡Debe ser muy regañón!
–¡Cecilia! Hija de mi corazón, no vayas mas á esa casa.
–¿Por qué, mamita?
–Porque…, -contestó la abuela como distraída-; no sé verdaderamente, mi alma, no lo sé, no podría decirlo, si quisiera ... pero es claro y constante, niña, que esa gente es muy mala.
–¡Mala! -repitió Cecilia azorada-, ¿y me hicieron tantas caricias, y me dieron dulces, y raso para zapatos? ¡Si tú supieras lo que me chequearon ... !
–Tú estuviste allí por la tarde ¿no?
–Por la tardecita; todavía no habían encendido las luces en las casas.
–¡Ay de ti si llegas á entrar de noche! Vamos, no vayas mas en tu vida á esa casa, ni pases tampoco por la cuadra.
–¡Ajá! Conque allí vive también un muchacho ya grande, que á cada rato lo topo por Santa Teresa con un libro debajo del brazo.
En el mes de Setiembre, en el convento de la Merced, se acostumbraba a hacer fiestas y ferias titulares religiosas (hasta el año de 1832,) consagradas á los santos patronos de las iglesias y conventos.
Nuestra atención la atraía por completo un baile de la clase baja que se daba en el recinto de la ciudad por la parte que mira al Sur. La casa donde tenia efecto, ofrecía ruin apariencia, no ya por su fachada gacha y sucia, como por el sitio en que se hallaba, el cual no era otro que el de la garita de San José, opuesto á la muralla, en una calle honda y pedregosa. Aunque de puerta ancha con postigo, no formaba lo que se entiende en Cuba por zaguán, pues abría derecho á la sala. Tras ésta venia el comedor con el correspondiente tinajero, armazón piramidal de cedro, en que persianas menudas encerraban la piedra de filtrar, la tinaja colorada barrigona, los búcaros, de una especie de Terra Cotta y las pálidas alcarrazas de Valencia, en España. Al comedor dicho daba la puerta lateral del primer aposento, ocupado en su mayor parte por dos órdenes de sillones de vaqueta colorada, una cama con colgaduras de muselina blanca y un armario, á que dicen en la Habana escaparate. Otros cuartos seguían á ese, atestados de muebles ordinarios, y paralelo á ellos un patio largo y angosto, también obstruido en parte por el brocal alto de un pozo, cuyas aguas salobres dividía con la casa contigua, (a la derecha el patio, a la izquierda los cuartos) después se tropezaba con una gran sala muy extensa.
En esta última se hallaba una mesa de regular tamaño, ya vestida y preparada con cubiertos como para hasta diez personas; algunos refrescos y manjares, agua de Loja, limonada, vinos dulces, confituras, panetelas cubiertas, suspiros, merengues, un jamón adornado con lazos de cintas y papel picado, y un gran pescado, nadando casi en una salsa espesa, de fuerte condimento. En la sala había muchas sillas ordinarias de madera arrimadas á las paredes, y á la derecha, como se entra de la calle un canapé, con varios atriles de pié derecho por delante. Aquél, á la sazón que principia nuestro cuento, le ocupaban hasta siete negros y mulatos músicos, tres violines, un contrabajo, un flautín, un par de timbales y un clarinete. El último de los instrumentos aquí mencionados se hallaba á cargo de un mulato joven, bien plantado y no mal parecido de rostro, quien, no obstante sus pocos años, dirigía aquella pequeña orquesta.
Ese se veía de pié á la cabeza del canapé por el lado de la calle. Sus compañeros, casi todos mayores que él, le decían Pimienta; Su nombre y su verdadero apellido, se lo designaremos más adelante. Su mirada distraída y aun sombría, no se apartaba de la puerta de la calle, como si esperase algo ó á alguien, en los momentos de que hablamos ahora.
La ama de la casa, mulata rica y rumbosa, llamada Mercedes, celebraba su santo en union de sus amigos particulares, y abría las puertas para que disfrutaran del baile los aficionados á esta diversión y contribuyeran con su presencia al mayor lustre é interés de la reunión.
Serian las ocho de la noche. Desde por la tarde habían estado cayendo los primeros chubascos de otoño, y aunque habían suspendido hacia el oscurecer, tras haber empapado el suelo, dejando las calles intransitables, no habían refrescado la atmósfera. Lejos de ello, había quedado tan saturada de humedad que se adhería a la piel y hervía en los poros. Pero no eran estos inconvenientes para los curiosos, que asediaban la puerta y la ventana, hasta llenar casi la mitad de la angosta y torcida calle; ni para los concurrentes al baile, que á medida que avanzaba la noche llegaban en mayor número, unos á pié, otros en carruaje. A eso de las nueve, la sala de baile era un hervidero de cabezas humanas, las mujeres sentadas en las sillas del rededor y los hombres de pié en medio, formando grupo compacto, todos con los sombreros puestos; por lo cual la cabeza que sobresalía, de seguro que tropezaba con la bomba de cristal, suspendida de una viguesa por tres cadenas de cobre, en que ardía la única vela de esperma, para alumbrar á medias aquella tan extraña como heterogénea multitud.
Bastante era el número de negras y mulatas que habían entrado, en su mayor parte vestidos estrafalariamente. Los hombres de la misma clase, cuya concurrencia superaba á la de las mujeres, no vestían con mejor gusto, aunque casi todos llevaban casaca de paño y chaleco de piqué, los menos chupa de lienzo, dril ó Arabia, que entonces se usaban generalmente y sombrero de paño. No escaseaban tampoco los jóvenes criollos de familias decentes y acomodadas, los cuales sin empacho se rozaban con la gente de color y tomaban parte en su diversión mas característica, unos por mera afición, otros movidos por motivos por su origen. Aparece que algunos de ellos, pocos en verdad, no se recataban de las mujeres de su clase, si hemos de juzgar por el desembarazo con que se detenían en la sala de baile y dirigían la palabra á sus conocidas ó amigas, á ciencia y presencia de aquellas, que, mudas espectadoras, los veían desde la ventana de la casa.
Se distinguía entre los jóvenes dichos antes, así por su varonil belleza de rostro y formas, como por sus maneras joviales, uno á quien sus compañeros decían Leonardo. Había allí otro hombre que se distinguía mas que Leonardo, aunque por distinto camino, esto es, por lo que diferían á su opinión y se reían de sus chocarrerías los negros y mulatos, y por la familiaridad con que trataba á las mujeres, sobre todas al ama de la casa. Frisaba ya en los cuarenta años de edad ese sujeto, no tenia pelo en su cara, era blanco de rostro, con ojos grandes y alocados, la nariz larga, roja hacia la punta, indicio de su poca sobriedad, la boca grande, mas expresiva. Portaba siempre debajo del brazo izquierdo una caña de Indias con puño de oro y borlas de seda negra. Le acompañaba á todas partes, como la sombra al cuerpo, un hombre de talla ordinaria, notable por la estrechez de la frente, por sus movibles y ardientes ojos, y sobre todo, por sus enormes patillas negras, que le daban el aire antes de bandolero que de alguacil; empleo que desempeñaba entonces, pues el otro á quien seguía era nada menos que Corta-Piedra, comisario del barrio del Angel, el cual le encantaba lucirse y enrolarse tras la tentadoras danzas.
Rato hacia que la música tocaba las sentimentales y bulliciosas contradanzas cubanas, aunque todavía el baile, para valernos de la frase vulgar, no se había rompió. Acomodaba afanosa el ama de la casa á sus amigas particulares y de mas edad en los sillones del aposento, para que á salvo de pisadas y tropiezos pudiesen gozar de la fiesta al mismo tiempo que no perder de vista á los objetos ó de su cuidado, ó de su cariño, que como jóvenes quedaban en la sala. Pimienta, el clarinetista, se mantenía en pié á la cabeza de la orquesta, tocando su instrumento favorito, casi de frente para la calle, cual si no hubiese entrado aun la persona digna de su música, ó quisiera ser el primero en verla entrar. Parecía, sin embargo, inútil este cuidado, por cuanto no entraba hombre ni mujer que no tuviera algo que decirle al paso. A todos estos saludos contestaba él invariablemente con un movimiento de cabeza, si se exceptúa que cuando le tocó su vez al capitán Corta-Piedra, quien con su acostumbrada familiaridad le puso la mano en el hombro y le habló en secreto, contestó quitándose el instrumento de la boca:-Así parece, mi capitán.
Podía advertirse que cada vez que entraba una mujer notable por alguna circunstancia, los violines sin duda para hacerle honor apretaban los arcos, el flautín ó requinto perforaba los oídos con los sones agudos de su instrumento, el timbalero repiqueteaba que era un primor, el contrabajo, manejado por el después célebre Brindis, se hacia un arco con su cuerpo y sacaba los bajos mas profundos imaginables y el clarinete ejecutaba las mas difíciles y melodiosas variaciones. Aquellos hombres, es innegable, se inspiraban, y la contradanza cubana, creación suya, aun con tan pequeña orquesta, no perdía un ápice de su gracia picante ni de su carácter profundamente malicioso-sentimental.
Después de dar una vuelta por la sala, el comisario Corta-Piedra se entró de rondó en el aposento y en son de broma le tapó por detrás los ojos al ama de la casa, en los momentos en que ella se inclinaba sobre la cama para depositar la manta de una de sus amigas que acababa de entrar de la calle. La tal ama de la casa, Mercedes Ayala, era una mulata bastante vivaracha y alegre á pesar de sus treinta y pico cumplidos, regordeta, baja de cuerpo y no mal parecida. Atrapada y todo por detrás, no se cortó ni turbó por eso, antes por un movimiento natural acudió con entrambas manos á tentar las del que le impedía ver y sin mas dilación dijo:
–Este no puede ser otro que Corta-Piedra.
–¿Cómo me conociste, mulata? -preguntó él-.
–¡Toma! repuso ella. Por el aquel de algunas gentes.
–¿El aquel mio ó tuyo?
–El de los dos, señor; para que no haya disgusto.
Tras lo cual el comisario la atrajo hacía él suavemente por la cintura con el brazo derecho y le dijo una cosa al paño que la hizo reír mucho; aunque apartándole con ambas manos, repuso:
–Mire allá. La que trastorna el juicio está al caer. La ... Cátela Valdés.
Recordemos mis lectores que Cátela significa Cadenilla de oro o de plata que los romanos solían poner en cualquier alhaja. Lo que significaba que la tal Valdés era la mas primorosa de la fiesta. Y s i con estas últimas palabras aludía la Ayala á una de las dos muchachas que en aquel mismo punto se apearon de un lujoso carruaje á la puerta de la casa, hecho anunciado por el movimiento general de cabezas de dentro y fuera de ella, no cabe duda que tenia sobrada razón. No la había mas hermosa, ni mas capaz de trastornar el juicio de un hombre enamorado. Era la mas alta y esbelta de las dos, la que tomó la delantera al descender del carruaje lo mismo que al entrar en la sala de baile, de brazo con un mulato que salió á recibirla al estribo, y la que así por la regularidad de sus facciones y simetría de sus formas, por lo estrecho del talle en contraste con la anchura de los hombros desnudos, por la expresión amorosa de su cabeza, como por el color ligeramente bronceado, -bien podía pasar por la Venus de la raza híbrida etiópico-caucásica.
Al pasar ella junto al clarinete Pimienta, le tocó con el abanico en el brazo, acompañando la acción con una sonrisa, que fueron parte para que el artista, que por lo visto, esperaba aquel instante con ansia devoradora, sacara de su instrumento las melodías mas extrañas y sensibles, cual si la musa de sus sueños platónicos, hubiese bajado á la tierra y adoptado la forma de una mujer sólo para inspirarle. Puede decirse en resumen que el golpe del abanico, surtió en el músico el efecto de una descarga eléctrica, cuya sensación, si es dable expresarlo así, podía leerse lo mismo en su rostro que en todo su cuerpo desde el cabello á la planta. No se cruzaron palabras entre ellos, por supuesto, ni parecían necesarias tampoco, al menos por lo que á él tocaba, pues el lenguaje de sus ojos y de su música era el más elocuente que podía emplear ser alguno sensible, para expresar la vehemencia de su amorosa pasión.
También le tocó con su abanico y se sonrió con Pimienta la compañera de la Virgencita de bronce, pero el menos observador pudo advertir que el toque y la sonrisa de la una no tuvieron sobre él ni con mucho la influencia mágica de los de la otra.
Mientras las dos muchachas pasaban del comedor al cuarto, la mas hermosa preguntó á su amiga en tono de voz que pudieron oír algunos de los circunstantes:
–¿Lo has visto, Nene?
–¿Te ciega el amor? -contestó la compañera con otra pregunta-
–No es eso, china, sino que no lo he visto. ¿Qué quieres?
–Pues por tu lado pasó como un reguilete, cuando nosotros entrábamos.
Con esto la otra echó una rápida ojeada en torno del grupo de cabezas que la rodeaban y se inclinaban sobre ella, en el afán de verla á su sabor y de atraer sus miradas. Pero no cabe duda que sus ojos no tropezaron con los del individuo, cuyo nombre ninguna de las dos mencionó, porque torció el ceño y dio claras muestras de su desazón. El Capitán Corta-Piedra, sin embargo, oyendo sus palabras y observando su semblante, dijo:
–¡Cómo! ¿Qué, no me ves? ¡Aquí me tienes, cielo!
La joven hizo un mohín muy sonoro y no replicó palabra. Por el contrario, Nemesia, que le encantaba los dimes y diretes, contestó con mas viveza que gracia:
–Ahí se podía estar el señor toda la vida. Nadie preguntaba por el señor.
–Ni yo hablaba contigo, poca sal.
–Ni se necesita, cristiano.
–¡Qué lengua…!, ¡qué lengua! -repitió el comisario-.
Todo esto pasó en un instante, sin volver atrás la cara las muchachas, ni pararse á conversar, sino el tiempo necesario para que los hombres les abrieran paso. Y en la puerta del aposento, la Ayala recibió á sus amigas con los brazos abiertos y muchas demostraciones de alegría y de cariño. Y ya fuese por cumplimiento, ya porque así en efecto lo sentía, dijo casi á gritos:
–Por ustedes se aguardaba para romper el baile.
Tiempo era ya de que la fiesta comenzase. En efecto, no tardó en presentarse en el aposento ocupado por las matronas, un mulato alto, calvo, algo entrado en años, aunque robusto, quien plantándose delante de la Mercedes Ayala, le dijo en voz bronca y con los brazos levantados:
–Vengo por la gracia y la sal para romper el baile.
–Pues hermano, á la otra puerta, que aquí no es; repuso la Ayala con mucha risa.
Todos que mas que menos, ya con la palabra, ya con la acción, manifestaron su aquiescencia, de manera que la Ayala tuvo que ponerse en pié y mal su grado seguir al compañero á la sala. Por entonces ya habían despejado los hombres, dejando un buen espacio libre en el centro. El calvo llevaba de la mano á la Ayala y con ella se cuadró de frente para la orquesta, a la cual mandó en tono imperioso que tocase-- un minué de corte. Este baile serio y ceremonioso estaba en desuso en la época de que hablamos; pero por ser propio de señores ó gente principal, la de color de Cuba lo reservaba siempre para dar principio á sus fiestas.
Bailada aquella anticuada pieza con bastante gracia por parte de la mujer y con aire grotesco por la del hombre, saludaron á la primera los circunstantes con estrepitosos aplausos, y luego sin mas demora comenzó de veras el baile, es decir, la danza cubana; modificación tan especial y peregrina de la danza española, que apenas deja descubrir su origen.
Serian las diez de la noche y entonces estaba en su punto el baile. Se bailaba con furor; decimos con furor, porque no encontramos término que pinte más al vivo aquel mover incesante de pies, arrastrándolos sutilmente junto con el cuerpo al compas de la música; aquel revolverse y estrujarse en medio de la apiñada multitud de bailadores y mirones, y aquel subir y bajar la danza sin tregua ni respiro. Por sobre el ruido de la Orquesta con sus estrepitosos timbales, podía oírse, en perfecto tiempo con la música, el monótono y continuo chis, chas de los pies; sin cuyo requisito no cree la gente de color que se puede llevar el compas con exacta medida en la danza criolla.
Habrá comprendido ya el discreto lector, que la Virgencita de bronce de las anteriores páginas, no es otra que Cecilia Valdés, la misma jovenzuela andariega que procuramos darle á conocer al principio de esta verídica historia. Mas de un mulato estaba perdido de amores por ella, sobre todos Pimienta el músico; como habrá podido advertirse. Este tal gozaba la inapreciable ventaja sobre los demás pretendientes de ser hermano de la amiga íntima y compañera de la infancia de Cecilia, con cuyo motivo podía verla á menudo, tratarla con intimidad, hacérsele necesario y ganar tal vez su rebelde corazón á fuerza de devoción y de constancia.
Acabada la danza, se inundó de nuevo la sala y comenzaron á formarse los grupos en torno de la mujer preferida por bella, por amable ó por coqueta. Pero en medio de la aparente confusión que entonces reinaba en aquella casa, podía observar cualquiera, que al menos entre los hombres de color y los blancos, se hallaba establecida una línea divisoria, que tácitamente y al parecer sin esfuerzo, respetaban de una y otra parte.
Cecilia y Nemesia, por uno ú otro de estos motivos, ó por su estrecha amistad con el ama de la casa, no bien concluyó la danza se fueron derecho al aposento y ocuparon asiento detrás de las matronas hacia el comedor. Allí sin mas dilación se formó el grupo de los jóvenes blancos, porque, ya se ha dicho, aquellas dos muchachas eran las mas interesantes del baile. Las personas conspicuas de ese grupo sin disputa que eran tres, el comisario Corta-Piedra, Diego Meneses y su amigo íntimo el joven conocido por Leonardo. Este último tenia apoyada la mano derecha en el canto del respaldo de la silla ocupada por Cecilia, quien por casualidad ó á posta, le estrujó los dedos con la espalda.
–¿Así trata Valdés. a sus amigos? -le dijo Leonardo sin retirar la mano, aunque le escocía bastante-.
Se contento Cecilia con mirarlo de soslayo y torcerle los ojos, cual si la palabra amigo sonase mal en quien debía saber que era tratado como enemigo.
–Esa niña está hoy muy desdeñosa; dijo Corta-Piedra que notó la acción y la mirada.
–¿ Y cuando no? -dijo Nemesia sin volver la cara-.
–Nadie te ha dado vela en este entierro; repuso el comisario.
–Y al señor ¿quién se la ha dado? agregó Nemesia mirándole entonces de reojo.
–¿A mí? Leonardo.
–Pues a mí, Cecilia.
–No hagas caso, mujer; dijo esta última á su amiga.
–Si no fuera por qué... yo te ponía mas suave que un guante; añadió Corta-Piedra hablando directamente con Cecilia.
–No ha nacido todavía, dijo ella, el que me ha de hacer doblar el cocote.
–Tienes esta noche palabras de poco vivir; le dijo entonces Leonardo inclinándose hasta ponerle la boca en el oído.
–Me la debe usted y me la ha de pagar; le contestó ella en el propio tono y con gran rapidez.
–Al buen pagador no le duelen prendas, dice á menudo mi padre.
–Yo no entiendo de eso, repuso Cecilia. Solo sé que usted me ha desairado esta noche.
–¿Yo? Vida mía ...
En aquella misma sazón se acercó Pimienta por la puerta de la sala saludando á un lado y á otro á sus amigas, y cuando se puso al alcance de Cecilia, ésta le echó mano del brazo derecho con desacostumbrada familiaridad, y le dijo, afectando tono y aire volubles:
–¡Oiga! ¡Qué bien cumple un hombre su palabra empeñada!
–Niña, -contestó con solemne tono, aunque el caso no era para tanto-; José Dolores Pimienta siempre cumple su palabra.
–Lo cierto es que la contradanza prometida aun no se ha tocado.
–Se tocará, Virgencita, se tocará, porque es preciso que sepa que á su tiempo se maduran las uvas.
Por prudencia ó por cualquier otro motivo Pimienta se alejó de allí sin aguardar á mas explicaciones. No sucedió lo mismo con Corta-Piedra, que era hombre curioso si los hay, por lo que con sonrisa maliciosa le preguntó á Nemesia.
–¿Se puede saber por qué la Cecilia se puso furiosa luego que reconoció el quitrín en que ustedes vinieron al baile?
–Como que yo no soy baúl de nadie, -contestó la Nemesía prontamente-, diré la verdad.
Cecilia le pegó un pellizco, pero ella acabó la frase, -Claro, porque conoció que el quitrín era del caballero Leonardo-.
Naturalmente las miradas de Corta-Piedra y de los demás presentes al alcance de las palabras de Nemesia, se
concentraron en el individuo que ella había nombrado, y aquel tocándole en el hombro le dijo:
–Vamos, no se ponga colorado, que el prestar el carruaje á dos reales mozas como éstas en noche tan fea, no es motivo para que nadie sospeche malas intenciones de un
caballero.
–Ese quitrín, lo mismo que el corazón de su dueño, repuso Leonardo sin cortarse, están siempre á la orden de las bellas.
Salía entonces Pimienta por la puerta del comedor y oyó distintamente las palabras del joven blanco, convenciéndole desde luego, de quien era el quitrín en que Cecilia y su
hermana Nemesia habían venido al baile. El desengaño le hirió en lo mas vivo del alma, por lo que echando una mirada triste al grupo de jóvenes blancos, de seguidas pasó á la sala, donde después de armar el clarinete, tocó algunos registros, á fin de que entendieran los miembros de la orquesta, de que era tiempo de que se reuniera de nuevo para seguir trabajando.
Con semejante ocurrencia puede imaginar cualquiera la agonía de alma de Pimienta. Su musa inspiradora, la mujer adorada, se hallaba en brazos de un joven blanco, tal vez del preferido de su corazón, pues como sabemos, no ocultaba ella sus sentimientos, se entregaba toda al delirio del baile, mientras él, atado á la orquesta, cual á una roca, la veía gozar y contribuía á sus goces, sin participar de ellos en lo mas mínimo.
Pasadas serian las doce de la noche, cuando cesó de nuevo la música, con lo que á poco empezaron á retirarse las personas que podían considerarse extrañas para el ama de la casa, porque hasta entonces no levantó ésta la voz diciendo que era hora de cenar. Y para apresurar la marcha, agarró ella por el brazo á dos de sus mejores amigas y arrastro casi las llevó al fondo del patio, donde estaba puesta la mesa del ambigú. Tras ellas siguieron las demás mujeres y los hombres, entre los segundos Pimienta y Brindis, los músicos, Corta-Piedra y su inseparable corchete, el de las grandes patillas, Leonardo y su amigo Diego Meneses. Tomaron asiento en torno de la mesa las mujeres, únicas que cupieron, aunque eran pocas, los hombres se mantuvieron en pié cada cual detrás de la silla de su amiga ó preferida. Quedaron juntos á una de las cabeceras Corta-Piedra y la Ayala, sin que sepamos decir si por casualidad ó por hacer honor al comisario y á su categoría.
Antes que se hubiese calmado el ruido de voces, de palmadas y de golpes en los platos y la mesa, Leonardo le dijo algo en secreto á Cecilia, y salió á la calle arrastrando á Meneses por el brazo, sin despedirse de nadie, á la francesa, como dijo Corta-Piedra, cuando los echó de menos. Una vez fuera, á pesar de la lluvia menuda, ambos jóvenes, siempre de brazo, tomaron á pié la calle de la Habana, hacia el centro de la ciudad, y en la primera esquina que era la de San Isidro,. Meneses siguió derecho y Leonardo tomó la vuelta del hospital de Paula.
Pudo distinguir su carruaje, los caballos del cual agachaban la cabeza y las orejas, en su afán de evitar la lluvia y el viento que les herían de frente.
–¡Señor! exclamó el calesero.
–Lleva el quitrín a la cuna, toma las dos muchachas que trajiste en él, y condúcelas á su casa. Yo te espero en el paredón de Santa Clara, esquina á la calle de la Habana. No consientas que nadie monte á la zaga. ¿Entiendes?
–Sí, señor; contestó Aponte, partiendo en dirección de la garita de San José. En la puerta de la casa del baile, sin desmontarse, dijo á un desconocido que entonces entraba:
–¿Me hace el favor de decirle á la niña Cecilia que aquí está el quitrín?
Esta y Nemesia subieron al carruaje apoyadas de la mano de Pimienta, porque de hecho aquella reunión o fiesta quedó desbaratada. Podía ser entonces la una de la madrugada. El viento no había abatido ni cesado la llovizna que de cuando en cuando arrojaban las voladoras nubes sobre la ciudad dormida y en tinieblas. Conforme reza la expresión vulgar, la oscuridad era como boca de lobo. No por eso, sin embargo, perdió el joven músico la pista del carruaje que conducía á su hermana y á su amiga, antes por el ruido de las ruedas en el piso pedregoso de las calles. Pimienta le siguió, al compas de las aguas, a paso redoblado y luego al trote, hasta que le alcanzó cerca de la calle de Acosta. Puso la mano en la tabla de atrás, se impulsó naturalmente con la carrera que llevaba y quedó montado á la mujeriega. Al punto le sintió el calesero é hizo alto.
–Apéate; -le dijo Nemesia por el postigo-.
–No hay para qué; dijo Cecilia-.
–Yo les voy guardando las espaldas; dijo Pimienta.
–Apéese., dijo en aquella sazón Aponte que ya había echado pié á tierra.
–¿No te lo decía? -añadió Nemesia, hablando con su hermano.-
–Aquí dentro van mi hermana y mi amiga; observó el músico dirigiéndose al calesero.
–Será así, repuso éste; pero no consiento que nadie se monte atrás de mi quitrín. Se echa á perder, camarada; -agregó notando que se las veía con un mulato como él.
–Apéate, repitió Nemesia con insistencia.
Obedeció José Dolores Pimienta, conocidamente después de una lucha sorda y terrible consigo mismo, en que triunfó la prudencia; pero cediendo y todo en aquella coyuntura no renunció á la resolución tomada de seguir el carruaje. Volvió á montar el calesero y continuó la carrera derecho hasta desembocar en la calle de Luz, torciendo allí á la izquierda hacia la calle la Habana. Cerca del cañón de la esquina estaba un hombre de pié, guarecido del viento y de la menuda llovizna, con las elevadas tapias del patio, perteneciente al monasterio de las monjas Claras. En ese punto, paró Aponte por segunda vez el quitrín, el hombre en silencio subió á la zaga, diciendo luego á media voz: ¡Arrea! Partió entonces aquel á escape, pero no sin dar tiempo á que se acercara lo bastante el músico, para advertir que el individuo que le reemplazó en la zaga del carruaje era el mismo joven blanco Leonardo que tantos celos le había inspirado a Pimienta.
En el barrio de San Francisco y en una de sus calles menos torcidas, con banquetas ó losas en una o dos cuadras, había entre otras, una casa de azotea, que se distinguía por el piso alto sobre el arco de la puerta, y balconcito al poniente. La entrada general, como la de casi todas las casas del país -para los dueños, criados, bestias y carruajes, dos de los cuales había comúnmente de plantón,- era por el zaguán; especie de
casapuerta ó cochera, que conducía al comedor, patio y cuartos de escritorios. A la hora en que principia nuestro cuento, entre seis y siete de la mañana, de uno de los días de Octubre, ocupaba una de las butacas del comedor un caballero de hasta cincuenta años de edad. Mientras leía se le presentó un muchacho como de doce años de edad, vestido de pantalones y camisa de listillo, que venia del fondo del patio y traía en la mano derecha una taza de café con leche, puesta en un plato, y en la otra un azucarero de plata. El caballero, sin enderezarse en la butaca, tomó la taza, endulzó y se puso á sorber y leer con toda calma, mientras el criado, con los brazos cruzados sobre el pecho se quedó delante de él en pié, conservando en las manos respectivas el plato y el azucarero. Concluida la poción de café con leche, no obstante que el muchacho se hallaba á pocos pasos, le dijo en tono de voz atronadora:
–¡Tabaco y lumbre!
Salió aquel de carrera á la cocina y volvió á poco por los cuartos escritorios, trayendo entonces una vejiga grande con algunos cigarros arrollados en el fondo y un braserillo de plata, con una brasa de carbón vegetal, medio enterrada en un montan de ceniza. El caballero encendió un cigarro y cuando el muchacho se disponía á emprender de nuevo la carrera, le gritó:
–¡Tirso…!
–¡Señor…!
–¿Has estado arriba? -le preguntó el amo-.
–Sí, señor.
–¿ Y cómo es que el niño Leonardo no ha bajado todavía?
–Señor , quiero decir á su merced, que el niño se pone bravo cuando lo despiertan, y ...
–¿Qué? ¿Qué dices? ¡Ah! ¡Perro! Anda, corre, si no quieres subir á puntapiés.
Y como el caballero medio se incorporase para ejecutar la amenaza, no esperó á que se la repitieran para obedecer la orden. En cuatro saltos se puso en lo alto de la escalera, desapareciendo en el dormitorio del joven Leonardo, pero a tiempo mismo que el muchacho corría escaleras arriba, apareció por la puerta del aposento una señora algo gruesa, hermosa, de amabilísimo aspecto, las facciones muy finas, con el cabello todavía negro, aunque pasaba de los cuarenta de edad, vestida de halan clarín blanco, y abrigada con una manta de burato, color canario y toda ella muy pulcra y de ademan reposado y señoril. Se sentó al lado del caballero de la bata, á quien preguntándole por las noticias del día, dio el nombre de Gamboa. Este le contestó entre dientes que lo único importante que traía el Diario, era la aparición del cólera en Varsovia, donde hacia un estragos espantosos.
Bajaba Tirso en este punto los escalones con doble precipitación, si cabe, de aquella con que los había subido; y á no ser porque en tiempo agacha la cabeza, le alcanza en ella un libro que le arrojaron de lo alto, el cual, con la violencia del golpe se hizo pedazos en la puerta del escritorio. Don Cándido alzó la cabeza y la señora se levantó y fue hacia el pié de la escalera, preguntando:
–¿Qué ha sido eso?
Por toda respuesta, el muchacho muy asustado, le indicó con los ojos al joven Leonardo que se hallaba en lo alto, envuelto en la sábana, con los puños apretados en señal de cólera y de amenaza.
–¿Viene el niño Leonardo? -preguntó Gamboa al esclavo, cual si no hubiera notado la carrera de éste, y el libraco contra la puerta del escritorio.
–Sí, señor, contestó Tirso.
Antes que volviese Tirso de la cocina, en donde se había refugiado, entró por el zaguán adelante el mulato calesero.
–Pero aquí está Aponte; agregó Don Cándido viéndole asomar.
– ¡Aponte! ¿Dónde pasó tu amo la noche?
–Es dificultoso que yo le diga á su merced, mi amo, dónde pasó la noche mi amo el niño Leonardito.
–¡Qué…! ¿Cómo se entiende?
–Le digo á su merced, mi amo, que es muy dificultoso -se apresuró Aponte á explicar, notando que Don Cándido montaba en cólera; porque primeramente yo llevé el niño Leonardito á Santa Catarina, después le llevé al muelle de Luz, después lo estuve esperando en el muelle de Luz hasta las doce de la noche, despues lo llevé otra vuelta á Santa Catarina, después ...
–Basta, -dijo doña Rosa enojada-. Quedo enterada.
Aponte se retiró con los caballos, pasando por el comedor y el patio, en dirección de la caballeriza, y Don Cándido volviéndose para su mujer, le dijo:
–¿Qué te parece? ¿No te parece reciente lo de anoche?
–Yo no sabia nada, sospechaba únicamente, porque conozco á mi hijo mejor que tú, y ya has oido que se ha estado en Regla hasta las doce de la noche. Tal vez no fue solo. ¿Quieres oír ahora con quiénes y cómo pasó la mitad del tiempo en Regla? ¿No lo adivinas? ¿No lo sospechas?
–Sus faltas, si las comete, no pasan de calaveradas propias de la juventud.
–¡Ya! Por un lado le aconsejas y le reprendes, y por otro le das quitrín, y calesero, y caballos, y media onza de oro todas las tardes para que se divierta, triunfe y corra la tuna con sus amigos. No apruebas ni aplaudes sus locuras, pero le facilitas el modo y medios de cometerlas.
–Eso es, yo facilito el modo y medios para que se pierda el muchacho.
_Tú no, tú eres un santo. ¡Oh! Sí, tu vida ha sido ejemplar.
–Pero Rosa, agregó cambiando de tono, nosotros vamos fuera del carril; y eso no está bien. La verdad es que si yo soy muy duro, como dices, con Leonardo, tú eres muy débil, y no sé yo qué será peor. El es un loco, voluntarioso y terco, y necesita freno mas que el pan que come. Advierto, sin embargo, con dolor, que por pensar en mi dureza, le llevas, sin querer, por su puesto, como por la mano á su pronta perdición. De veras, Rosa, tiempo es ya de que sus locuras y tus debilidades cesen; tiempo es ya de tomar una determinación que le libre á él de un presidio y a nosotros de llanto y de infamia eterna.
–¿Y qué remedio adoptar, Cándido? Ya es tarde, ya él es un hombrecito.
–¿Qué remedio? Varios. En los buques de guerra de San Marino hasta á los hombrazos se les mete en cintura. Pensando estaba que no le vendría mal oler á brea por corto tiempo. Apuradamente, mi amigo Ochoa, comandante de la Sabina, está empeñado en enseñarle la maniobra. Ayer nada menos me dijo que me resolviera y se lo entregara, seguro de que le pondría mas derecho que un mastelero de gavia. Sí, esa fue la expresión de que hizo uso. De todos modos, estoy resuelto á poner freno á las demasías de ese mozo.
Conmoviéndose doña Rosa al oír las últimas palabras de su marido, mucho mas al notar el tono de firme resolución con que las emitió, y parte por ocultar las lágrimas que le rebosaban en los ojos, parte por variar el objeto de una conversación que la hería en lo mas vivo del alma, se levantó otra vez y se dirigió al patio. En aquel momento mismo bajaba Leonardo la escalera, vestido como para salir á la calle, y ella, que sintió sus pasos, retrocedió al sitio que acababa de dejar al lado de su marido, y en tono de humilde súplica, con voz temblosa por la emoción, le dijo:
–Por el amor de ese mismo hijo, Gamboa, no le digas nada ahora. Tu severidad le rebela y me mata á mí.
–¡Rosa! repitió Don Cándido con otra mirada de reconvención. ¿Hasta cuando?
–Será esta la última vez que interceda por él; se apresuró á decir doña Rosa. Te lo prometo.
En esto acababa de bajar la escalera el joven Gamboa y se encaminó derecho á su madre, la cual le salió al encuentro, como para mejor protegerle del enojo de su padre. Solo se sonrió, levantó los hombros y se encaminó á la calle, llevando debajo del brazo izquierdo un libro empastado a la española con los cantos rojos y en la mano derecha una caña de Indias en cuyo puño de oro figuraba una corona.
Tomó el estudiante en dirección a la plaza Vieja por la calle de San Ignacio. En la esquina de la calle Sol tropezó con otros dos estudiantes, poco mas ó menos de su edad, que en toda apariencia esperaban su llegada. Uno de ellos Diego Meneses, el otro era Pancho Solfa.
–Por poco no me levanto en todo el día. Me acosté tarde y mi padre me hizo llamar al amanecer. Él, como se acuesta con las gallinas, madruga siempre. ¿No les parece á ustedes que hay tiempo de dar una vueltecita por la Loma del Angel?
–Soy de la opinión que no, dijo Pancho. A menos que tú, cual otro Josué, tengas la virtud de parar el sol.
–A todas estas, caballeros, ¿qué lección tenemos hoy? No concurrí á la clase el viernes, ni he abierto el libro en todo este tiempo.
–Govántes, señaló para hoy el título tercero, que trata del derecho de las personas; -respondió Diego-. Abre el libro y verás.
No era el salón de la clase de derecho solo el mas amplio y extenso del seminario, sino también el mejor situado bajo todos conceptos. Tenia la entrada por un extremo, con cuatro ventanas anchas abiertas al corredor, y otras tantas al puerto de la Habana, que daban luz y aire, dejando ver los baluartes de la ciudadela de la Cabaña y parte de los del Morro. Apoyada en la pared medianera entre las ventanas centrales, se elevaba la cátedra, en frente había dos órdenes de bancos paralelos y entre ambos lados otros muchos colocados trasversalmente, de modo que el catedrático, desde su elevado asiento, dominaba toda la clase, no obstante su extensión. Probablemente habría allí congregados, hasta 150 estudiantes de varios cursos.
Los que habían estudiado la lección y creían poder explicarla con alguna claridad, presentaban el cuerpo y seguían los movimientos del catedrático. Los que no habían abierto siquiera el libro de texto, por el contrario, no sabían donde esconder la cara, ni cómo encogerse. En este caso se hallaba nuestro conocido Leonardo Gamboa, según él mismo lo había dicho á sus amigos Meneses y Pancho Solfa. Como por su talla y su carácter no le fuera fácil ocultarse, nunca se sentaba en frente de la cátedra, sino á los costados y eso en los últimos bancos. El día que vamos narrando, ocupó el asiento de la cabeza en el rincón, desalojando para ello á su amigo Solfa. Después de recorrer Govántes con la vista toda la clase, se dirigió á un estudiante de su derecha, á quien llamó por el apellido de Martiartu, y le ordenó que explicara la lección, cosa que hizo con facilidad y lucidez. Luego ordenó hiciera lo mismo al mulato, que llamó Mena; en seguida á otro de apellido Arredondo, el cual ocupaba puesto frente á frente de la cátedra. Cuando éste hubo concluido la explicación mas ó menos textual, Govántes volvió los ojos á su izquierda, los pasó por encima de Leonardo,el cual de golpe bajó la cabeza con achaque de recoger el pañuelo dejándolo caer precipitadamente,- y los detuvo en el joven que se sentaba en la otra cabecera del mismo banco. No se sabia éste la lección y se quedó callado, por lo cual, tras breve rato, el amable profesor dijo:
–El otro -Con idéntico resultado.-
Entonces saltó en seguida deteniendo su vista en el cuarto, luego en el sexto, que tampoco pudo responder, hasta que, dejando tres ó cuatro por medio, sus ojos dieron con Gamboa y le dijo:
–Usted.
Gamboa disimuló cuanto pudo, hizo como que no había oido, ni entendido, pero su amigo Pancho le llamó la atención, y entonces medio mohíno, medio corrido, se puso en pié, y dijo:
–Maldito amigo! Si he estudiado la lección.
Y sin inmutarse, continuó:
–Mas, por lo que han dicho los señores que me han precedido en el uso de la palabra, saco en consecuencia que el asunto que hoy se trata es de los más importantes y creo que no se me olvidarán los puntos principales, para el caso de su aplicación en nuestro foro.
Con esto se sentó de pronto, pegando al mismo tiempo un puntazo con el dedo índice al sufrido Pancho por el costado, quien ya del dolor, ya de las cosquillas que le produjo, no pudo menos de dar un salto en el asiento. Su discurso, lo mismo que su acción, por inesperados, causaron una explosión de risa, de que, no obstante su seriedad, participó el mismo Govántes; quien, sin mas dilación, comenzó la explicación del texto, que versaba, sobre el derecho de las personas. Definió primero lo que se entendía por persona, según el derecho romano; luego por estado, que dijo se dividía en natural y civil, y que este último podía ser de tres maneras, á saber:-de libertad, de naturaleza y de familia. Y entró de lleno en lo que podía denominarse historia de la esclavitud, pintándola no ciertamente en sus relaciones con la sociedad antigua o moderna, sino con el derecho romano, el de los godos y el patrio; porque si bien reinaba bastante libertad de enseñanza entonces en Cuba, las ideas abolicionistas no habían empezado á propagarse en ella.
Al escucharse un timbre, el profesor cerro su cuaderno y contempló a todos los estudiantes ponerse en pié, pues había sonado la hora de las nueve, lo que significaba que la clase había concluido hasta el siguiente día.
Ya en la calle, los estudiantes se derramaron por diferentes rumbos de la ciudad. A medida que se acercaban á la iglesia del Santo Angel Custodio se estrechaba más la vía, á causa del declive y del golpe de gentes de ambos sexos, de todos colores y condiciones que llevaban la misma dirección. La ocasión de todo aquel bullicio y movimiento, era la fiesta de San Rafael, que cae el 24 de Octubre, cuya celebración se había principiado.
Llegando á lo alto de la meseta, que también tiene repecho de piedra, se deslumbra el piso del templo, cuya única nave, en los días de función, como de la que ahora se trata, se descubre toda entera. Los estudiantes se habían apoderado de todo el repecho de las escalinatas y meseta, Leonardo Gamboa en lo mas alto, con su caña al hombro dirigiendo la maniobra, y no subía por éstas persona alguna, ni pasaba por la calle mujer especialmente, en carruaje ó á pié, sin que tuvieran ellos algo que decirle y aun hacerle.
–¿Qué sucede, Leonardo? Por Dios bendito, suelta, que me desprendes el brazo.
–¿No la conociste? repuso Leonardo.
–¿A quién? ¿Qué dices?
–A la muchacha aquella del quitrín azul que va sentada á la parte opuesta de nosotros.
–No sé aun de quien hablas.
–De Isabel Ilincheta, hombre. ¿No la conociste? Bien que te gustaba su hermana Rosa. Todavía te casas tú con ella el día menos pensado.
–¿Yo? primero con una escopeta. Lo confieso, lo siento, mas no puedo remediarlo; me apeno por una muchacha que me dice que no, y en cuanto me diga que sí, aunque sea mas linda que Maria Santísima, se me caen las alas del corazón.
Adelante, está la calle de Tejadillo, equina con Compostela quedando esta en ángulo recto y luego se encuentra la calle Empedrado. Por ella torció Leonardo á la derecha, después de saludar á sus compañeros y decir á sus íntimos amigos Meneses y Solfa que podían, si querían, esperarle en la plazoleta inmediata de Santa Catalina, donde se reuniría con ellos en un cuarto de hora. Pero siendo ya la hora de almorzar, según la costumbre de Cuba, ellos prefirieron continuar á sus casas respectivas, y así se separaron de Leonardo hasta la noche en la feria del Santo Angel Custodio.
Una vez solo el estudiante de derecho, cambió de paso y de aspecto repentinamente. Se puso serio y pensativo, mucho más de lo que cabía esperar en un carácter tan alegre y vivaz. Era que le preocupaba demasiado la aparición en la Habana y en la feria, de la joven de Alquízar a quien denominó Isabel Ilincheta. No obstante que lo negase, estaba enamorado de ella, y recelaba, que su repentina llegada, diese ocasión á revelaciones desagradables, sobre todo, al descubrimiento de sus veleidades, que, por pervertido que tuviese el sentimiento de la decencia, no podían hacerle honor, ni dejar de sacarle los colores á la cara. Varias veces se detuvo y pegó con la punta del bastón en las angostas losas de la acera; de cuyo lujo gozaba entonces entre otras pocas, la calle famosa de Empedrado. Entre seguir y volverse fluctuaba grandemente, pues es bueno que se sepa que aquella no era la dirección de su casa. Dio, al fin, un golpe mas recio que los demás con la caña, se la echó al hombro, como solía y apresuró el paso, murmurando:
“-¡Qué diablos! A lo hecho, pecho.” -Todo esto, para confirmarse en la resolución tomada-.
A poco andar se encontró en la esquina de la calle Aguacate. Allí, dirigió una mirada oblicua á la ventanilla cuadrada y alta de una casucha en la acera opuesta, inmediata á la esquina. Las hojas de las ventanillas se hallaban entornadas y por entre los balaustres de cedro, se veían los pliegues de una cortina de muselina blanca, la cual se agitaba ligeramente entonces, ya á causa del aire de la mañana, ya de los movimientos de alguna persona que estuviese detrás.
Que había una persona apostada entre la hoja entornada de la ventanilla y la cortina blanca, no cabe duda ninguna, porque apenas Leonardo cruzó y puso la mano derecha en el hueco que dejaba en el marco un balaustre caído, cuando se asomó la cara mas linda de mujer, que quizás existía en aquel tiempo en la Habana. A su vista, aunque los ojos de la mulata despedían rayos y no de amor sino de cólera, quedó completamente subyugado Leonardo, y se olvidó de Isabel, de los bailes de Alquízar y de los paseos por las guardarayas de palmas y de naranjos en los cafetales de esa comarca. (…) El lector tiene delante á Cecilia Valdés. Mantenía los ardientes labios apretados, la sangre quería brotarle de sus redondas mejillas, el abultado seno con dificultad se contenía dentro de las ligaduras del traje de yocó. Al fin fue ella la primera en hablar, diciendo mas con el semblante que con la voz:
–¿Para qué ha venido?
–Acabo de salir de la clase; -contestó Leonardo en tono humilde-.
Cecilia le miró y con la mano izquierda abierta hizo seña á Leonardo que bajara algo mas la voz y añadió con vehemencia:
–El caso es que Chepilla ya está de vuelta de Paula, y voz se aparece ahora. Ya no hay tiempo de hablar. Hace rato que llegó. Rezaba y dormitaba, supongo que de cansada; y ya levanta la cabeza y pone el oido de hético. (Esto lo dijo mirando otra vez hacia dentro.) A voz no le interesa mi amistad, se conoce, y soy una boba que le espero. ¡Maldita sea la mujer que quiere como yo!
Leonardo le cogió la mano y se la llevó a los labios, sin que ella opusiera la menor resistencia, por donde conoció que había pasado el furor de la tormenta y que la muchacha admitiría su visita en primera oportunidad. ¿A qué aspiraba Cecilia, al cultivar relaciones amorosas con Leonardo Gamboa? El era un joven blanco, de familia rica, emparentado con las primeras de la Habana, que estudiaba para abogado y que en caso de contraer matrimonio, no sería ciertamente con una muchacha de la clase baja, cuyo apellido solo bastaba para indicar lo oscuro de su origen, y cuya sangre mezclada se descubría en su cabello ondeado y en el color bronceado de su rostro. Su belleza incomparable era, pues, una cualidad relativa, la única quizás con que contaba para triunfar sobre el corazón de los hombres; mas eso no constituía título abonado para salir ella de la esfera en que había nacido y elevarse á aquella en que giraban los blancos de un país de esclavos. Tal vez otras menos lindas que ellas y de sangre mas mezclada, se rozaban en aquella época con lo mas granado de la sociedad habanera, y aun llevaban títulos de nobleza; pero éstas, ó disimulaban su oscuro origen ó habían nacido y se habían criado en la abundancia, y ya se sabe que el oro purifica la sangre mas turbia y cubre los mayores defectos así físicos como morales.
Pero estas reflexiones, por naturales que parezcan, estamos seguros que jamas ocuparon la mente de Cecilia. Amaba por un sentimiento espontáneo de su ardiente naturaleza y solo veía en el joven blanco el amante tierno, superior por muchas cualidades á todos los de su clase, que podían aspirar á su corazón y á sus favores. A la sombra del blanco, por ilícita que fuese su unión, creía y esperaba Cecilia ascender siempre, salir de la humilde esfera en que había nacido, si no ella, sus hijos. Casada con un mulato, descendería en su propia estimación y en la de sus iguales: porque tales son las aberraciones de toda sociedad constituida como la cubana.
Creyó advertir Leonardo cuando saltó de la volante á la acera, que un militar, en completo uniforme, que caminaba de prisa hacia la plaza Vieja, se había separado de la segunda ventana de su casa, y que contemporáneamente se había desprendido de un postigo de la misma el bien conocido rostro de una de sus hermanas. Apresuró el paso, y, en efecto, a través de otro postigo de la reja del zaguan, vio á su hermana mayor Antonia en el acto de alzar la cortina para entrar en el primer aposento, por la puerta que daba á la sala. Le desazonó mas de lo que puede imaginarse este inesperado descubrimiento, porque atando cabos se convenció, á no quedarle duda, de que mientras él galanteaba á la mulata allá por el barrio del Angel, un capitán del ejército español, á la clara luz de una mañana de Octubre, le galanteaba la hermana acá por el barrio de San Francisco. El recuerdo del momento placentero que había gozado y que aun se cernía en su mente cual visión brillante, quedó enturbiado, se desvaneció del todo ante la desagradable escena á la ventana de su casa.
En consecuencia entró en su casa disgustado. La mesa estaba puesta para el almuerzo, encontrando ya sentados a su madre y a su padre. En seguida fueron saliendo una tras otra de las alcobas las hermanas de Leonardo preparadas para salir á la calle y
sentándose a la mesa, en silencio, como monjas en el refectorio. Antonia, el vivo retrato de doña Rosa en lo físico, contaba 22 años de edad. Leonardo pasaba de los 20, y
fluctuaban entre los 18 y 17 sus hermanas menores Carme y Adela.
Duró el almuerzo como una hora, reinando todo ese tiempo en la mesa el mayor silencio, pues apenas se oía otro ruido que el de los cubiertos de plata, ni mas voz que la del que pedía éste o aquel plato distante al negrito Tirso.
Después del café sacó Don Cándido la vejiga de los tabacos (cigarros), y metió en ella el brazo hasta el codo (tan honda era) A su vista Tirso voló á la cocina en busca del braserillo de plata con la brasa del carbón vegetal. Antes que el amo mordiera el remate del cigarro, sin cuyo requisito no arde bien. El esclavo con expresión humilde mezclada de temor, le acercaba la lumbre para que encendiera de su mano. Con la primer bocanada de humo azuloso y acre que sacó del cigarro, se puso en pié y se entró por el escritorio, tan callado como cuando salió de él, una hora antes, para sentarse a la mesa del almuerzo.
La desaparición del padre, determinó por sí sola un cambio repentino y completo en el ánimo y la conducta de la familia, sin excluir la madre. Leonardo especialmente llevó el entusiasmo al punto de atraer á sí á su madre con el brazo izquierdo para darle uno y otro beso en la mejilla y decirle:
–¿Y qué tiene? (indicando a su padre). ¿Está bravo?
–Contigo; repuso concisamente su madre.
–¿Conmigo? Pues ya le mando trabajo.
–Hablas como si fueras el amo; repuso Antonia con desden.
–No soy el amo, es cierto, mas puedo romperle las patas á uno el dia menos pensado, y tanto vale.
–Ese odio tuyo á los españoles, dijo doña Rosa, todavía ha de costarnos caro, Leonardo.
–Es que mi odio no es ciego, mamá, no en general contra los españoles, sino contra los militares Españoles y los que sirven al gobierno dude España. Ellos se creen los amos del país, nos tratan con desprecio a nosotros los paisanos, y porque usan charreteras y sable se figuran que se merecen todo y que lo pueden todo.
No pudo, Antonia, sufrir más, se levantó de la mesa, y se fue á la sala, callada y muy molesta.
–Has zaherido á tu hermana sin motivo, le dijo doña Rosa. Ella no piensa en militar alguno, por mucho que alguno la celebre.
–No piensa en ellos; pero admite sus galanteos por la ventana y he aquí lo que me irrita.
–Antonia no es de esas, por fortuna, hijo mio.
–¿No? ¡Ay! mamá, parece que vas perdiendo la vista del entendimiento y de la cara ... No quiero hablar, lo único que digo y repito es que el día menos pensado le rompo una pata á uno de esos soldados.
La conversación la interrumpió el calesero presentándose con la cuarta engarzada en la muñeca de la mano derecha y el sombrero redondo en la izquierda, para anunciar que el quitrín estaba listo á la puerta. Luego al punto las dos hermanas menores fueron en busca de la mayor y de sus características mantas y juntas rodearon a la madre para pedirle sus órdenes. Esta señora les hizo el encargo de algunas compras en las tiendas de lencería, o de ropas, y luego se dirigieron ellas por el zaguan a la calle.
El carruaje se detuvo en el tocador de clarinete, José Dolores Pimienta. Para verle con la aguja en la mano sentado a la turca junto con otros oficiales de sastre en una tarima baja, hilvanando una casaca de paño verde oscuro, todavía sin mangas ni faldones, -fuerza es que pasemos a la sastrería del maestro Uribe, en la calle de la Muralla, puerta inmediata á la esquina de la de Villegas, donde hubo una tienda de mercerías llamada del Sol-. Por poco que previniese en su favor el aspecto de Uribe, no cabe duda que era el mas amable de los sastres, muy
ceremonioso y el mejor pagado por su habilidad en sus tijeras.
–¿Qué tal la casaca verde indivisible? -le preguntó Uribe-. ¿Se halla en estado de prueba? Son las tres y dentro de poco tendremos aquí al caballero Gamboa, como el reloj.
–Para el tiempo que hace que voz me la entregó, señó Uribe, -repuso Pimienta-, la tengo bastante adelantada.
–Bien, bien, replicó Uribe. ¿Se halla o no en estado de prueba? Esto es lo esencial.
–Diré a Voz; lo que es probarse, puede ahora mismo.
–Vamos, José Dolores, sirve tú de modelo ... Apuradamente tienes el mismo cuerpo que el caballerito Leonardo.
–Está bien... Señor Uribe, -contestó Pimienta de malísimo humor-. Pero sin ejemplar ¿eh?
Media hora larga se había pasado en esta faena del maestro con su oficial, cuando paró una volante de alquiler a la puerta de la sastrería y se apeó de ella de un salto, el intrépido joven que había servido de asunto por la mayor parte, de su conversación. La llegada repentina del joven, esperada y todo, sorprendió al maestro sastre, con tanto mas motivo que su oficial aguardaba precisamente aquel momento para echar atrás los brazos y soltarle en las manos la pieza de ropa en estado de prueba.
–¿Qué hay de mi ropa? ¿Lista?
–Casi concluida, señor Don Leonardo.
–Lo temía, lo esperaba; replicó éste impaciente. Un zapatero remendon tiene mas palabra que tú, Uribe.
Por entonces, plantado Leonardo delante del espejo, se había despojado del frac, con la ayuda del sastre. Acertó a entrar en aquella sazón en la sastrería una muchacha de color, medio cubierta la cabeza en la manta de burato pardo oscuro, á la usanza persa. Dio las buenas tardes y como si no hubiese reparado en lo que allí se hacia, pasó de largo hacia el aposento, por detrás de la mesa de cortar. Pero Uribe la esperaba impaciente y la detuvo antes de alcanzar la puerta, preguntándole:
–¿Traes el chaleco, Nena?
–Sí, señor; contestó ella con voz muy suave y musical, deteniéndose a la cabeza de la mesa, en la cual depositó un lío pequeño que sacó debajo de la manta. Después, sacó el chaleco del pañuelo de seda en que estaba envuelto, y dándole éste a su dueño, añadió hablando con Gamboa.
–¿No se lo dije al caballero? Aquí tiene la prenda. La costurera vale un Potosí.
Era el chaleco de raso negro, sembrado de abejas color verde brillante, entretejidas en la tela. No se lo probó Leonardo, ni lo juzgó necesario el sastre. Tampoco hubo desde allí tiempo para mucho, porque cual por cita, acudió la mayor parte de los parroquianos de Uribe.
La ocasión de aquella afluencia de señores y sus criados no era otra que el baile de tabla que se celebraba por la noche del mismo día, en los altos del palacio situado en la calle de San Ignacio esquina con Teniente Rey, alquilado para sus funciones por la Sociedad Filarmónica, en 1828.
Aquella noche el teatro de la elegancia habanera sentó sus. reales en la Sociedad Filarmónica. Brillaron allí con todo su esplendor el gusto y la finura de las señoras, lo mismo que el porte decente de los caballeros.
No se presentaron en los salones de la Sociedad nuestros amigos Gamboa, Meneses y Solfa, sino hasta cerca de las once de la noche. Durante las primeras horas habían estado visitando los bailes de la feria del Angel, el de Farruco y el de Brito, sin olvidar la cuna de la gente de color, en la calle del Empedrado, entre Compostela y Aguacate. En ninguno de esos sitios habían tomado ellos parte activa, si se exceptúa el primero, quien al juego del monte, perdió en un instante las dos onzas de oro que aquella misma tarde le había metido su madre en el bolsillo del chaleco. No conocía el valor del dinero, ni jugaba por amor a la ganancia, sino por el placer de la excitación del momento; pero sucedió que los bailes no le prestaron atractivo ninguno, desertados de las muchachas bonitas; que no logró vera Cecilia Valdés en la ventana de la casa, ni en la cuna, cosas todas que se conspiraron para ponerle de malísimo humor. Para remate de desdichas, cuando perdido y disgustado volvía con sus amigos en busca del quitrín, que había dejado apostado en la calle del Aguacate al abrigo de las altas paredes del convento de Santa Catalina, descubrió que no estaba allí, ni fue posible encontrarle sino media hora después y en punto opuesto y distante. Por otra parte, preguntado el calesero sobre el motivo que le indujo a desobedecer una orden terminante de su joven amo, dio al principio respuestas evasivas, y al fin, apretado le dijo:
–Su Merced, un desconocido, medio cubierto el rostro con un pañuelo me forzó a abandonar el puesto y fingir que me volvía a casa, pues me amenazó terriblemente.
No parecía creíble el cuento; hubo pues que aceptarlo como bueno y verídico; lo que, si es cierto es que, aumentó el mal humor de Leonardo, porque en caso de ser cierta la versión del calesero ¿quién podía ser ese sujeto, ni qué interés tener en que el carruaje aguardase en una ú otra esquina de la calle? ¿Por qué emplear amenazas? ¿Qué autoridad tenia para ello? Aponte no pudo decir si el desconocido era militar ó paisano, comisario de barrio ó magistrado, hombre blanco ó de color. Tal vez era un inesperado y desconocido rival que de aquel modo se preparaba a disputarle el cariño de Cecilia Valdés. Corroboraba tan desagradable sospecha, el hecho de que ni ella, ni su amiga Nemesia, se habían presentado en parte alguna de la feria del Angel. Además de eso, la circunstancia de no haber abierto la ventana, aun cuando Gamboa hizo la señal convenida, pasando la punta del bastón por los pocos balaustre que aun le quedaban, casi no dejaba duda de que algo extraordinario había ocurrido en el humilde y oscuro hogar. Gamboa se ocupó desde luego en buscar compañera para tomar parte en el baile, aunque no le gustaba mucho; pero Meneses, que rara vez bailaba, y Solfa que no bailaba nunca, se quedaron de espectadores en el medio del salón, observando el último con sonrisa amarga, que mientras aquella loca juventud gozaba a sus anchas de los placeres del momento, el más estúpido y brutal de los reyes de España parecía contemplarla con aire de profundo desprecio, desde el dorado dosel donde se veía pintada su imagen odiosa.
Andando con algún trabajo entre las apiñadas filas de espectadores y bailarines, tropezó Gamboa con la mas joven de las señoritas Gomez, en lo más empeñado de la danza. Por todo saludo, sin dejar girar, como una sílfide, en brazos de su pareja, le dijo ella antes con los ojos que con la lengua:
–Ahí está Isabel. vino al baile esta noche.
Por lo que Isabel, recibió á Leonardo con una sonrisa adorable, lo cual, lejos de tranquilizarle, fue parte a causarle mayor desazón. Cambiados los saludos de costumbre, pues la compañera de Isabel, madre de las Gomez, era amiga del joven estudiante.
En la noche en cuestión, lucía Isabel Gómez a maravilla las gracias naturales que lo ángeles dotadas el cielo. Era alta, bien formada, esbelta y vestía elegantemente y aunque era muy discreta y amable, está dicho que llamaba la atención de la gente culta.
No debe extrañarse, que siendo Leonardo un tanto descreído y despegado, sintiese pasión por una joven tal como la que acaba de describirse. Entraba él por las puertas doradas de la vida. A pesar de sus connotaciones y de su riqueza, no había tenido aun trato con las mujeres de su esfera y educacion, ni había empezado á buscar en ellas tampoco la compañera futura de su vida. Hasta la estación de los aguinaldos y de los azahares, en que Leonardo conoció á Isabel, contribuyó á rodearla de encanto á sus ojos, y á despertar en su pecho algo que no había sentido nunca los 21 años de su vida,-el amor-.
Anochecido ya, Nemesia salió de la sastrería de Uribe y se encaminó a paso menudo hacia el barrio del Angel. Prefirió para ello la calle Aguacate, que si bien más solitaria y oscura, por la ausencia de establecimientos públicos, conducía derecho á dos puntos en donde de paso quería detenerse. Cuando llegó a las cuatro esquinas formadas por la calle O'Reilly, se detuvo un breve rato, pensativa e indecisa. Miró primero a tras, luego a su derecha, después adelante, fijando la mirada en la ventanilla de la casucha inmediata a la taberna de la izquierda, aunque por estar en línea paralela á la observadora, solo se distinguían las molduras de los balaustres que sobresalían un poco del plano de la pared. Difícil era pues saber si había ó no persona asomada allí ó a la puerta; en consecuencia, la mulata se trasladó a la esquina de abajo, y dio un silbido peculiar muy agudo, haciendo pasar el viento con fuerza por entre los dientes del medio de la mandíbula superior.
Algunos segundos después, vio asomar por los balaustres de la ventana, un canto de la cortina blanca; pero al acudir al reclamo, notó que descendía del terraplén del convento un caballero que a paso largo se dirigía derecho al punto objetivo de sus miradas. Se detuvo a observar lo que pasaba. ¿Quién seria ese sujeto? ¿Quién le aguardaba en aquella casa? Vestía de frac oscuro, pantalon claro y sombrero de ala angosta y copa desproporcionadamente ancha, sobresaliéndole por detras el cuello blanco y recto de la camisa. No era jóven, ni anciano, sino de mediana edad. A pesar de la oscuridad todo eso lo pudo notar Nemesia a la corta distancia a que se encontraba, que no excedería de treinta pasos. Su porte, sus movimientos acompasados y firmes, no podían confundirse con los de un mozalbete ni de un viejo. Se dirigió, sin embargo, con aparente cautela al punto donde se veía el canto de la cortina blanca, sostuvo un breve diálogo con la persona que se hallaba oculta detrás de sus pliegues, y entonces, a paso largo siguió al abrigo de las altas paredes del convento, la vuelta de la Punta. Nemesia le perdió bien pronto de vista en la oscuridad; pero no le quedó duda de que le esperaba un carruaje a mediados de la cuadra, porque oyó distintamente el ruido de las ruedas en las piedras de la calle, corriendo en sentido opuesto a aquel en que ella estaba, y favorable al que seguía el desconocido.
Aguijada por la curiosidad, volvió la muchacha a silbar como lo había hecho antes, le contestaron desde la ventanilla, moviendo la cortina blanca, y acudió al punto; pero en vez de su querida amiga Cecilia, solo encontró a la abuela. ¿Cuál de las dos mujeres había recibido y hablado con el caballero del frac oscuro y el sombrero de copa abultada? Nuevo motivo de curiosidad y de mayor confusión.
–¡Ah! ¿Era voz. Chepilla? exclamó Nemesia.
–Entra, le dijo ésta, pasando a la puerta y quitando con la punta del pié la media bala que la aseguraba.
No se hizo de rogar la muchacha. Parecía séria y desazonada la abuela; y la nieta, sentada en un rincón, con el traje flojo, el aspecto desaliñado, la cabeza doblada sobre el pecho, los brazos extendidos y los dedos cruzados en la falda, era la viva imagen del abatimiento y de la desesperación.
–Entra, hija mía. Seas bien venida, repitió Chepilla. Entra y siéntate, hazme el favor de sentarte; añadió notando que la moza se mantenía en pié, como azorada y confusa.
–Ya es tarde y estoy de prisa; -repuso esta dejándose caer maquinalmente en la butaca de cuero delante del nicho, en que se veneraba la imagen de la Dolorosa-. Parecen Vds. muy atribuladas; -dijo Nemesia notando que ninguna de las dos mujeres le prestaba atencion-.
Suspiró Cecilia únicamente y la abuela dijo:
–No es cosa lo que sucede, solo que esta muchacha (señalando para la nieta con un movimiento de los labios) parece poseída ... ¡Dios nos asista, (y se persignó)! Iba á decir un disparate. Quiero que seas el juez y la consejera en este caso, aunque tú puedes ser dos veces mi hija. Por eso te he hecho entrar. Vamos, dime, hija mia, ¿qué harías tú, si tu protector, tu amigo constante, tu único apoyo en el mundo, como si dijéramos, tu mismo padre, que es verdaderamente un padre para nosotras pobres, desvalidas mujeres, sin otro amparo bajo el cielo, qué harías tú si te aconsejaba, vamos, si te prohibía el que hicieras una cosa? ¿Dí, tú lo harías? ¿Tú le desobedecerías?
–Mamita, -saltó y dijo Cecilia sin poder contenerse-, su merced no ha pintado el caso como es.
–Cállate, -replicó la abuela con imperio-. Deja que Nemesia conteste.
–Pero su merced parte de un principio equivocado, y Nene no puede contestar derecho, aunque quiera.
–No creas nada de lo que dice esa niña; la interrumpió la anciana.
–¿Pues no me rompió su merced el túnico y la peineta? ¿Por culpa de quién fué? ¿No fué por culpa de ese viejo narizón que Dios ... ?
–Calla, calla; le atajó la abuela. No blasfemes despues de haber rabiado, porque creeré que estás en pecado mortal. Si se rompió el vuelo del vestido, ¿no fué porque te propusiste ponértelo contra mi expresa voluntad? ¿Quién tuvo la culpa de que se cayera y se quebrara la peineta? Tú, nadie mas que tú, porque si no tuvieras esos actos de soberbia, nada de eso hubiera sucedido.
–Vamos á ver, ¿cuáles son los favores de que habla su merced? ¿La mesada que nos pasa? ¿Los regalos que me hace de Corpus á San Juan? Dios y él solo saben el motivo que le guia. ¿No es extraño, muy extraño, que sea tan generoso con nosotras, pobres mujeres de color, un hombre blanco y rico que no es nada de su merced, ni mio tampoco?
–¿ Y vuelta, Cecilia? No prosigas, ni ensartes mas disparates.
–Figúrate, Nemesia, que el individuo de que hablamos (bueno para que tú lo sepas,) es una dama en su trato, y su generosidad para nosotras tan grande como desinteresada; y debe doler le muchísimo ...
–Lo mejor de todo, prosiguió la Chepilla, es que de mí no exige nada, y de tí no espera otra cosa que cariño, gratitud, y ... respeto.
–Considera, Nena, -agregó la anciana, en tono mas blando,- que poco antes de llegar tú, estuvo aquí el buen señor ... No entró.
–¡Qué...!
–El nunca entra. Lo primero que hizo fué preguntar por Cecilia. Siempre pregunta y se ocupa mucho de ella, por supuesto desinteresadamente, quiero decir, sin otra mira que la de saber cómo va de salud. Tú lo sabes, Nemesia, al menos, me lo has oído decir muchas veces ... Estuvo por la ventana ... Solo un momento. Luego que preguntó por la salud de Cecilia, como te he dicho, con mucho interés, con el interés de un ... no sé; Así que le dije que ella se preparaba para ir á la danza del Angel, me dijo muy agitado; sí, muy agitado; se le conocía, porque hasta le temblaba la voz: “No la deje ir, Doña Chepa, no la deje ir, deténgala, esa chica busca su perdición ... (Ese es su modo de hablar.) No la deje ir, deténgala, en otra ocasión la explicaré lo que pasa. Luego se fue arrimadito á la pared, como si temiera de que lo viesen. Al irse me puso una onza de oro en la mano para zapatos para Cecilia.
–Yo, en verdad, -contestó Nemesia, consultando con la vista el semblante de su amiga-, no sé qué decir, ni me atrevo á dar una opinión franca. Sin embargo, -añadió luego mas animada-, yo que Cecilia, me reía de todo eso, en vez de ponerme brava.
–Qué daño, ni que bien, me podría resultar ir ó no ir al baile esta noche, claro está; -replicó Cecilia-. El caso es, que el hombre de que habla mamita, se ha propuesto meterse en mis negocios y gobernarme, por puro capricho o por gana de moler la paciencia, y eso es lo que hallo intolerable.
–Está bien, mujer, -observó Nemesia blandamente-: mas no veo que te cause ninguna extorsión con ir allá. Su hijo, -prosiguió Nemesia en baja vos-. Tú me entiendes ... Ese sí que es de temer. Joven, bien plantado, rebosándole la gracia por todas partes, con mucha labia y dinero para derramarlo como quien derrama agua... No hay mujer de corazón que se resista. ¿Es verdad, china? No es posible verlo y oírlo sin quererlo. Yo me guardaría de un hombre como él, hijo del diablo. Y a le ha dado quebraderos de cabeza á mas de una muchacha. En realidad, tiene á quien salir. Pues como te iba diciendo, añadió Nemesia, cuando salí de la sastrería de señor Uribe, tomé por la calle Aguacate y al enfrentar con la casa de las Gomez, que sabes tú está detrás del convento de las monjas Teresas, oí música y voces de hombres y mujeres. Me arrimé a una de las ventanas, que tienen el poyo alto. Estaban abiertas las hojas y las cortinas echadas. Había en la sala una gran reunión, tocaban, cantaban y bailaban. ¿Qué día es hoy? ¡Ah! El 27 de Octubre. Como ves. Si, es el santo de la mas chica de los Gomez, Florencia.
Cecilia dió un suspiro y Nemesia continuó ya sin más rodeos:
–Decía que rodeaban a Florencia delante del piano varias señoritas y caballeros. Pero el individuo no estaba, mencionaron su nombre únicamente. Estoy cierta que lo
mencionaron ...
–¿ Quién lo mencionó? -preguntó Cecilia con ansiedad-.
–No te pudiera decir lo cierto, mas si no me engaño, entre Meneses y la muchacha pálida. Ellos hablaban de él. Segun entendí, todos iban al gran baile que se da esta noche en la Filarmónica.
–Lo temía, dijo Cecilia.
Bastaba, en efecto, y sobraba lo dicho para poner en ascuas a una joven menos fogosa que Cecilia. A medida que la amiga fué desarrollando su pensamiento, pues lo había de seguro en las noticias que comunicó y aun en el modo de comunicarlas, fué creciendo su cólera y desazon. ¿Qué hacer en aquellas circunstancias a fin de impedir, si era tiempo, que el individuo, según dijo Nemesia, se viese en la Filarmónica con la señorita desconocida? Eran celos, rabia, desesperacion lo que sentía. No cabía en la silla, cerca de la ventana. Se levantó varias veces en ademan de entrar en el aposento, sin duda para mudarse de traje y salir a la calle, y otras tantas volvió al asiento. La sangre estaba á punto de ahogarla.Al cabo Cecilia se desplomó en la silla, exhaló un suspiro profundo y murmuró:
–Mas vale que no: yo sé lo que he de hacer. De mí no se burla nadie ... Casi me alegro ... No salgo a ninguna parte.
Chepilla alzó entonces la vista y miró á la nieta con cierta alegría mezclada de compasión. Por su parte Nemesia, en toda apariencia, satisfecha, mas diremos, orgullosa de que su venida hubiese surtido todo el efecto deseado, se marchó, despidiéndose cariñosamente de sus amigas.
Ahora corresponde que volvamos al sarao en la Filarmónica, donde hemos dejado a Leonardo Gamboa en las filas de la danza con Isabel Gomez. Comprendiendo bien ella el carácter de su pareja, no le dió queja ninguna sobre su falta de puntualidad en escribir, ni de su aparente desvío.
–Al presente pasamos algunas soledades y nuestras salidas en el cafetal se reducen a ir al sitio todas las tardes y volver a las puestas de sol. Cuando hace luna ...
–Te acuerdas de mí ¿no es eso? -la interrumpió Leonardo con indiscreto despecho, al ver su glacial indiferencia-.
–Naturalmente; contestó ella al parecer sin notar lo que pasaba por la mente de su compañero-. No puedo olvidar, que en tardes divinas, como son todas las de invierno en el campo, mas de una vez hemos hecho juntos ese paseo en compañía de Rosa y de tía Juana. Te encuentro algo cambiada; -observó el joven después de breve rato de silencio-.
–¿Yo cambiada? Pues en hora buena. Vamos, Voz se chancea.
–Hasta me tratas de Voz.
–Creo que siempre le he tratado del mismo modo.
–No al pié del naranjo dulce.
En esto cesó la danza, y las diferentes parejas de bailarines, deshaciendo la formación, corrieron las unas a ocupar sus asientos en la sala y cuartos, las otras a respirar el aire libre de los corredores. Los hombres, por la mayor parte, se dividieron en grupos, para hablar sobre las conquistas amorosas de la noche y casi todos, para fumar un cigarro puro o de papel. Leonardo dió un paseo por los corredores con su amable compañera de baile, la cual, si hemos de juzgar por la frecuencia de sus sonrisas, no tuvo a mal que se prolongara la entrevista, aunque había terminado el encanto de la música.
Doña Rosa la recibió con los brazos abiertos, excepto Antonia, las hermanas de Leonardo, con sinceras demostraciones de cariño, sobre todas Adela la abrazó y besó repetidas veces. Era esta la mas jóven, entusiasta y franca é Isabel la preferida de su hermano querido. Después de los saludos de costumbre y las quejas mutuas, juntas todas con las Gomez, llevando Leonardo, Meneses y Solfa, cada uno dos mujeres del brazo, pasaron a la sala del ambigú, espléndidamente iluminada, al fondo del palacio. Eran muchos y no cabían en una sola mesa, por cuya razón ocuparon dos, aunque inmediata una de otra.
Señoras y caballeros tomaron gigote de pechuga de pavo, fiambre de esta ave, con rico jamón de Westfalia, algunos arroz y frijoles negros, ninguno vinos ni espíritus, todos café con leche para terminación de la cena. Entre tanto doña Rosa dispuso que las niñas, según se expresó, pasaran al camarín a recoger sus mantas de seda. Al mismo tiempo los tres jóvenes bajaron al entresuelo a reclamar sus sombreros y bastones respectivos; pero tanto aquí como en el camarín, ya se habían adelantado otras muchas personas en demanda de sus prendas; de suerte que antes que obtuvieran las suyas nuestros conocidos, se pasó algún tiempo. Después bajó Leonardo al portal, para anunciarle a su calesero que estuviese listo.
Amaneciendo; Don Cándido Gamboa, en su bata de zaraza y gorro de dormir, se hallaba asomado al postigo de la ventana de la calle, abrigado tras de la cortina de muselina blanca, en espera de El Diario de la Habana, o para respirar el aire mas libre que el pesado de la alcoba. El toque de diana primero y seguido del disparo de cañón a bordo del navío Soberano, anclado junto al muelle de la Machina, estremeciendo las ventanas del cuarto, hicieron despertar sobresaltado a Leonardo Gamboa. Sacó lumbre en el mechón de escarzo, y abierto el reloj, vio que eran las cuatro de la madrugada. -“A tiempo; dijo entre sí”, y se apresuró á salir de la cama y vestirse. Para esto encendió una vela de esperma, valiéndose de una pajuela, pues aun no se conocían los cerillos en la Habana.
Mientras se peinaba delante del tocador, soltó de repente el peine de carey, volvió a requerir el reloj, y murmuró:
-¡Las cuatro y cuarto! Muy temprano todavía y de aquí allá no podré echar arriba de quince minutos andando despacio. Ella me dijo que cerca de las cinco ... ¿No seria mejor aguardar en la esquina? Sí, -concluyó diciendo con resolución-. Y vestido y perfumado y con la caña de Indias, salió de su cuarto y empezó a bajar la escalera de piedra.
–¡Pío! ¿Eres tú? -dijo él en voz muy baja-. Abre.
–El amo está asomao en la ventana de la calle; -contestó el negro-.
–¡Diablos! ¿Tiene cerrojo el postigo de la puerta?
–No señor. Dende que salió Dionisio pa' la plaza quité el serojo.
–Abre poco a poco.
No crujieron los goznes; pero ya Don Cándido había oído los pasos en el zaguan y arrimado a la reja tronaba:
–¡Pio! ¿Quién va?
–El niño Lionar, mi amo.
–Sak. Llámale. Díle que yo le llamo. Corre, patas de plomo.
Volvió Pío fatigado, sin aliento y dijo:
–Na, amo, el niño no parece po' ningun parte.
–¡Bruto! -tronó Don Cándido. ¿Por dónde fuiste a buscarle?
–Po la mano é larienda, amo.
–¿Por la izquierda, quieres decir? ¡Animal en dos piés!
–Si marchó por la derecha ¿cómo habías de dar con él, pedazo de bestia? Vete. Quítate de mi presencia, porque si Dios no me tiene de su mano, me parece que te destripo de una patada.
El hospital de Paula no es mas que la continuación de la iglesia del mismo nombre, inmediato al ángulo de la muralla, por la parte que da al sudeste de la bahía. Tiene la entrada al norte, abierta en una alterosa tapia de una galería que sirve de pasaje entre la iglesia y el hospital. Precede a la entrada un vestíbulo con tejadillo, que mas parece mampara de convento que otra cosa. Allí se estaciona un centinela para impedir el escape de los presos o dementes que reciben asistencia médica en el hospital. Generalmente sólo se admiten mujeres en uno ú otro estado, cuando ni el delito es grave, ni la demencia de carácter furioso.
Una mujer caminando a paso vivo en la dirección del sur de la ciudad, por la calle de San Ignacio, no paró hasta llegar al vestíbulo de que antes hemos hablado. Empezaba a clarear el horizonte entonces por el lado de oriente. Era su ánimo entrarse de rondón, pero ya el centinela con el sable desnudo se paseaba de un extremo al otro del tejadillo, y se le encaró cerrándole el paso:
-Entrar, entrar y despejar el campo.
Apenas la mujer con el cilicio de cañamazo, puso el pié en el patio, vió asomar por el lado de la iglesia a la madre Soledad, con un farolito y detrás de ella un clérigo en sotana negra de sarga, sin bonete, llevando en ambas manos a la altura de su pecho un copan de plata, con tapadera de lo mismo. Ambos caminaban a paso largo y murmuraban ciertos rezos que en el silencio del patio resonaban como los zumbidos de muchos moscones. Se encaminaron derecho a la enfermería y atravesaron la sala de un lado a otro. Al pasar los dos por junto a la anciana: conoció ésta de lo que se trataba y cayó de rodillas exclamando:
–¡Los óleos! Dios reciba en su seno el alma del moribundo.
Después de derramar un mar de lágrimas en silencio, se sintió en actitud de seguir a la madre hasta la cama de la enferma por la cual se interesaba tanto. Se hallaba la tal a la sazón sentada, sin mas abrigo que la sábana que le cubría las piernas encogidas, las cuales sujetaba con ambos brazos desnudos, apoyando la frente en las rodillas. Tenia cortado el cabello casi de raíz, como se hace generalmente con los locos, y bajo la piel floja, descolorida y seca mostraba la armazon de huesos, tanto mas cuanto que la camisa, sola pieza interior que llevaba, no le cubría sino parte de la espalda. Por su posición en la cama y por una tos hueca y débil que a veces le acometía, se conocía que estaba viva.
–Charo, Charito; -le dijo la madre con amabilidad-. Mira quién está aquí. Levanta la cabeza, niña. Anímate.
–¡Hija mía! -se atrevió a decir doña Josefa. Mírame. ¿Me oyes? ¿Me conoces, mi vida? Soy tu madre, quiero verte la cara. Respóndeme siquiera. Te traigo buenas noticias; pronto vamos a sacarte de aquí. Te llevarémos al campo para que te cures y tengas el gusto de conocer y abrazar a tu hija. ¡Ah! ¡Si la vieras! Está lindísima. Es tu retrato cuando eras de su edad.
Pero en vano empleó doña Josefa los medios que juzgó mas eficaces para moverla. En vano acudió a los ruegos, a las caricias, a las lágrimas; la enferma se mostró insensible a todo, no contestó palabra, no alzó la cabeza.
En fin, se adelantaba el dia y era preciso que doña Josefa se apresurase a volver a su casa donde había dejado sola a la nieta. Dijo, pues, a la carrera a la monja Soledad, que el caballero que las protegía a ellas, se proponía hacer el último esfuerzo para curar a Charo, si es que aun tenia remedio, y que para ello la llevaría al campo, cerca del mar, en donde respirase otro aire y se bañase a menudo, bajo la vigilancia de un médico.
Era un día muy claro y calentaba bastante el sol, cuando doña Josefa volvió a su casita de la calle Aguacate. Al parecer nadie allí se había movido, excepto la gallina con sus polluelos, que buscaban la salida al patio por entre el borde y el quicio de la puerta. El primer cuidado de la anciana fue ver si la nieta reposaba en su lecho; y satisfecha de que dormía tranquila se quitó el chal de cañamazo, se desciñó la correa y se dejó caer en la butaca, desalojando para ello al gato, que al ruido de la entrada de su ama, se estiró, abriendo la boca y mostrando la roja lengua con los afilados dientes. La anciana sentía en la boca el cáliz mas amargo que jamas apuraron labios humanos. Su única hija languidecía en un hospital, privada de los cuidados maternales, falta de juicio y devorada por la consunción, sin que ella pudiera valerle en nada. Que no tendría remedio ni alivio mientras continuara en ese lugar, plenamente convencida quedó en aquella mañana doña Josefa, si era que antes abrigaba dudas.
Figúrese el lector la hija de doña Josefa, madre a su vez desgraciada, revelando al pueblo en sus arrebatos de locura los pasos, los medios y el nombre, quizás, de la persona o personas por cuya agencia se veía en aquel tristísimo estado. No debía darse y no se dió semejante espectáculo; antes por doloroso que fuese el sacrificio hubo que hacerlo todo entero, como que de ello dependían hasta cierto punto la salud y la felicidad de la inocente niña que babia sido la causa indirecta de la desgracia de su madre. Tampoco debía crecer y desarrollar su razón viendo que ésta la había perdido y era el ludibrio de los extraños. Ni había llegado el tiempo, creía la abuela, de que la hija y la madre se conociesen. La separación, pues, podía ser eterna. Tales pensamientos ocupaban el ánimo de la anciana con más fijeza, que nunca, en los momentos que llamaron a la puerta de la calle. Cual si despertara de un sueño pesado, se levantó a abrir y se encontró con el lechero, isleño de Canarias, que en el traje usual de los campesinos, con una botija debajo del brazo y un jarra de lata en la mano, la saludó en el tono peculiar de su país, con las palabras:
La última exclamación la hizo doña Josefa, ya en pié y con las manos en los oídos, como para no oír por boca de la nieta la confirmación del mal juicio que se había formado a cerca de sus opiniones sobre el matrimonio. Cecilia se puso también en pié y quiso seguir a la abuela, sea con la intención de calmarla, sea con la de justificarse, explicando o ampliando su idea; pero se detuvo de repente, porque en aquel punto asomó por la entreabierta puerta de la calle,-el bien conocido rostro de Nemesia.
Había logrado Nemesia despertar la curiosidad y aun la alarma en el ánimo de la amiga, y de antemano saboreaba el placer de verla morir de celos. Detrás de las tapias del convento de Santa Teresa, opuesto a una casa de ventanas de poyo alto y rejas voladizas, había parado un carruaje, al cual se veían enganchados tres caballos apareados, de frente por la calle de la Muralla. Ocupaba el poyo de la ventana mencionada un grupo compuesto de varias señoras y caballeros, todos conocidos nuestros; es decir la familia Gomez, Diego Meneses y Francisco Solfa, despidiéndose de Isabel Gomez, que, en unión de su padre se volvía para Alquízar. En esto llegaban las dos muchachas por la parte del norte de la calle. Desde lejos reconoció Cecilia al jóven que hacia de lacayo, Leonardo Gamboa. Y aunque no había visto todavía a la dama del carruaje, ni a derechas la conocía tampoco, adivinó quién podía ser.
Nemesia se llevó por fuerza Cecilia, Leonardo se incorporó como pudo, el señor Ilincheta dio la orden de marcha, el calesero pegó con el pié en los ijares del caballo de varas, dejando caer al mismo tiempo la punta del látigo en las espaldas del animal y el carruaje partió a buen paso, con lo que a poco más se perdió de vista en la esquina de la calle inmediata.
La hija mayor de los señores Gamboa, Antonia, hacia tiempo venía padeciendo de una neurosis de carácter agudo a la cara, cuyo asiento en la mandíbula superior daba lugar a presumir tenía por causa la carie de un molar. Por aquellos días llegó a la Habana, desde el campo el mágico dentista Fiayo, y, como de costumbre, se hospedó en casa del Doctor Montes de Oca. No bien llegó a oídos de doña Rosa la noticia, cuando dispuso le engancharan el quitrín, y sola, con la hija doliente, se dirigió a la calle de la Merced. La entrada de doña Rosa Sandoval de Gamboa con su hermosa hija Antonia no causó poca sorpresa en las personas presentes en la sala, principalmente en Montes de Oca.
–Puede ser, yo no sé de eso, ni jota.
–Vaya, señor Doctor, -repuso doña Rosa-. ¿Es olvido o pura modestia de Voz.?
–Ni lo uno ni lo otro, mi señora. Positivamente no tengo noticias de lo que Voz dice.
–Así será; -dijo al fin doña Rosa advirtiendo que el médico se ponía en guardia-. Comprendo lo que pasa por Voz; no quiere que se hable mas de este asunto. No añadiré palabra. Eso no obsta para que yo le manifieste mi complacencia por el uso que hizo Voz de los servicios de mi esclava, cuando se le ofreció sacar de apuros a un amigo. Permítame le agregue, ya que se presenta la ocasión, que me negué a tomar un peso por el alquiler de la criandera, y que si al fin recibí el dinero fue porque se me dijo que de otro modo Voz no la aceptaba.
Ahora bien: A la vista de la persistente negativa del médico, ¿salió doña Rosa de su error? Difícil es la comprobación en tales casos y por lo mismo, nos limitamos a decir que, aclarados ciertos particulares oscuros sobre la mujer enferma y las relaciones que con ella y con la hija tenía su marido, lo demás se caía de su peso, se infería sin esfuerzo, y no era digno de una señora el informar a una persona extraña, de secretos de familia, que quizás realmente ignoraba. Desistió, pues, del ataque y concluyó pidiendo al médico que la perdonase las molestias que le había ocasionado, sirviéndose decirla, si Fiayo se hallaba dispuesto a examinarle la boca á su hija Antonia. Por sentado que lo estaba, y se ejecutó la operación con toda felicidad. Después, Don Tomás Montes de Oca tuvo la cortesía de acompañar a las dos señoras hasta el estribo del carruaje y de ayudarlas a montar en él. Y una vez sentada y emprendida la marcha en vuelta de la casa, doña Rosa se cubrió la cara con las manos y dio a llorar y sollozar sin medida ni consuelo; todo esto con extrañeza grande de la hija, quien, ocupada de su propio dolor físico, no había echado de ver la transformación del semblante de su madre, así que se alejó de la presencia del médico.
Conviene advertir aquí, que a consecuencia de un disgusto con su padre, por la salida a la calle tan de madrugada, según hemos referido ya, Leonardo hacia tres ó cuatro días que no paraba en su casa, sino en la de una tía materna. Esto contribuyó a aumentar el pesar de doña Rosa. No solo se negó a sentarse a la mesa, lista para el almuerzo, sino a darle explicación alguna a Don Cándido, sobre los motivos de su sentimiento. En medio del llanto y de los suspiros, pronunció varias veces el nombre del hijo favorito, razón por qué las hijas, suponiendo que la ausencia de éste era la causa original de sus lamentos, despacharon a Aponte en su busca con el carruaje. Vino el joven y al punto doña Rosa, rodeándole con sus brazos, le cubrió la frente de besos y de lágrimas.
Al fin, esta señora, casada, madre de familia, halagada por los dones de la fortuna y de la naturaleza, al llegar a su casa se encontró rodeada de varias personas que la eran muy queridas, que la respetaban y que se apresuraron a enjuagar sus lágrimas, a ofrecerle consuelos y distracciones. Al fin, aquella angustia suya, dado que legítima, nacía de un mero desengaño en su vida conyugal, que por la época en que le recibió, bien se conocia que el ángel de su guarda se le había apartado de los ojos hasta la hora en que su conocimiento le fuese menos doloroso. Hasta allí un golpe de celos era lo único que venia a turbar la serenidad de sus días, por otra parte siempre plácidos é iguales.
Pero ¿qué había de común entre el pesar, el desengaño, ni los celos de doña Rosa Sandoval de Gamboa, y el pesar, el desengaño y la desolación de la pobre doña Josefa, mas desamparada y sola que antes desde el punto que se separó del médico Montes de Oca y volvió a cruzar el umbral de su casita en la calle del Aguacate?
Nadie le preguntó por qué lloraba y se mostraba tan afligida. Cecilia, a quien encontró allí de vuelta, estaba harta disgustada para pensar en los disgustos ajenos. Nemesia también, guardó un profundo silencio, diciendo solo al despedirse de las dos,“-hasta después.”
La extraña conducta y las frases irónicas de su cara esposa traían alarmado a Don Cándido Gamboa. Nunca había usado ella un lenguaje tan sarcástico. Por el contrario, en sus arranques de celos, siempre había pecado por franca y desembozada. ¿Qué había averiguado de nuevo? ¿Dónde había estado aquella mañana, que la produjo tal cambio?
Ni tuvo que mantener larga expectativa tampoco, porque días después en la mesa del almuerzo, se habló de la neurosis facial de Antonia, y del alivio que sentía después de la extracción de la muela por Fiayo. No necesitó de mas Don Cándido: su mujer había estado en casa de Montes de Oca, donde era notorio que aquel paraba y ejecutaba sus operaciones dentarias.
El médico había sido todavía más franco, diríamos, más rudo con la anciana, que con doña Rosa. De una vez le quitó toda esperanza, cuando en el lenguaje vulgar, no en el de la ciencia, le desahució a la hija. De este golpe no se repuso más. Tras el llanto y otras demostraciones de dolor, acudió con doble ahínco que antes al rezo, a la oración, a la confesión y comunión casi diarias, a la penitencia continua, recayendo al cabo en aquel estado de indiferencia y apatía mental y corporal para los negocios del mundo, que tanto se asemeja a la fatuidad ó a la demencia.
Tal y tan repentino cambio rio pudo menos de llamar la atención de Cecilia, quien, si al principio se aprovechó de él para satisfacer sus pasiones y caprichos, sintió luego mayor compasión y ternura por su abuela. Conociendo que sin enfermedad aparente, el día menos pensado se caería muerta, empezó a asustarse y ocuparse más de su propio porvenir. En breve se quedaría sola en el mundo, destituida de parientes, de amigos respetables, de amparo, y redobló sus cuidados con la abuela, fué con ella más amable y servicial de lo que jamás había sido en su vida.
No era por cierto mucho más llevadera la situación de Don Cándido. Seguía guardando con él su esposa desusada reserva, tal que rayaba en despego, al paso que, como por pique, hacia con su hijo Leonardo dobles extremos y de cariño y ternura. Así tuviese Don Cándido la calma del buey o la paciencia de Job, por fuerza que habían de cargarle estas cosas, más, hacerle hervir la sangre, no tanto porque la madre contribuía con sus halagos intempestivos a la perversión del hijo, cuanto porque así tiraba a mortificar al padre. Tan hostigado se vio, que le dijo un día:
–Si de propósito te pusieras, Rosa, a perder al muchacho, me parece que no lo harías mejor.
–No eres tú quien puede hacerme el cargo; -contestó ella con mucho énfasis-.
–Eso no quita que yo mire con inquietud cómo la madre a posta echa a perder cada vez más al mozo.
–No creo que le importe mucho al padre que se pierda ó se salve.
–Me importa más de lo que Voz se figura, señora mía. Si no llevase mi nombre ...
–¡Lindo nombre en verdad, donoso!
–Tan bueno es como el de otro cualquiera. Para mí vale mucho.
–He aquí cómo me explico,-continuó ésta sin hacer cuenta de la salida burlona de su marido,- el odio, sí, el odio, ni más ni menos, que Voz. siempre le ha profesado a mi hijo. He aquí el verdadero motivo del empeño de Voz en separarlo de mi lado, y mandarlo a comer cebollas y garbanzos en España. Temía Voz que descubriese lo que su madre acaba de descubrir por una rara casualidad. Temía que le despreciase y tuviese a menos el llevar el nombre de Voz, al ver con sus ojos los cenagales por donde Voz ha venido arrastrándolo. Temía que se avergonzase e indignara de que su padre, no un criollo jugador y botarate, sino todo un hidalgo español, se la pegaba a su madre con una mulata sucia, que purga sus penas y pecados en un hospital de caridad.
–Espero que Voz acabe, para ...
–¿Que yo acabe espera Voz? -le interrumpió doña Rosa sonriendo desdeñosamente-. No tengo cuando acabar. ¿Para qué tampoco babia de acabar? ¿Ni qué puede decir Voz, si yo le oyera, en atenuación de su mala conducta con la mas leal y consecuente de las esposas? ¿Podría, se atrevería Voz a negar los hechos que le acusan?
–Negarlos a bulto no, explicarlos sí, y de manera que Voz misma se convenciese que no soy el malvado que su imaginación la pinta.
–No quiero oír más explicaciones. Sobrado tiempo me ha tenido Voz engañada con sus cuentos y enredos.
–Veo, pues, que Voz lo que se propone es desfogar su cólera, no dar oídos a la razón y a la justicia.
–Lo que yo me propongo, señor Don Cándido Gamboa y Ruiz, -dijo su mujer alzando la voz y con ademan solemne, es que Voz no continúe derrochando mi dinero ni el de mis hijos en querindangos y en la familia de la querida. Sobre esto y sobre la de maltratar a mi hijo para que le pague sus desengaños en amor, mi resolución está tomada: o Voz se enmienda, o yo me divorcio. [...] Con lo dicho Don Cándido se retiró a su escritorio callado y serio. Y en su retirada lo saludó doña Rosa con sinceros aplausos desde el fondo de su pecho.
Cursaban las horas, los días y las semanas y no llegaban a la ciudad letras ni noticias de Isabel Gomez, desde su partida para Alquízar. Salía Leonardo bastante preocupado de casa de las Gomez al oscurecer del 6 ó 7 de Diciembre, al propio tiempo que bajaba la calle en dirección a Teniente Rey, una mujer cubierta la cabeza con una manta oscura. Pareciéndole que la conocía, apresuró el paso, le ganó pronto la delantera, la observó de soslayo y la detuvo, visto que era Nemesia.
–¿Qué prisa es esta? la preguntó Gamboa.
–¡Ay! ¡Jesus! exclamó la muchacha. ¡Cuidado que el caballero me ha dado un buen susto!
–Si, el número 7. ¿Soy yo por ventura de ese número?
–El primerito.
–No lo creo, porque dice el refrán, que obra son amores y no buenas razones.
–¿Qué pruebas tiene el señor para decir eso?
–Muchas. Te daré una, la más reciente. El día en que me despedía de una amiga a la puerta de la casa de donde acabo de salir ¿quién trajo a Cecilia para que me viese y se celara conmigo? Tú. Nadie mas que tú.
–No lo crea el señor, -dijo Nemesia retozándole la risa en los ángulos de la boca-. Créame el caballero, todo fue una pura casualidad. Yo iba a buscar costura en la sastrería de Señor Uribe y Cecilia quiso acompañarme.
–Sí, hazte ahora la santica y la inocente. Sábes que cometes un pecado en declararme la guerra. Si lo haces porque te figuras que no hay en mi corazón amor más que para Cecilia, mira que te equivocas. Hay para ella, para la amiga en el campo y todavía queda para las, malagradecidas como tú un mundo de cariño.
–¡Lisonjero! ¡Veleidoso! -exclamó Nemesia conocidamente pagada del requiebro-. Cuidado que los hombres son malos. Solo que a mí no me gusta partir con nadie, ni ser plato de segunda mesa.
–Cecilia está brava conmigo por tí.
–Pero has escogido un mal camino para alejarme de ella. No le eches leña al fuego. Aquí, aquí, -añadió oprimiéndose el lado izquierdo del pecho con ambas manos,- aquí hay lugar para Cecilia y para su más tierna amiga.
–No. Para que yo entrar ahí, habría de ser sola, solita. No quiero compañía en el corazón del hombre que yo ame.
–¡Egoísta! -le dijo Leonardo echándole una mirada amorosa. Y se separaron-.
Había aquella oído de los labios del jóven, de quien estaba perdidamente enamorada, que cabía en su corazón juntamente con Cecilia. Tal vez la cosa no pasaba de una mera galantería. ¿Qué decimos? Leonardo sólo se propuso propiciarla, halagando de paso su vanidad femenina con la esperanza de que en cierta contingencia podría ver realizado su amoroso deseo. Más ella reflexionó, “que si cabía,” lo más difícil en su concepto, bien podría suceder que entrase acompañada y se quedase sola y dueña del campo. Así que, el descubrimiento, ademas de causarle un regocijo indecible, le confirmó más en el plan sobre cuya ejecución venía trabajando hacia algún tiempo.
Para llevarlo a debido efecto, dos medios se ofrecían a su traviesa imaginación. Con el conocimiento que tenía de los rasgos mas marcados del carácter de su amiga, -una índole eminentemente celosa, unida a una soberbia desapoderada, -juzgó Nemesia, y juzgó bien, que si excitaba a lo sumo ambas pasiones, aún cuando no lograse que rompiera con el amante, ni suplantara en el amor de éste, haría al menos que él la abandonase.
En la escena debía jugar José Dolores su hermano, un papel principal. Daba por hecho que Cecilia no le amaría nunca. Esto poco importaba; porque una vez torcidos los amantes, no seria difícil infundir celos a Gamboa, por lo mismo que en su pique con el blanco, era natural que ella se prestase a coquetear con el mulato.
Sucedió que al desembocar Leonardo Gamboa en la calle de O'Reilly, se separaba de la ventanilla de la casa de Cecilia un hombre que tenía toda la traza del hermano de Nemesia. Picó aquello su curiosidad, por lo cual, sin previo aviso, se acercó a media carrera y con la punta de los dedos levantó el canto de la cortina blanca. Detrás se hallaba Cecilia, sentada en una silla, con el codo descansando en el poyo de la ventana y su barbilla en la palma de la mano. Al reconocer a su amante en la persona que había levantado la cortinilla, no manifestó sorpresa ni alegría.
–Sí..., -le dijo él muy mortificado por lo que había visto y por la indiferencia con que ella le recibía. Sí, disimula ahora. ¿Quién la ve ahí? Parece que no quiebra un plato. ¿Qué haces?
–Nada; -contestó seca y lacónicamente-.
–No me hables con ese aire desdeñoso, despreciativo, diria, que me parece intolerable y ageno de tí y de mí. No disimules tampoco ni busques persuadirme que fué un duende y no un hombre de carne y hueso, el que acaba de alejarse de esta ventana, tras de la cual te encuentro sentada y al parecer muy tranquila.
-¡Ah! Ya, ese es otro cantar. Puede Voz haber visto un hombre parado donde está Voz ahora. Lo que yo niego y negaré siempre es que Voz le viera salir de aquí, porque él no puso los pies en esta casa.
–De todos modos salió de aquí, de este lugar, estuvo conversando contigo y necesito saber quién es y qué buscaba.
–Necesito, -repitió Cecilia con desdén-. ¡Qué guapo! ¿Ha de ser a la fuerza? Pues no lo digo.
–Tu abuela va a venir, agregó Gamboa. ¿Oyes? la vi rumbo acá en Santa Catalina; y yo no quiero que me vea. ¡Adiós! pues.. . ¡Ah! ¿ Me dirás el nombre de la persona que hablaba contigo cuando yo llegué?
–José Dolores Pimienta; contestó Cecilia en tono tan breve como solemne.
Sintió Leonardo que toda la sangre se le agolpaba al rostro y que le quemaba las mejillas, y como para mejor ocultar la impresión que le había causado aquel nombre en boca de Cecilia, se alejó de allí a toda prisa, a la sazón que los fieles salían del convento vecino. Por su parte Cecilia se dejó caer en la silla y lloró amargamente.
Llega una época en la vida de cada hombre, culpable de falta grave, en que el arrepentimiento es el tributo forzoso que se paga a la conciencia alarmada; pero la enmienda, como sujeta a otras leyes y dependiente de circunstancias externas, no siempre se cumple en la voluntad humana. Porque tiene eso de característico [la culpa], que, cual ciertas manchas, mientras más se lavan, más clara presenta la haz.
Bien quisiera Don Cándido romper de una vez con el pasado, borrar de su memoria hasta la huella de ciertos hechos. Pero sin saber cómo, sin poderlo evitar, cuando más libre se creía, sentía, puede decirse así, en sus carnes, el peso de los grillos que le ataban al misterioso poste de su primitiva culpa, Mucha parte tenían en esto los testigos y cómplices de ella. Las recordaba en su memoria sin cesar y se la ponían delante a donde quiera que tornase los ojos.
Esta vez no lloró Cecilia. Con el corazón partido de dolor, en silencio vió alejarse a Leonardo. No abrió los labios para llamarle ni consintió que sus lágrimas al verlo ir, viniesen a revelar la angustia de su alma, dando así, a sus propios ojos, muestra indigna de flaqueza. Antes que rendirse al rigor de la suerte, creyó la soberbia muchacha que debía armarse de valor a fin de tomar señalada venganza de su ingrato amante. Dicho y hecho, apenas se alejó de su lado, se vistió, después continuó derecho a casa de Nemesia. Conociendo ella bien las entradas y salidas, no tocó en ninguna puerta, sino que pasó de la calle al cuarto de su amiga, a quien sorprendió muy afanada cosiendo una pieza de sastrería, delante de una mesita de pino, a la luz dudosa de una vela de sebo de Flandes, en un candelero de hoja de lata.
De este número fue un negro de talla mediana, algo grueso, de cara redonda y llena, con grandes entradas en ambos lados de la frente, el negro de las entradas se hizo el blanco de las miradas de todos, desde que puso el pié en el baile. Dos ó tres veces se acercó al grupo que galanteaba o adoraba a Cecilia Valdés, a la más hermosa de las mujeres de aquella reunión heterogénea, la contempló de reojo largo rato y luego se alejó con visibles muestras de despecho.
Se separo Leonardo Gamboa de su familia después del almuerzo en la dehesa o potrero del Hoyo Colorado, y en la amable compañía de Diego Meneses tomó po entre Vereda Nueva y San Antonio de los Baños, la vuelta de Alquízar, rumbo al sudoeste de su punto de partida.
Asomaba entonces el sol por un ángulo de la casa, alumbrando una parte del jardín y proyectando la sombra de aquella y de los árboles por largo trecho sobre el espacioso batey de la finca.
Como las Gardenias siguen siendo frescas y de poco sol, propuso Isabel a sus amigos una breve visita al jardín fronterizo de la casa. Ese era su Edén. Más tarde la visita a los jardines la extendió Isabel a una excursión a caballo de los cuatro jóvenes por los cafetales vecinos. Sentía ella la necesidad de distraerse, más aún, de aturdirse con el continuó movimiento. Aparte de que no la había dejado satisfecha su explicación de la víspera con Leonardo, le dolía alejarse del apacible hogar y del amoroso padre, y ya la acometía aquella especie de fiebre, síntoma infalible de la extraña dolencia conocida por nostalgia. Así cursó el 23 de Diciembre y vino la melancólica mañana del 24.
Bajo más de un concepto era una finca soberbia el ingenio de La Tinaja; calificativo que tenía bien merecido por sus dilatados y losados campos de cañamiel, por los trescientos ó mas brazos para cultivarlos, por su gran boyada, su numeroso material móvil, su máquina de vapor con hasta veinte y cinco caballos de fuerza, reden importada de la América del Norte, al coste de veinte y tanto mil pesos, sin contar el trapiche horizontal, también nuevo y que armado allí había costado la mitad de aquella suma.
Mientras en un extremo del pórtico ocurría la escena trazada ya, tenía lugar en el opuesto otra muy diversa. Formaban aquí grupo animado é interesante las señoritas Gomez, junto con las dos más jovenes de Gamboa, rodeadas por el medio círculo de los caballeros que las galanteaban o admiraban. Todos en pié. Las señoras apoyadas de espaldas en la barandilla y los caballeros pendientes de los labios de Rosa Gomez, que en pocas palabras, llenas de gracia y gráfica expresión, describía los pequeños incidentes del viaje, su mal manejo parte del camino, y sus propias impresiones.
Es de consignarse aquí, sin embargo, que no todas las señoras presentes se unieron al coro a que antes se ha aludido. Doña Juana, al contrario, apartó los ojos para no ver, ya que la política la vedaba retirarse y era fatal el oir los latigazos y los quejidos sordos de las víctimas. En igual caso se hallaban las sobrinas de esta señora y las dos hijas menores de Gamboa; pero estas tuvieron siquiera el arbitrio de refugiarse en el patio. Allá las seguían Meneses, Coceo y Leonardo, a tiempo que Don Cándido llamó a este último y le ordenó acompañar al médico al hospital y se informase menudamente de lo ocurrido con el preso.
Según es de suponer, mucho antes que de costumbre, estaban en movimiento toda la familia y las visitas en la casa de vivienda del ingenio de La Tinaja. El sitio que ofrecía más desahogo y sombrío era el pórtico, y allá acudieron todos. El sol hería la casa por la espalda, proyectando la sombra por largo trecho adentro del batey, donde, entre las ocho y las nueve de la mañana, se hallaba tendida la dotación en
No bien se retiraron los contra-mayorales cargados con las provisiones para ellos y sus compañeros, siempre por medio del mayoral hizo comparecer en su presencia al negro que denominaban Chilala. Acercóse despacio y con bastante trabajo, clamando, como le estaba ordenado: Aquí va Chilala, cimarron.
Declinaba a toda prisa la tarde. Allá, por el rincón más apartado del batey aún se oía el rudo tambor con que los negros se acompañaban el melancólico canto y el baile salvaje de su país natal. Acá, por la casa de ingenio había gran agitación y ruido. Las torres o chimeneas de los hornos para hacer vapor y calentar las pailas del tren Jamaiquino, lanzaban al aire columnas de humo negruzco y espeso.
Impaciente y desazonado el maestro de azúcar, aguardaba la corriente del guarapo que debía poner a prueba su habilidad en hacer ese dulce con caña molida según un nuevo sistema. Por su parte los negros del cuarto de prima, miraban recelosos y azorados los preparativos que se hacían para resolver el problema de hacer azúcar sin necesidad de las ariscas mulas ni de los cachazudos bueyes.
Cerraba la guarda-raya que recorrían los paseantes, un bosque alterado, que servia de línea divisoria entre el ingenio de La Tinaja y el de La Angosta del otro lado. Según recordaba Leonardo, debía de haber una vereda que atravesaba dicho bosque, y siguiendo la cual podía llegarse a la finca del Conde de la Fernandina, en la mitad del tiempo que se emplearía en caso de ir por el camino real o de la Playa. La vía naturalmente era muy estrecha y estaría en parte obstruida por ramas bajas y espinosas de los árboles y plantas trepadoras, en las cuales bien podían dejar las señoras, como se descuidasen, pedazos de sus vestidos. Esto entendido, les propuso acometer la ardua empresa. Rabia novedad en la propuesta, por lo mismo que se corría peligro; razón de más para que las señoritas, ganosas de aventuras, la aceptasen de plano y aún con entusiasmo.
Penetraron todos en el sombrío bosque, llenos de alegría. Pero apenas anduvieron corto trecho, uno detras de otro, abriéndose paso a veces con las manos, cuando tuvieron que detenerse. Empezó a sentirse un hedor fuerte, como de cuerpo muerto; y en seguida descubrieron una vasta congregación de auras tiñosas, rindiendo con su peso las ramas de los árboles que servían como de arcos triunfales a la vereda. La causa de su amenazadora actitud, se echó luego de ver: se entretenían en devorar el cadáver de un negro, colgado por el pescuezo de la rama de un árbol a orillas de la vereda, a interrumpidas en lo más interesante del festín, manifestaban su indignación de la manera dicha.
«Des pues de almorzar, el amo salió y se metió en la calesa. Yo seguí detrás de él para ir a pié. Pero me hizo subir y me sentó a su lado. Me quedé sorprendida. ¡Sentarme el amo en los cojines de la calesa, cuando los negros solo se sientan en el pesebron! Luego ordenó a Pío que arreara para allá fuera. ¿Qué será? ¿qué no será? Pensaba yo. Salimos por la puerta de Tierra, cogimos la calzada de San Luis Gonzaga todo derecho y no paramos hasta unas pocas casas de la esquina del Campanario Viejo. Delante de una de dos ventanas de hierro y zaguan, mandó parar el amo junto a otra calesa vacía que se hallaba a la puerta. Creí que allí vivía el médico o el padre de la niña a quien iba a criar. El amo se apeó y me dijo: Apéate. Entró en el zaguan y yo atras de él. Entonces ví que había un torno grande, como para meter niños, en la pared de la derecha y que la vista del patio la ocultaba un cancel alto, con una puerta en medio.
¡Qué había de dormir ni de reposar Cecilia! No bien abrieron las puertas de la ciudad y comenzó a oírse en las calles el cencerro desconchado de los arrieros de carbon, corrió en demanda de su cara amiga Nemesia para que se quedara al cuidado de la enferma mientras ella iba por el médico en la calle de la Merced. Días antes le había dado la abuela a prevención las señas de la morada del Galeno, con estas palabras: casa de azotea con una ventana de reja de hierro, puerta colorada de zaguan, en medio de la cuadra, acera del sur. No se equivocó la nieta, pero estaba cerrada y en silencio. ¿Qué hacer en aquellas circunstancias? El caso urgía y se decidió a llamar. Pegó un aldabazo y esperó en grande ansiedad el resultado.
José Dolores Pimienta, Uribe y algunos otros arrojaron un puñado de tierra sobre el ataúd de la que fue en vida Josefa Alarcón y Aleonado, no menos distinguida por su belleza, que por sus desgracias, su ardiente amor de madre y prácticas religiosas de sus últimos años; y el primero, que hacia de cabeza del duelo, a darles las gracias a sus amigos y despedirlos, no pudo evitar que se le humedecieran los ojos, acaso porque se le vino a la mente en aquel instante el cuadro de su idolatrada Cecilia, transida del dolor y desmayada en brazos de Nemesia.
Se interrumpió a lo mejor el diálogo de los amantes, por la llegada de Nemesia, quien sintió gran disgusto de los presente. De Cecilia, porque así quedaba sumergida en el mar de confusiones, respecto de su suerte futura, quien le había arrojado la muerte repentina de su abuela. Con disgusto de Leonardo, porque después de lo averiguado acerca de la posición de Cecilia en aquella casa, comprendió que debía sacarla de ella cuanto antes so pena de perderla para siempre, y no había tenido tiempo de arreglar con su acuerdo el nuevo plan de vida. Por su parte Nemesia también experimentó un vivo disgusto; porque sin más argumento ni prueba que la presencia allí del temible rival de su hermano, cuando le creía más distante y olvidado de Cecilia, quedó convencida que ni los celos en ella, ni la ausencia en él, habían obrado el milagro de trocar en odio, siquiera en indiferencia, el profundo afecto que se profesaban los dos. -¡Pobre José Dolores! -exclamó Nemesia entre sí-. De esta la perdiste. ¡Tontos de nosotros que nos habíamos halagado con la esperanza de que se quedaría en el monte!
–Está de Dios, hijo, que no ha de ser tuya Cecilia; -dijo Nemesia con gran sentimiento a su hermano cuando volvió de la sastrería-.
Había llegado el momento de poner el plan ideado por Don Cándido antes de visitar el campo. La muerte de doña Josefa había arrojado a Cecilia en brazos de Leonardo, el cual, sabia su padre, no era tan simple ni tan virtuoso, que desaprovechase la ocasión que se le presentaba, de tomarla por manceba, con achaque de ampararla.
–¡Cuánto me alegro, señor Don Cándido de oírle! ¡Estoy encantado, sorprendido! ¿Pues no ha de llamarme la atención y complacerme, si desde que presido en este tribunal de justicia, por disposición soberana, ha mas de un año, es voz el primero que se acerca a él en queja semejante? No es que no ocurran en la Habana casos iguales, no; ocurren a millares; es que tales son la ignorancia y la relajación de las costumbres, que sólo se consideran delitos los atentados contra la vida y la propiedad ajena, aquellos a que se sigue daño inmediato de la persona o de los bienes del vecino.
A pretexto de tener que sacar a cierto amigo de un compromiso de honor, logró Leonardo que su bonísima madre le hiciese un préstamo irredimible de cincuenta onzas de oro, de su caja particular.
Dicho lo cual, partió enojadísimo camino de su casa. En la noche se apareció en el Teatro de la Ciudad en busca de un hombre, cuyo puesto en el teatro sabía de antemano, pues como Alcalde Mayor debía presidir la función, desde el palco central en el segundo piso. Según calculó Leonardo a poco de concluido el primer acto, sintió pasos mesurados a través del salón, luego una mano que se posaba en sus hombros y de seguida una voz, que en tono dramático declamaba:
–¡Mi amigo! -exclamó el joven con sonrisa irónica-. Creía que lo eras, pero me he desengañado que eres mi peor enemigo.
Produjo una verdadera revolución la entrada de Cecilia en la casa de las Recogidas. Su juventud, su belleza, sus lamentos, sus lágrimas, los motivos mismos de su prisión, <supuestos hechizos empleados para seducir a un joven blanco de familia millonaria de la Habana,> todo concurrió para inspirar curiosidad, simpatía o admiración en las mujeres de varios colores y condiciones que cumplían términos más o menos largos de condena.
El guardador se encontraba haciendo su ronda y en uno de esos momentos se le apareció María de Regla, con achaque de venderle frutas del tiempo y conservas; negocio en que se ocupaba entonces. El hombre no queria comprar ni enredarse en una conversación que podia distraerle de sus agridulces pensamientos. Pero no por eso desistió de su propósito la vendedora.
Cecilia era y ha sido siempre de él a pesar de la tenaz oposición de su padre. Al haber pagado tan alta suma de dinero, pudo al fin liberar a Cecilia y de la prisión la condujo a la casa que había alquilado en la calle de las Damas, ofreciéndole a Cecilia para su cuidado a María de Regla. No parecía que hubiese hombre más feliz sobre la faz de la tierra. Aún cuando todo esto se ejecutó con entera reserva de Don Cándido, nada ocultó Leonardo de doña Rosa.
Volando pasaba el tiempo con inconcebible rapidez. A fines de Agosto tuvo Cecilia una hermosa niña, suceso que, lejos de alegrar a Leonardo, parece que sólo le hizo sentir todo el peso de la grave responsabilidad que se había echado encima en un momento de amoroso arrebato.
No faltó quien comunicara a Cecilia la nueva del próximo enlace de su amante con Isabel Gomez. Renunciamos a pintar el tumulto de pasiones que despertó en el pecho de la orgullosa y vengativa, mulata. Basta decir, que la oveja de hecho se transformó en leona.
Inútil advertencia. El músico ya había doblado la esquina de la calle de las Damas. Ardían numerosos cirios y bujías en el altar mayor de la iglesia del Santo Angel Custodio. Algunas personas se veían de pié, apoyadas en el pretil de la ancha meseta en que terminan las dos escalinatas de piedra. Por la que mira a la calle de Compostela subía un grupo numeroso de señoras y caballeros, cuyos carruajes quedaban abajo.
Lejos de aplacar a doña Rosa el convencimiento, de que Cecilia Valdés era hija adúltera de su marido y media hermana por ende de su desgraciado hijo, eso mismo pareció encenderla en ira y en el deseo desapoderado de venganza. Persiguió, pues, a la muchacha con verdadero encarnizamiento y no le fue difícil hacer que la condenaran como cómplice en el asesinato de Leonardo, a un año de encierro en el hospital de Paula. Por estos caminos llegaron a reconocerse y abrazarse la hija y la madre; habiendo ésta recobrado el juicio, como suelen los locos, pocos momentos antes de que su espíritu abandonase la mísera envoltura humana.
Por lo que hace a Isabel Gomez, desengañada de que no encontraría la dicha ni la quietud del alma en la sociedad dentro de la cual le tocó nacer, se retiró al convento de las monjas Teresas ó Carmelitas y allí profesó al cabo de un año de noviciado.