Estimulada la codicia de Montes de Oca con un espléndido regalo, no hubo dificultad en que despachara la certificación, ni en que aceptara el encargo de la mensualidad. Pero aún quedaba el rabo por desollar. ¿Cómo librar a Cecilia Valdés de los lazos que la tendian a su hijo Leonardo? Ellos se amaban con delirio, se veían a menudo, no bastaban a separarlos los regaños a ella de la abuela; ni las amenazas a él, por medio de doña Rosa, de Don Cándido. No había pues mas remedio que embarcar al galán y echarlo del país, o que secuestrar a la dama y ponerla donde no se viese ni se comunicase con él. Lo primero no había que pensarlo siquiera: doña Rosa se opondría con todas sus fuerzas. Lo segundo, era riesgoso en alto grado y estaba rodeado de dificultades casi insuperables. Tales eran los pensamientos que más preocupaban el ánimo de Don Cándido y le hacia sufrir las torturas del infierno, por la época que vamos historiando. Ahora bien ¿convenía proceder desde luego al secuestro de la muchacha? Convenía, más no era de urgente necesidad en aquel momento, por dos razones principales, a saber: porque vivía la abuela, aunque achacosa y decadente; y porque dentro de dos semanas marcharía la familia a pasar las pascuas en el ingenio de La Tinaja y se había acordado que Leonardo fuese en la partida.
–No debe la señorita ir sola, dijo José Dolores.
–Nadie me comerá, pierda Voz cuidado. No se moleste Voz ¡Adiós!
No obstante su negativa, el musico y su hermana acompañaron a Cecilia hasta la puerta de la casa en que vivía. Con la frase baile de etiqueta o de corte, se quiso dar a entender uno muy ceremonioso, de alto tono, y tal, que ya no celebraban los blancos, ni por las piezas bailables, ni por el traje singular de los hombres y de las mujeres. Para entrar y tomar parte en la fiesta no bastaba el traje especial de los hombres, era preciso venir provisto de papeleta, la que debía presentarse en el zaguán a la comisión allí constituida para recibirla y aposentar a las mujeres. Se observó esta medida estrictamente al principio; pero tan luego como llegó la hora de bailar, Brindis y Pimienta, principales aposentadores, delegaron el encargo en sujetos menos escrupulosos y rectos. A semejante descuido se debió el que, tarde de la noche, penetrasen algunos individuos, que, si bien en traje de ceremonia, no presentaron papeleta ni eran artesanos tampoco.
De este número fue un negro de talla mediana, algo grueso, de cara redonda y llena, con grandes entradas en ambos lados de la frente, el negro de las entradas se hizo el blanco de las miradas de todos, desde que puso el pié en el baile. Dos ó tres veces se acercó al grupo que galanteaba o adoraba a Cecilia Valdés, a la más hermosa de las mujeres de aquella reunión heterogénea, la contempló de reojo largo rato y luego se alejó con visibles muestras de despecho.
Cualquiera mediano observador pudo advertir que, a vueltas de la amabilidad empleada por Cecilia con todos los que se le acercaban, hacia marcada diferencia entre los negros y los mulatos. Con estos, por ejemplo, bailó dos contradanzas, con los primeros solo minués ceremoniosos. Pero dio amplia rienda a su innato exclusivismo, cuando se la presentó el negro de las entradas profundas y le rogó le admitiera como pareja para una danza o un minué. Eso sí, no llevó su negativa hasta él no áspero y seco, le dio sus razones para no bailar con él, que tenía comprometida la siguiente pieza, que se sentía muy cansada, etc.
El hombre avanzó hasta tocar con la barba en el hombro de Cecilia, a la cual sin más preliminar le dijo:
–¿Con que no me ha creído la niña digno de ser su compañero esta noche?
–¿Qué dice Voz? -preguntó Cecilia más asustada que antes-.
–Digo, -continuó el negro, echando una mirada siniestra a Cecilia-, digo que la niña me ha hecho un desaire.
–Si lo cree Voz así le pido mil perdones, porque no he tenido tal intención.
–Yo no me equivoco. Sé lo que digo, como sé quien es la niña.
–Bastante hemos hablado; -le interrumpió Cecilia volviéndole la espalda-.
–Como la niña guste, -continuó él altamente irritado-; más déjeme decirle que baje un poco el cocote, porque si su padre es blanco, su madre no es más blanca que yo, y ademas, la niña es la causa de que me vea separado de mi mujer por más de doce años.
–¿ Y yo qué tengo que ver con eso?
–Debía de tener algo, pues mi mujer ha sido la verdadera madre de la niña como que la crió desde que nació, no pudiendo criar a la niña su madre por estar loca ...
–El loco es Voz;-exclamó Cecilia en alta voz-.
Nemesia y doña Clara rodearon entonces a su amiga y trataron de llevársela para la sala. Pero se detuvieron al ver a Rolando, a Uribe, al oficial de éste y al mismo José Dolores Pimienta (bajo cuya protección implícita estaba Cecilia), que oyeron el grito y acudieron presurosos para averiguar lo que pasaba. El último nombrado fue el primero á preguntarle.
–Nada. Ese moreno, -dijo ella con soberano desprecio-, se ha empeñado en tener un lance conmigo ... como me ve mujer.
–¡Cobarde! -gritó Pimienta, convertido de repente en león en vez de cordero.
Y se abalanzó al desconocido para castigarle; pero hurtó el cuerpo y se puso en· guardia. En este punto intervinieron Rolando, Uribe y el oficial de sastre; sin cuya presencia, de seguro que se arma una riña
sangrienta entre el galante músico y el desconocido de las grandes entradas. El oficial dicho le dió el nombre de Dionisia Gamboa, y habiéndole rodeado todos poco a poco fueron empujándole hasta ponerle materialmente de patitas en la calle.
Afectaron un tanto a Cecilia la conducta y sobre todo las palabras del negro de las entradas. Daba la casualidad que cuanto dijo respecto de sus padres, coincidía extrañamente con lo que ella misma había antes oído y sospechado. El lenguaje misterioso que empleaba la abuela, siempre que del caballero que las favorecía se trataba, era bastante para hacerla pensar a veces que debía de tener con ella alguna otra
relación que la de un mero galanteo, aún cuando no le pasara por la mente que fuese su padre el padre de su amante. Este no la amaría ni la prometería union eterna, si supiera, como debía saberlo, que ligaba a los dos tan cercano parentesco. Por lo tocante a su madre, la abuela, mejor autoridad que el cocinero de Gamboa, si bien no la aseguró jamas que hubiese muerto, no la afirmó tampoco que viviese, menos aún que estuviese loca. La mujer enferma a quien doña Josefa solía visitar en el hospital de Paula, según lo poco que se le había escapado de los labios en momentos de vivo pesar y honda tristeza, no era hija suya, siquiera sobrina; tal vez pariente de pariente de una amiga íntima de la mocedad. El cocinero Dionisia Gamboa ó Jaruco estaba por fuerza equivocado, repetía meros rumores, hablaba de memoria.
En tal virtud, y teniendo en cuenta la edad y carácter alegre de Cecilia, no es de extrañarse, que, tras pasajera preocupación, se entregase de nuevo en brazos de los placeres que le brindaba el baile.
Después del ambigú y de otra danza, entre las doce y la una de la madrugada, terminó el baile y cada cual marchó para su casa.
Se separo Leonardo Gamboa de su familia después del almuerzo en la dehesa o potrero del Hoyo Colorado, y en la amable compañía de Diego Meneses tomó po entre Vereda Nueva y San Antonio de los Baños, la vuelta de Alquízar, rumbo al sudoeste de su punto de partida.
Leonardo Gamboa y su amigo, con los caballos algo sofocados, cubiertos ya unos y otros del polvo bermejo y sutil de la tierra llana, avistaron los linderos del cafetal La Luz, perteneciente a Don Tomás Gomez, en desviándose de la avenida que traían, alcanzaron a ver a las hermanas penetrando en lo más intrincado del jardín, allí donde los rosales de Alejandría, los jazmines del Cabo y las clavellinas, competidores de los más bellos de que se precian Turquía y Persia, si no acertaban a envolverlas con sus ramas, sin duda que las envolvían con sus emanaciones aromáticas.
Tambien las jóvenes, por las pisadas de los caballos, se apercibieron de la presencia de los viajeros, reconociéndolos, especialmente al primero que puso pié a tierra, abandonando la montura a su albedrío, y fue Leonardo Gamboa. Rosa, mas jóven y cándida que la hermana, hizo una exclamacion involuntaria de alegria; Isabel experimentó sentimiento opuesto.
Aquella tarde y noche Isabel se dedicó a obsequiar y atender a Meneses; aunque no veía el momento de conciliación con Leonardo. Entre tanto juntos los cuatro fueron al encuentro de doña Juana y del señor Gomez, que venían a saludar a los recién llegados. De seguidas una criada avisó a Isabel que el mayoral la esperaba en el otro lado del pórtico. Pidió ella permiso a los huéspedes.
¿Quien era el mayoral? Un negro como un trinquete, del color de la pez, cari-ancho, de aspecto franco y mirada inteligente. No bien se apareció su ama, la hizo una genuflexión, para pedirle su bendición, porque él mismo acababa de dirigir el rezo de sus treinta o más compañeros en medio del batey, a la luz de las estrellas.
–Niña, -le dijo-, aquí está la cuenta de lo barriles llenados hoy.
–Está bien, Pedro; -repuso Isabel-. No hay para qué estropear las matas, ni que tumbar el grano verde. Seria mucho menor la zafra el año entrante, si eso se hiciera. Escúchame, Pedro, con atención. Mañana bien temprano pon toda la gente a limpiar el batey y las guardarayas principales hasta las nueve. Tenemos visitas y quiero que todo esté aseado y bonito. Por la tarde es preciso que unos pilen y avienten el café seco, y que otros, las mujeres y los más débiles, a escoger. El caso es aviar todo el pilado y aventado mañana mismo, si es posible.
–Así será, niña.
–¡Ah! Lo principal se me olvidaba, -agregó Isabel en tono triste- .. A Leocadio que dé bastante maíz y yerba al trio moro y al trio dorado, porque tienen que emprender largo viaje pasado mañana.
–¿Va a salir el amo?
–No, tia Juana, Rosita y yo, que vamos a pasar las pascuas en Vuelta Abajo. Bueno, confío en tí, Pedro. Es un gran descanso para nosotros, cuando salimos, dejar el cuidado de la casa y de la finca a un hombre tan racional y honrado como tú.
Volviendo de su breve diálogo con el mayoral, encontró Isabel puesta la mesa para la cena en medio de la sala. Serian las ocho de la noche. [...] Tras la cena y una conversación agradable, se levantó Don Tomás y se retiró a su cuarto, recomendando a sus hijas no detuvieran mucho a los huéspedes, quienes por fuerza estarían cansados y desearían reposar de las fatigas del viaje.
Por razones que es fácil corregir, las señoras no siguieron desde luego el ejemplo del amo de la casa. Los jóvenes no sentían inclinación ninguna a separarse por el resto de la noche, sin comunicarse, con una palabra, con una mirada aunque fuese, algo de lo mucho que bullía en sus cabezas. Así es, que por instinto casi, después de la cena, volvieron al pórtico fronterizo, y emprendieron paseos de arriba a bajo, en dos grupos, el de Isabel con su tía y Meneses y el de Rosa y Leonardo a retaguardia.
Parecía que Isabel se proponía monopolizar por el resto de la velada la conversacion y la sociedad de Diego Meneses. La misma sospecha y con igual copia de razones podía abrigar Isabel respecto de su hermana menor, dado que desde el principio se apropió las intenciones y compañía de Leonardo. Más ninguno de los jóvenes estaban satisfecho de sí mismo ni del otro. Esta era la verdad, de suerte que se cansaron de los paseos mas pronto de lo que podía razonablemente esperarse, solo que en vez de sentarse, se apoyaron como por acaso en la barandilla, quedando, también casualmente, cual deseaban en secreto, Isabel al lado de Leonardo, Rosa al de Meneses, y doña Juana fuera del grupo.
Había volado el tiempo. Diego Meneses, no obstante, sabedor de que a la ocasión la pintan calva, supo aprovecharla lo que bastaba para hacer a Rosa una formal declaración de amor. Ella que no había escuchado antes un: “te amo, Rosa;” dicho con intención y con fuego. Ella, que se sentía atraída hacia aquel joven, como la aguja al imán, como la avecina a la serpiente, no pudo desviar la atracción, deshacer el encanto, no encontró a mano gesto, palabra, ni ardid para negar que había sucumbido y que también amaba a su tentador desde la primer temporada que pasaron juntos en el cafetal La Luz.
Como novia de Cupido desde la víspera, Rosa Ilincheta, por el temor pudoroso de encararse con su cómplice a la clara luz del día, retardó cuanto pudo su salida del tocador. Pero Isabel tenía obligaciones que llenar y bien temprano apareció en el pórtico del sur de la casa, con la sombrilla en la mano derecha, una cesta calada al brazo izquierdo por el aro, y por todo abrigo el pañolón de seda bordado de realce.
Asomaba entonces el sol por un ángulo de la casa, alumbrando una parte del jardín y proyectando la sombra de aquella y de los árboles por largo trecho sobre el espacioso batey de la finca.
Había sido abundante el rocío de la madrugada. Empapado estaba el césped, apagado el polvo bermejo de los caminos y las hojas de las plantas y las corolas de las flores, cuajadas de menudos aljófares; otros tantos prismas que descomponían la luz del almo sol, al recibirla de soslayo.
Echó Isabel una mirada inquisitiva por todo el país desplegado ante ella y se aventuró fuera del pórtico; porque desde allí, echó de ver una rosa de Alejandría, que acababa de abrirse al dulce calor solar en el cuadro del sudeste del jardín. La cortó sin punzarse ni mojarse y cuando se adornaba con ella la espléndida trenza de sus cabellos, volvió maquinalmente los ojos hacía la casa y le pareció que uno de sus huéspedes la observaba desde el postigo de la ventana del cuarto, en el extremo del pórtico, donde en efecto se habían los dos alojado. Era Diego Meneses, que por no haber disfrutado de sueño tranquilo, dejó la cama desde el amanecer y aspiraba el puro ambiente del campo, a la sazón que Isabel apareció en medio de sus espléndidas flores.
De tal modo la turbó este incidente, que por breve rato estuvo indecisa entre si volvía atrás, o seguiría adelante, porque los actos de adornarse el cabello y de mirar para la casa, magüer que inocentes y casuales, podían interpretarse de diversas maneras, y ella huía tanto de la frivolidad como de la necia coquetería. Pero tenía que salir y salió con firme paso.
Por lo demás, se notaba bastante movimiento en todo el batey. De los esclavos de ambos sexos, quienes recogían con sus guatacas o azadones las hojas secas y briznas del suelo; quienes con los mismos instrumentos rozaban la yerba de los caminos. Ninguno de los que pasaban al alcance de Isabel, dejaba de darle los buenos días y de pedirle su bendición, doblando la rodilla en señal de sumisión y respeto.
Seguía Diego Meneses con la vista los pasos de su amiga, y como hombre civilizado, no estaba dispuesto a conceder nada sobrenatural en ella, sí creía, como los demás, que era una mujer extraordinaria. Desde su puesto de observación, daba cuenta fiel de lo que veía u oía a Leonardo, quien continuaba en la cama descansando y gozando de las finísimas sábanas cargadas de encajes y perfumadas con los pétalos de las rosas de Alejandría, obra toda de las industriosas manos de Isabel.
Decía Meneses a Gamboa, entre otras cosas:
–Es mucha mujer esa, amigo.
–¿No te lo decía yo? -contestaba éste satisfecho-.
–Vale un Perú. No se ven muchas como ella por ahí.
–¿Quieres cambiar? La cambio pelo a pelo por Rosa. Vamos.
–No te burles, compadre, -contestaba Diego serio-. Que reconozca en Isabel prendas raras, dignas de encomio, no quiere decir que me guste más que otras mujeres, ni que esté prendado de ella. Pero la verdad es que cada vez me convenzo mas de que tú no te la mereces.
–¡Pues qué! ¿Te figuras que ella es mejor que yo? -replicaba Leonardo herido de la observación de su amigo-. Te equivocas, chico, de medio a medio. Ten presente que Isabel es hija de un antiguo empleado del gobierno, empleado cesante, un cafetalista arruinado, un pobretón, en suma; mientras que mis padres tienen potreros, cafetal, ingenio, son hacendados ricos y hacen diferente papel en la Habana. ¿Está Voz?
–Estoy..., sólo que no me referí a nada de eso cuando te dije que no te merecías esa muchacha. Hablando en plata, Leonardo, tú no la quieres.
–¿Por qué supones que no la quiero?
–¡Qué! ¿Acaso no tengo ojos? Desde que llegamos vengo observando tus acciones y palabras y nada en tí me persuade que amas a Isabel.
–¡Hombre! Diego, te diré francamente lo que me pasa; dijo Gamboa tras breve rato de silencio. No siento por Isabel aquella pasión ciega y ardiente que sientes tú, por ejemplo ... por Rosa.
–Dí mejor, -le atajó prontamente Meneses-, que lo que tú sientes es por Ceci ...
–¡Calla! -exclamó Leonardo alarmado y medio incorporándose en la cama-. No se mienta la soga en casa del ahorcado. Te pueden oir: las paredes oyen. Ese nombre es vedado aquí.
–Poco importa un nombre. Es muy común y no creo que Isabel lo haya oído en su vida.
–Probable es que no, pero por el hilo se saca el ovillo, cuanto más que Isabel no tiene pelo de tonta.
–Y ahora que viene al caso ¿cómo te has compuesto respecto a la escena delante de la casa de las Gómez en el momento de la partida de Isabel?
–Creo que sospecha algo y tengo para mí que sus primas le han contado o escrito sobre eso algún cuento. Ello es que Isabel se muestra recelosa y al parecer muy sentida conmigo.
–No dudo que las primas hayan despertado sus celos. La cosa fué, no obstante, muy clara, para que se dejase alarmar Isabel y sospechar lo mismo que tú y yo sabemos. ¡Qué osadía la de aquella muchacha!
–¿Qué quieres? La cegó el demonio de los celos, comprometiéndome a los ojos de Isabel y de sus primas. No puedes imaginarte cuánta fue mi vergüenza.
–Lo considero. Yo, en tu lugar, escondo la cara bajo siete estados de tierra. Más ¿de dónde sacó Isabel que podía haber sido tu hermana Adela?
–Ahí verás, Diego. Con todo, si bien recuerdas, se parecen mucho a primera vista.
–Ya había hecho yo la misma observación. ¡Qué malo que tu padre tuviese que ver con semejante parecido!
–¿Quién sabe? A él le gusta la canela tanto como a mí. No tendría nada de extraño, que andando a salto de mata, como solía cuando mozo, hubiese dado un tropezón ... Lo que es de Ceci.... está que se le cae la baba. Me consta.
–Luego no puede ser su padre.
–¡Qué había de serlo! Ni pensarlo. ¡Disparate!
–Pues por ahí se corre que lo es.
–Habladurías de las gentes, Diego. ¿Concibes que estaría enamorado de ella si me ligasen esas relaciones de parentesco con ella?
–Quizas lo ignore, porque como tú dices, fue todo a consecuencia de un tropezón. Quizas también la cela de tí sabedor del parentesco que media entre ustedes dos. Cuando el rio suena ...
–En este caso, el río no lleva agua ni piedra. Sólo por que da la casualidad que se parecen mucho C.... y Adela, se encapricha la gente y habla ... Lo que te sé decir es que él me ha hecho pasar mas sustos que pelos tengo en la cabeza. Cuando menos lo espero me doy con él cantero en la piedra. Casi me causa doble inquietud el músico Pimienta. Lo único que me tranquiliza por esta parte, es que ella desdeña tanto a los viejos, como desprecia a los mulatos.
–No te fies, sin embargo. Cosa sabida es que hijo de gato ratón caza, y que por donde salta la madre salta la hija. Mas volviendo a nuestro cuento, el resultado de estas misas es que tú no estás en el mejor pié con Isabel.
–No. Como te decía, ella sospecha algo, o alguien le ha predispuesto contra mí. Isabel, es, ademas, muy perra para explicarse con franqueza, yo soy punto menos, de modo que así irémos pasando hasta que Dios quiera, o ella deponga el orgullo y se reconcilie conmigo.
–Esa misma conformidad tuya, -observó Meneses-, me confirma en la creencia de que tú no amas a Isabel.
–O yo no me he sabido explicar, o tú no me entiendes, Diego. No habiendo puntos de comparación bajo ningún concepto entre las dos mujeres, no puedo querer a la una como quiero a la otra. La de allá me trae siempre loco, me ha hecho cometer más de una locura y todavía me hará cometer muchas más. Con todo, no amo a esta, ni la amaré nunca como amo a la de la ciudad .. Aquella es toda pasión y fuego, es mi
tentadora, un diablito en figura de mujer, la Venus de las mulata ¿Quién es bastante fuerte para resistírsele? ¿Quién puede acercársele sin quemarse? ¿Quién al verla no más no siente hervirse la sangre en las venas? ¿Quién la oye decir: te quiero, y no se le trastorna el cerebro, cual si bebiera vino? Ninguna de esas sensaciones es fácil experimentar al lado de Isabel. Bella, elegante, amable, instruida, severa, posee la virtud del erizo; que punza con sus espinas al que osa tocarla. Estatua, en fin, de mármol por lo rígida y por lo fría, inspira respeto, admiración, cariño tal vez, no amor loco, no una pasion volcánica.
–Y pensando como piensas, Leonardo, ¿te casarás con Isabel?
–¿Por qué no? Precisamente así es cómo debe buscarse la mujer para esposa. El que se casa con Isabel está seguro de que no padecerá de ... quebraderos de cabeza, aunque sea mas celoso que un turco. Con las mujeres como Cecilia el peligro es constante, es fuerza andar siempre cual vendedor de yesca. No me ha pasado jamas por la mente casarme con la de allá, ni con ninguna que se le parezca, y sin embargo, aquí me tienes que me entran sudores cada vez que pienso que ella puede estar coqueteando ahora mismo con un pisaverde o con el mulato músico.
–Lo que prueba, amigo mio, que no hay forma de servir a dos amos.
–En negocios de amores, o galanteos, se puede servir hasta a veinte, cuanto y más a dos. La de la Habana será mi Venus citérea, la de Alquízar mi ángel custodio, mi monjita Ursulina, mi hermana de la caridad.
–Es que no se trata aquí de amores ni de meros galanteos, se trata de amar mucho a una y de casarse Con otra que no se ama tanto.
–Ya veo que tú no entiendes de la misa la media. Para gozar mucho en la vida el hombre no debe casarse con la mujer que adora, sino con la mujer que quiere. ¿Entiendes ahora?
–Entiendo que tú no has nacido para casado.
Prosiguiendo Isabel en su excursión matutina, se llegó al pozo. Allí, como en todas partes, impuso respeto su presencia. No se detuvo Isabel en las otras dependencias de la finca por aquel lado del batey. De vuelta a la casa de vivienda, examinó la caballeriza y el salón en que se escogía el café. La esperaban en el pórtico los huéspedes, junto con su hermana, su tía y su padre. Parecía natural que quien tan puntualmente había desempeñado las obligaciones de administradora de la heredad y de las cosas a ella adscritas, se sintiese satisfecha de sí misma y mas dispuesta para el desempeño de sus deberes como ama de casa.
Como las Gardenias siguen siendo frescas y de poco sol, propuso Isabel a sus amigos una breve visita al jardín fronterizo de la casa. Ese era su Edén. Más tarde la visita a los jardines la extendió Isabel a una excursión a caballo de los cuatro jóvenes por los cafetales vecinos. Sentía ella la necesidad de distraerse, más aún, de aturdirse con el continuó movimiento. Aparte de que no la había dejado satisfecha su explicación de la víspera con Leonardo, le dolía alejarse del apacible hogar y del amoroso padre, y ya la acometía aquella especie de fiebre, síntoma infalible de la extraña dolencia conocida por nostalgia. Así cursó el 23 de Diciembre y vino la melancólica mañana del 24.
Deseosa Isabel de abreviar el doloroso momento del separación, abrazó á su padre de carrera, tomó el brazo que le brindaba Gamboa y con los ojos empañados por las lágrimas salió a la avenida del este para tomar el carruaje. Las señoras iban en el traje riguroso de camino de seda oscuro y el sombrerito de paja o gorra al estilo francés. El calesero llamó la atención hacia las riendas del caballo de fuera, y cuando Isabel pudo tomarlas en la mano, ya el quitrín y los viajeros habían salvado la portada y se hallaban casi en los límites por el oeste del cafetal La Luz.
Pasadas las diez de la mañana, atravesaron los viajeros los cañaverales del ingenio Valvanera, a la vista de sus grandes fábricas. Dos millas adelante se acercaron al pueblo del Quiebra hacha. Entre la una y las dos de la tarde, bajo un sol de fuego, cuyos rayos los reflejaban las hojas de la caña, cual si fueran bruñidas espadas, se desmontaron los viajeros en la gran casa vivienda del ingenio de La Tinaja.
Bajo más de un concepto era una finca soberbia el ingenio de La Tinaja; calificativo que tenía bien merecido por sus dilatados y losados campos de cañamiel, por los trescientos ó mas brazos para cultivarlos, por su gran boyada, su numeroso material móvil, su máquina de vapor con hasta veinte y cinco caballos de fuerza, reden importada de la América del Norte, al coste de veinte y tanto mil pesos, sin contar el trapiche horizontal, también nuevo y que armado allí había costado la mitad de aquella suma.
Cosa del medio dia del 24 de Diciembre de 1830, arrellanados en cómodas butacas de vaqueta colorada, se hallaban los amos del ingenio de La Tinaja, junto con otras várias personas, al abrigo de la reflexion solar, tras las cortinas de cañamazo. Casí todos los caballeros, Don Cándido Valdés, cura del Quiebra hacha; el capitán del partido, y el médico, fumaban tabaco; doña Rosa, la esposa del capitán antes dicho, la mujer y cuñada del mayoral del potrero, y las señoritas Gamboa, comían unas dulces cañas de la tierra, otras naranjas de China y guayabas del Perú etc., productos estos de la estancia del ingenio. Por allí andaban, nuestros conocidos de la Habana Tirso, Aponte, Dolores, junto con otra de las negras que habían venido por mar, y dos ó tres mas de la dotación del ingenio, que por criollas y de mejor apariencia las habían destinado al servicio doméstico; todos haciéndose útiles.
Las mujeres se estrecharon fuertemente entre los brazos. Adela lloró de alegría al apretar entre los suyos á Isabel, por la cual sentía afición extraordinaria. Para ella era la más modesta y amorosa de las mujeres. También doña Rosa distinguía a la mayor de las Gomez, y en la ocasión de que hablamos le mostró señalada cordialidad. Hasta Don Cándido, tan serio y desmañado, que no tuvo ni una sonrisa para su hijo, cuando éste· se le acercó a pedirle la bendición, recibió a las señoritas Gomez con desusadas demostraciones de cariño, y se las presentó a los caballeros que estaban de visita, diciendo:
–También éstas son mis hijas. -Y hablando con Isabel, añadió-: Hé aquí tu casa; espero que goces y te
diviertas en ella como en la tuya encantadora de Alquízar.
Ya no duró el recibimiento en el pórtico, sino corto rato. Sobre estropeadas las señoras del viaje necesitaban algún reposo, asearse, cambiar de traje, antes de sentarse á la mesa. Ya de tardecita se sentaron a la mesa, en la gran sala de la casa de vivienda, entre señoras y caballeros, unas diez y seis personas, atendidas por la mitad de ese número de siervos. Doña Rosa hizo los honores. La secundó cuanto era compatible con su carácter Don Cándido, aunque éste guardó sus cumplimientos para el administrador de Valvanera en primer lugar, en segundo lugar para el cura del Quiebra hacha, en tercero para el médico de su finca y para el capitán del partido. Todos debían pasar la noche en el ingenio, para tomar parte en las ceremonias que iban a celebrarse al día siguiente, o primero de pascua de Navidad. Fuera de la esposa y de la cuñada del mayoral del potrero, ninguno de los empleados del ingenio fue invitado a comer en la casa de vivienda, y el mismo Moya, que tenía vara alta con los amos actuales de La Tinaja, no tomó asiento, aún invitado por Don Cándido, so pretexto de haber comido.
Reinaron en el banquete la jovialidad y animación, templadas por las maneras decentes propias de la buena crianza, aunque excepto Meneses, el joven Gamboa y el cura, nadie de los presentes había recibido educación esmerada, ni frecuentado el trato de la alta sociedad cubana.
Puesto el sol, terminó el banquete. Pero pasando la familia y las visitas al amplísimo pórtico, donde ya los criados habían enrollado las cortinas de cañamazo, pudo echarse de ver que hacia suficiente claridad en el campo circunvencino. Era que por un lado surgía la luna creciente de entre el bosque lejano y heria oblícuamente las hojas y flores de las cañas y los troncos blancos de las palmas, al paso que desde lo alto del cielo azul y diáfano como el cristal, vertían innumerables estrellas chispas de plata y oro.
Por sus pasos contados, después del banquete, todas las personas reunidas en la casa de vivienda se dividieron en tres grupos. Doña Rosa, en compañía de doña Juana, la Moya, la mujer del capitán y Antonia, la mayor de las señoritas Gamboa, volvieron a ocupar los sillones de vaqueta colorada. Don Cándido, con el cura, el capitán y el mayoral del potrero, para digerir mejor la comida y saborear sus olorosos tabacos, daban cortos paseos y conversaban en una cabeza del portal.
Mientras en un extremo del pórtico ocurría la escena trazada ya, tenía lugar en el opuesto otra muy diversa. Formaban aquí grupo animado é interesante las señoritas Gomez, junto con las dos más jovenes de Gamboa, rodeadas por el medio círculo de los caballeros que las galanteaban o admiraban. Todos en pié. Las señoras apoyadas de espaldas en la barandilla y los caballeros pendientes de los labios de Rosa Gomez, que en pocas palabras, llenas de gracia y gráfica expresión, describía los pequeños incidentes del viaje, su mal manejo parte del camino, y sus propias impresiones.
Leonardo se sonreía, Coceo aplaudía, Mateu el médico hacia piruetas de gusto, y Meneses se mantenía serio de celos, porque crecían con esto los admiradores de su linda amante. Adela e Isabel, dadas las manos, escuchaban y callaban. De pronto alguien le tiró de la falda a Adela por el lado de fuera del pórtico. Volvió ella el rostro con viveza y vio a una negra de buen aspecto, en traje muy diferente del que usaban las demás esclavas de la finca.
–¿Qué quieres? -preguntó Adela bastante asustada-.
–Su merced me dispense, niña. Venía por el médico. (No le veía por la oscuridad y las faldas de las señoras interpuestas.)
–Y ¿quién eres tú?
–Soy la enfermera, criada de su merced.
–¡La enfermera! repitió Adela sorprendida.
–Sí, niña, la enfermera María Regla. ¿Y su merced, no es la niña Adelita?
–La misma que viste y calza.
–¡Ah! -exclamó la esclava; apretándole suavemente los pies a la joven, ya que no podía otra parte de su cuerpo-. Me lo decía el corazón. Ayer la ví pasar por el batey desde la ventana de la enfermería. Quedé en dudas de cual sería mi niña, si la niña Cármen o su merced. ¡Cuánto ha cambiado! ¡Qué linda se ha puesto mi hija, Virgen Santa! Pues yo quiero verte a solas.
–Arreglaremos el modo. Con Dolores te avisaré. Y ¿para qué quieres al médico?
–Para un moreno que han traido del monte mordido por los perros.
–¡Mordido por los perros! -repitió Adela-. ¡Ay! Debe de ser muy serio el caso cuando llaman al médico.
–¡Si le habrán despedazado! Es probable. Esos perros son como fieras. ¡Qué horror, Dios mío! Mateu, -añadió en alta voz-, ahí le buscan.
Cosas bien extrañas en verdad empezaba Isabel a averiguar respecto de la familia bajo cuyo techo se hallaba hospedada y del ingenio tan ponderado de La Tinaja. Interesada vivamente en la suerte de la enfermera, antigua nodriza de su tierna amiga, ahora desterrada de la casa solariega, y conmovida, horrorizada con lo que había oido respecto del esclavo, mordido por perros feroces, cosas todas inauditas para ella, -no pudo ocultar Isabel de Leonardo, ni su intenso disgusto, ni sus hondas emociones.
–¿Qué tienes? ¿Qué te ha dado? -le preguntó él-.
–No sé, contestó ella. -Me siento mal-.
–Me pareció, -continuó Leonardo-, que te había afectado el cuento del negro herido. No seas boba. ¿Qué apostamos a que no ha sido mayor la cosa? ¿a que no pasa de unos cuantos rasguños? Si conocieras a la enfermera pensarías como yo. Mamá no la puede ver por escandalosa. Ni hay que dar nunca entero crédito a lo que dicen los negros. Todo lo exageran y abultan.
–¿Qué fue, Adela? -preguntó doña Rosa desde su asiento oyéndola llamar al médico-.
La enfermera desapareció en un instante y antes que Adela contestase a su madre, se apareció el mayoral a caballo, precedido por sus dos hermosos alanos, para dar cuenta en voz campanuda de todo lo que había pasado.
Comenzó diciendo:
–Santas tardes tenga el señor Don Cándido con toda la compaña. Yo he venido a contarles que han traído a Pedro Brichi con algunas mordidas. Se resistió y fue preciso hecharle a los perros.
–¿Dónde le tiene Voz, Don Liborio? -preguntó el amo después de larga pausa-.
–En la enfermería.
–Señor Don Cándido, continuó el mayoral, ese negro está pidiendo cuero como los muertos piden misa.
Se sonrieron el cura y Don Cándido, y este dijo:
–A su tiempo, Don Liborio, a su tiempo se maduran las uvas. Por lo pronto no me parece conveniente azotarle. Se pondrá bueno de las mordidas, y entonces habrá lugar de castigarle por su falta, una de las mas graves que pueden cometerse en estas fincas.
En aquel punto desfilaban en el batey del ingenio de La Tinaja entre la casa de vivienda y la de calderas, los 300 y más esclavos de su dotación y el mayoral diciendo, «con licencia», fue a ponerse a su cabeza para pasarles revista y darles las últimas órdenes por medio de los contra-mayorales, que eran también esclavos.
–¡Ajilar! gritó Don Liborio con su voz de trueno, recorriendo a caballo las desordenadas filas como un general que ordena una evolución. Con lo cual, sin tropiezo, por el mero hábito, la mayor parte formó; pero los perezosos, los torpes, los impedidos por las prisiones, por la demasiada carga, ó por la prisa que se dieron los delanteros a cerrar las filas; esos se quedaron detrás, menos visibles que los otros. Contra estos infelices estalló la cólera del mayoral. Enarboló el látigo y empezó a repartir latigazos a diestro y a siniestra, sin distinguir inocente de culpable, hasta lograr la formación deseada.
Doña Rosa, mujer cristiana y amable con sus iguales, que se confesaba a menudo, que daba limosna a los pobres, que adoraba en sus hijos, que en abstracto al menos estaba dispuesta a perdonar las faltas ajenas para que Dios, que está en el cielo, le perdonara las suyas, doña Rosa, sentimos decirlo, al ver las contorsiones de aquellos a quienes la punta del látigo de cuero trenzado del mayoral abría surcos en sus espaldas o brazos, se sonreía, tal vez por creer grotesco el espectáculo, o exclamaba, exclamación en que la hacían coro las personas de que se hallaba rodeada:
–¡Has visto gente más bruta!
Es de consignarse aquí, sin embargo, que no todas las señoras presentes se unieron al coro a que antes se ha aludido. Doña Juana, al contrario, apartó los ojos para no ver, ya que la política la vedaba retirarse y era fatal el oir los latigazos y los quejidos sordos de las víctimas. En igual caso se hallaban las sobrinas de esta señora y las dos hijas menores de Gamboa; pero estas tuvieron siquiera el arbitrio de refugiarse en el patio. Allá las seguían Meneses, Coceo y Leonardo, a tiempo que Don Cándido llamó a este último y le ordenó acompañar al médico al hospital y se informase menudamente de lo ocurrido con el preso.
De aquel mandato imperioso de Don Cándido, nació el que Leonardo, repugnándole y todo la visita, ya que no le era dado desobedecer, ni excusarse tampoco, pretendió que le acompañasen sus amigas y hermanas. Cedieron éstas sin dificultad, lo mismo que Rosa, tanto más cuanto que se brindaron a ir de la mejor gana Meneses y Coceo. Isabel de pronto se negó; mas instada y reflexionando que tal vez habría ocasión de ejercer en aquella visita uno de los actos de misericordia, cedió también, y cuando salía del brazo con Leonardo, dijo al paso a doña Rosa en tono amable y risueño:
–Me llevan.
A su tiempo volvieron de la enfermería las señoritas y caballeros. El médico dijo que el negro había recibido varias mordeduras de carácter grave, no peligroso, en los brazos, ante brazos, canillas y carpos de las manos y de los pies.
Leonardo, hablando con su madre dijo de manera que lo oyese su padre:
–Pedro apenas me reconocido a él como su amo; y se negó a declarar; dijo que no sabia nada de sus compañeros; Yo para intimidarle y obligarle a hablar le dije a Don Liborio que estaba a mi lado, que ahora sí no se escaparía del cepo y que ahí le tendría hasta que doblase el cogote, y el negro contestó riendo, que no había nacido el hombre capaz de sujetarle en ninguna parte contra su voluntad; Eso me lleno de indignación y le di la espalda; y, cosa extraña esta es que le escuche decir que deseaba ver a su amo, a papá.
–Lo esperaba, murmuró Don Cándido alejándose. Hay tiempo mañana: no me molestaré ahora por su señoría.
Si se hubiera pedido informe a las señoritas sobre lo que habían visto en la enfermería, habrían referido muy diferente historia de la relatada por el médico y Leonardo. Hubieran dicho que el Hércules africano tendido boca-arriba en la dura tarima, con ambos pies en el cepo, con los hoyos cónicos de los dientes de los perros aún abiertos en sus carnes cenizosas, con los vestidos hechos trizas, por toda almohada para descansar la cabeza, las palmas de las manos a pesar de tener rasgados los dedos y necesariamente doloridos, Jesucristo de ébano en la cruz, como alguna de ella observó, era espectáculo digno de conmiseración y de respeto. ¡Su arrepentimiento de haber concurrido a aquel lugar no podía compararse sino con el dolor que experimentaron, singularmente la piadosa Isabel, cuando se desengañaron que no podían hacer nada en alivio de esta otra víctima de la tiranía civil en su desventurada patria!
Por mostrar celo y actividad a los dueños o por equivocar la hora precisa, como que se guió por el canto de los gallos, el mayoral del ingenio de La Tinaja, en la mañana de pascua, puso la gente en pié mucho más temprano de lo acostumbrado.
Con el último solemne tañido de la campana, después de tomar sendas tazas de café, de encender un tabaco, y de armarse, descolgó la llave, llamó a sus perros y se encaminó a pie al barracón para abrir la reja de hierro. Metió resueltamente la ponderosa llave en la cerradura, quiso hacerla girar en la guarda y no pudo:
–¡Qué de Mongo! -dijo para sí-. Aquí han andáo. Me parece que voy a dar más cuero ... que Dios toque á juicio.
Salian en aquel punto los negros de sus bohíos y fue preciso que Don Liborio pensase en lo que había de hacer con ellos. Descorrido el cerrojo se plantó junto a la jamba de la puerta, para verlos desfilar uno a uno, según tenía ordenado. Por eso, aunque hacia bastante oscuro, pudo observar que una negra se parapetaba del compañero y queria pasar desapercibida. Malicioso y vigilante, no necesitó de más para echársele encima, cogerla por un brazo y acercarle la lumbre del tabaco a la cara. Con sorpresa mezclada de alegría vio que era la negra Tomasa, prófuga hacía entonces precisamente dos semanas.
Mientras sujetaba ésta, apareció recatándose también Cleto Gangá y tras él Julian Arará, Andres Bibí y Antonio Macuá; los cuales detuvo y colocó a un lado. Así que pasaron todos los demás y se formaron en medio del batey, echó por delante a los cinco presos y les ordenó hacer alto frente a frente del centro de la fila, tanto más larga cuanto que era sencilla. Seguidamente empezó el interrogatorio:
–Venga acá mamá Tomasa y dígame por vía suya ¿de a donde viene la niña ahora?
–De la monte; contestó ella imperturbable.
–¡Oiga! ¿Y qué fue a buscar al monte la niña Tomasa?
–Su mercé no me castigue, usted sabe que soy la preferida de mi su ama, mi madrina.
–¡Já! ¡já! déjame reir. ¿La señora tu madrina? Pues dile que se levante de la cama y que venga a salvarte del bocabajo. Mira, negra de Barrabás, vírate o te mato ...
–¡Mata! -repuso ella con arrogancia-.
–¡Agárrala tú! ¡Túmbala tú! -gritó el mayoral, ya en el paroxismo de la ira, á los compañeros de la esclava-.
Tres de estos obedecieron sin tardanza. Dos la cogieron por un brazo y el otro por un pie, con lo que fué fácil hacerla perder el equilibrio y dar con ella en tierra boca abajo.
Clareaba el horizonte por el Este con las purísimas luces del alba. Descargado el primer latigazo con el aplomo y tino de quien posee brazo experimentado y de hierro, pudo convencerse el mayoral que la pajuela ó punta de cáñamo torcida y nudosa, con chasquido peculiar, había trazado un surco ceniciento en las carnes de la muchacha. En seguida descargó otros y otros en mas rápida sucesión hasta hacer saltar pedazos la piel y fluir la sangre; sin que a todas estas la víctima exhalase una queja, ni hiciese otro movimiento que contraer los músculos y morderse los labios.
–¿Escuchas Cándido? -dijo doña Rosa entre sábanas a su marido-. Me parece que oigo el cuero. Temprano ha madrugado hoy Don Liborio.
–¿ Y qué querías que hiciera el hombre?
–Lo que toda persona decente hubiera hecho en su lugar. Irse á otra parte, lejos de la casa de vivienda, a castigar a los negros, si es que han cometido una gran falta y no podía dejar el castigo para luego.
–Quizás no ha podido remediarlo.
–Lo que es a ese pícaro no pararé hasta botarlo ...
–Sería mala política despedir a Don Liborio a raíz de haber castigado con mano fuerte las desvergüenzas de los esclavos.
–Continúa el cuero, Cándido. Es preciso averiguar qué es eso. Haz que venga el mayordomo. Levántate: dispón alguna cosa.
–Ahí llaman. Dile a Dolores que pregunte, entre tanto me visto.
Esta dormía en el cuarto inmediato con las señoritas. A las voces de su ama se asomó a un postigo, y dijo:
–Es Tirso, con el café para el amo y para la Señorita. -Informó Tirso, temblando del frío o de miedo-, mis señores, aparecieron los negros fugados, y el mayoral los está castigando, y mató a Julian, y castigo duro a mamá Tomasa porque no había querido someterse.
–¿No te lo decía? -dijo doña Rosa-. Ni siquiera ha respetado que yo les servia de madrina.
Según es de suponer, mucho antes que de costumbre, estaban en movimiento toda la familia y las visitas en la casa de vivienda del ingenio de La Tinaja. El sitio que ofrecía más desahogo y sombrío era el pórtico, y allá acudieron todos. El sol hería la casa por la espalda, proyectando la sombra por largo trecho adentro del batey, donde, entre las ocho y las nueve de la mañana, se hallaba tendida la dotación en
esclavos de la finca, en su traje ordinario, sucio y harapiento.
Se acercó Don Liborio al pórtico a caballo, se desmontó, le ató por el ronzal a la barandilla y ascendió la escalinata hasta situarse en el último escalón. Desde allí, quitándose respetuosamente el sombrero, saludó a la compañía en general y en particular a doña Rosa, quien, sentada con mucha gravedad en el sillón más conspicuo, cual reina en su trono, y rodeada de sus hijas y amigas, contestó con un murmullo inaudible. No podía perdonarle esta señora aquel hombre el mal rato, si es que Don Cándido se había dado por satisfecho después de oírle el relato parcial de lo sucedido por la madrugada. Don Cándido ordenó en alta voz, que les entregaran la ropa nueva traída de la Habana como regalo de pascua a la dotación del ingenio.
No bien se retiraron los contra-mayorales cargados con las provisiones para ellos y sus compañeros, siempre por medio del mayoral hizo comparecer en su presencia al negro que denominaban Chilala. Acercóse despacio y con bastante trabajo, clamando, como le estaba ordenado: Aquí va Chilala, cimarron.
Así que depositó la masa de hierro en el piso del pórtico, se arrodilló delante de doña Rosa, cruzó los brazos sobre el pecho y con gran humildad en su peculiar lenguaje, dijo:
–La bendición, mi su ama su Melce.
–¿Por qué huyes, Isidoro? -le preguntó el ama en tono compasivo-.
–¡Ah! ama su Melce; -exclamó dando un suspiro-. Tlabaja, tlabaja; poco comía: no conuca: no cuchina: no mujé: cuero, cuero, cuero ...
–Pues bien, Isidoro, ya que tú me prometes que no huirás más y que te portarás como hombre formal, haré que no te castiguen tanto, que no te hagan trabajar mucho, que te den bastante comida, y un cochino, y un conuco, y mujer con quien casarte. ¿Estás contento?
–Sí, siñora, mí su ama, su Melce, Chilala contento, mú contento.
–Mas todavía quiero hacer por tí, segura de que no me has de engañar. Don Liborio, -añadió en tono alto e imperioso- quítenle ahora mismo los grillos a este negro.
La larga esclavitud, la ignorancia crasa en que había vivido, el durísimo trato del ingenio, nada había podido borrar la sensibilidad, el sentimiento de la gratitud en el pecho del esclavo. Le costó trabajo y esfuerzo de imaginación entender lo que su ama le decía; más tan luego como entendió que iban a quitarle los grillos, faltándole las palabras apeló a las demostraciones para expresar su inmenso agradecimiento. Se echó de bruces a las plantas de doña Rosa, cual lo hiciera delante de un fetiche en su país natal, y con grandes aspavientos y exclamaciones incoherentes de una alegría loca, besó muchas veces el suelo que ella había hollado.
En todo son extremadas las mujeres de la índole de Isabel: o aman, o aborrecen; las medias tintas de sus pasiones se quedan para casos raros. En las pocas horas de su estado en el ingenio, había podido observar cosas, que, aunque oídas antes, no las creyó nunca reales y verdaderas. Vio, con sus ojos, que allí reinaba un estado permanente de guerra, guerra sangrienta, cruel, implacable, del negro contra el blanco, del amo contra el esclavo.
Pero nada de esto era lo peor; lo peor, en la opinión de Isabel, era la extraña apatía, la impasibilidad, la inhumana indiferencia con que los amos no miraban los sufrimientos, las enfermedades y aún la muerte de los esclavos.
¿ Cuál podía ser la causa original de un estado de cosas tan opuesto a todo sentimiento de justicia y moralidad?
Repasando Isabel todas estas cosas en la mente, mientras los demás contraían su atención a las escenas que se representaban en el pórtico y en el batey, le ocurrió preguntarse ¿por qué quiero yo a Leonardo? ¿Qué hay de común entre mis ideas y las suyas? ¿ Llegaremos alguna vez a ponernos de acuerdo sobre el trato que ha de darse a los negros? Suponiendo que sobre este particular cupiera concordancia entre nosotros, ¿me resignaría a seguirle a este infierno? Y siguiéndole ¿vería yo, como doña Rosa, tiene esa impasibilidad, y no le interesa los horrores e injusticias que aquí se cometen día y noche impunemente? ...
A los ojos de Isabel, la señora Gamboa se transfiguró, pasando de golpe, allá en su noble corazón, de las profundidades del desprecio a la más alta cima de la admiración. La vió entonces la más hermosa y buena de las mujeres. La hubiera estrechado en sus brazos con el mismo cariño que solía estrechar a su madre sana y risueña tras días y horas de ausencia; la hubiera adorado de rodillas con el mismo fervor, que el
primer esclavo, objeto de la piedad del ama, le había mostrado su agradecimiento.-¡Qué dulce es, -exclamó-, perdonar las faltas de aquellos que dependen de nosotros! ¡Para esto únicamente es una dicha ser ama de esclavos! Y dio a llorar ya sin fuerzas para dominar su emoción.
–¡Qué! ¿Llora Voz, señorita? -le preguntó el cura compadecido-
–No me es dado, contestó ella sollozando, contemplar las acciones generosas y caritativas con los ojos enjutos.
En seguida se procedió al bautizo de los 27 negros bozales de la expedición del bergantín Veloz que le tocaron en suerte a Don Cándido Gamboa; luego al casamiento de tres ó cuatro esclavas, cuya voluntad no se exploró ni por mera forma; en fin, se dio permiso para que hubiera tambor (baile) en la finca hasta la puesta del sol.
Por disposición de doña Rosa, el boyero tomó interinamente el bastón, quiere decir, el látigo, mejor, el mando de los esclavos del ingenio de La Tinaja.
Declinaba a toda prisa la tarde. Allá, por el rincón más apartado del batey aún se oía el rudo tambor con que los negros se acompañaban el melancólico canto y el baile salvaje de su país natal. Acá, por la casa de ingenio había gran agitación y ruido. Las torres o chimeneas de los hornos para hacer vapor y calentar las pailas del tren Jamaiquino, lanzaban al aire columnas de humo negruzco y espeso.
El bozal del maquinista, reden llegado del granítico Maine, en los Estados Unidos del Norte América, con la alcuza de cuello largo y corvo en la mano, iba del trapiche para la máquina, y de ésta para aquel, dando aceite a las juntas y ejes, a fin de moderar la fricción, causa fatal de las pérdidas de fuerza.
Impaciente y desazonado el maestro de azúcar, aguardaba la corriente del guarapo que debía poner a prueba su habilidad en hacer ese dulce con caña molida según un nuevo sistema. Por su parte los negros del cuarto de prima, miraban recelosos y azorados los preparativos que se hacían para resolver el problema de hacer azúcar sin necesidad de las ariscas mulas ni de los cachazudos bueyes.
Más tarde, o entre dos luces, se sirvió el banquete de tabla en la casa de vivienda. En el intermedio de la comida a los postres, vinieron a avisar al médico que su presencia era necesaria en la enfermería. Volvió al cabo de media hora cariz bajo, asi como preocupado; Saliendo a recibirle Don Cándido con desusada solicitud para preguntarle:
–¿Novedad, Mateu?
–Novedad y gorda, señor Don Cándido; contestó el médico con el mismo laconismo.
–Bien vengas mal si vienes solo; -dijo Don Cándido revestido de toda su calma-. Afuera con el embuchado.
–Acaba Voz de perder su mejor negro.
–Sea todo por Dios. ¿Cuál?
–Pedro carabalí. Se ha suicidado en el cepo. Vamos a la enfermería.
En esta excursión (no fue otra cosa) acompañaron a Don Cándido sus huéspedes y algunos empleados. El cura y el capitán del partido, meramente por hacerle honor, pues para el primero ya había pasado la ocasión de ejercer su santo ministerio con el suicida; para el segundo ni antes ni después de la muerte del esclavo habría tenido ocasión de ejercer el suyo, mediante a que dentro de los límites de sus haciendas o dominios era ipso jure señor de horca y cuchillo Don Cándido Gamboa. [...] Dispuso éste que retiraran el cadáver del cepo.
–¡Lástima de negro! dijo Coceo.
–Valía lo que pesaba en oro para el trabajo; dijo Don Cándido interpretando en su verdadero sentido la exclamación del administrador de Valvanera.
–He ahí la vera efigie de un salvaje africano; dijo el cura. Dios tenga piedad de su alma.
–Veamos lo que dice María de Regla; dijo Don Cándido sin mirar de lleno a la cara de la enfermera.
Insensiblemente las personas que acababan de hablar se habían situado en torno del cadáver, que entonces alumbraba a medias con la vela de cera amarilla, desde el pié de la tarima, la negra mencionada por Don Cándido. Ella, con los ojos bajos, dijo:
–Le contaré á mi señor lo que ha pasado a mi vista; -dijo ella cual si hablara con el muerto y no con su amo-. Pedro, desde que le pusieron en el cepo se negó a comer y hablar.
Solo esta madrugada bebió un poco de Sambumbia, que le hice tragar como quien dice de por fuerza.
Estoy segura, -añadió la enfermera, con cierta timidez-, que más le dolieron los boca abajo a Pedro que aquellos a quienes se los dieron. ¿Qué tienes, Pedro? le pregunté. ¿Qué sientes? ¿qué te duele? ¿qué quieres? Me miró fijamente, dio un gran suspiro y dijo con la garganta, no con la lengua:-Llama. ¿Llama? le pregunté. ¿A quién llamo? ¿al médico? Se quedó callado. ¿Dí, Pedro, quieres que mande por el amo?-Abrió tamaños ojos, enseñó los dientes y repitió: Lamo, lamo ... su merced, -concluyó diciendo María de Regla con mayor timidez, sin levantar la vista para Don Cándido-.
Este no hizo más que sonreírse ligeramente y la enfermera prosiguió su gráfica narración.
–Yo le contesté, todavía no, Pedro, todo el mundo duerme en la casa de vivienda; velaré, y así que salga el amo, le avisaré que quieres verlo. Pero en mala hora entró aquí Don Liborio a buscar algo que se le había quedado anoche. Venía furioso. Dijo que lo habían botado por culpa de Pedro; pero que no se quedaría riendo el muy cachorro, pues había ordenado el señor Don Cándido que le dieran un novenario luego que se pusiera bueno y que si él no tenia el gusto de dárselo, se lo daría el otro mayoral. No se aparecía el amo y Pedro creyó que estaba bravo y que Don Liborio decía verdad. Desde este momento decidió quitarse la vida. Me asomé a la ventana para ver el baile de tambor por un instante, cuando sentí que Pedro se movía, volví la cara y noté que se andaba en la boca con los dedos. No pensé nada malo, pero hizo un movimiento cual si le entraran náuseas. Corrí a su lado ... Acababa de sacarse los dedos de la boca, apretaba los dientes y procuraba agarrarse de la tarima con las dos manos. Entonces le entraron convulsiones. Me dio horror, mandé llamar al médico y sin saber cómo ni cuándo se me quedó muerto entre los brazos. Así como está ahora le encontró el señor Don José (el médico). Muchos he visto morir desde que estoy aquí, pero ningún muerto me ha causado tanto horror.
Al día siguiente se armo en La Tinaja divertida cabalgata, compuesta de las señoritas Gomez y las dos más jóvenes de Gamboa, escoltadas por el hermano de éstas, por Meneses y por Coceo. Corriendo a la ventura, sin detenerse en ninguna parte, nuestros paseantes dejaron tras sí los terrenos de la estancia y entrando en los del potrero, por medio de un dilatadísimo palmar.
Cerraba la guarda-raya que recorrían los paseantes, un bosque alterado, que servia de línea divisoria entre el ingenio de La Tinaja y el de La Angosta del otro lado. Según recordaba Leonardo, debía de haber una vereda que atravesaba dicho bosque, y siguiendo la cual podía llegarse a la finca del Conde de la Fernandina, en la mitad del tiempo que se emplearía en caso de ir por el camino real o de la Playa. La vía naturalmente era muy estrecha y estaría en parte obstruida por ramas bajas y espinosas de los árboles y plantas trepadoras, en las cuales bien podían dejar las señoras, como se descuidasen, pedazos de sus vestidos. Esto entendido, les propuso acometer la ardua empresa. Rabia novedad en la propuesta, por lo mismo que se corría peligro; razón de más para que las señoritas, ganosas de aventuras, la aceptasen de plano y aún con entusiasmo.
Penetraron todos en el sombrío bosque, llenos de alegría. Pero apenas anduvieron corto trecho, uno detras de otro, abriéndose paso a veces con las manos, cuando tuvieron que detenerse. Empezó a sentirse un hedor fuerte, como de cuerpo muerto; y en seguida descubrieron una vasta congregación de auras tiñosas, rindiendo con su peso las ramas de los árboles que servían como de arcos triunfales a la vereda. La causa de su amenazadora actitud, se echó luego de ver: se entretenían en devorar el cadáver de un negro, colgado por el pescuezo de la rama de un árbol a orillas de la vereda, a interrumpidas en lo más interesante del festín, manifestaban su indignación de la manera dicha.
–¡Mira! -dijo Gamboa a Isabel, que le seguía de cerca-, indicándola, con el brazo tendido, el horrible cadáver contra el cual estuvo él mismo á punto de tropezar.
–¡Ay! ¡Leonardo! -exclamó ella horrorizada-.
Perdió el color y el habla y hubiera perdido también el conocimiento y caído de la silla al suelo, si Leonardo, advirtiendo su imprudencia, no revuelve a toda prisa el caballo, la coge de la mano, le da los dictados más cariñosos, la pide mil perdones y la saca al limpio, invirtiendo el orden de la marcha.
Se averiguó que el muerto era Pablo, compañero de Pedro, que se quedó en el bosque, cuando los otros cinco prófugos, inducidos por Tomasa y con el apoyo de Caimán, resolvieron presentarse a los amos.
Le estaba reservado a Isabel, en su breve recorrido por los campos del ingenio de La Tinaja, el encuentro no menos desagradable que el anterior. Dando la vuelta con lento paso, por una guarda-raya paralela a la que iban antes, no a fin de alargar el paseo, sino con el de distraer a Isabel, aún no repuesta del choque, avistaron un cercado de regular tamaño, con puerta de tablas mal unidas y una cruz tosca de madera, sobrepuesta en el centro. Parecía indicar su destino este signo de la fe del cristiano; pero ante la ausencia absoluta de monumentos, losas o camellones de sepulturas, ante la lujosa vegetación herbácea del suelo, costaba trabajo creer que era el cementerio donde se enterraban los esclavos que morían en el ingenio de La Tinaja. El señor Obispo Espada había concedido su establecimiento en aquellas fincas rurales, por su lejanía de los centros de la población o de las parroquias, y para proteger la salud pública, por la conducción de los cadáveres. Sin duda porque todos, o casi todos, sabían el destino del cercado, nadie habló de él. Pasaron de largo, y tomaron otra guarda-raya en dirección del ingenio. Descendían luego una cuesta suave y prolongada a medida que la subían tres negros a pié. Dos caminaban delante, cada cual con su azadón al hombro. El otro, algo más atrás, conducía del diestro un caballo de mal pelaje. A cierta distancia no era fácil conocer, al menos por las señoritas de la cabalgata, el objeto de la procesión ni la naturaleza de la carga.
Para Leonardo todo este misterio desapareció desde el momento que pudo ligar la idea del cementerio del ingenio, con la idea de los tres negros que marchaban en esa dirección, preparados para abrir la sepultura.
La guardaraya era muy angosta. A un lado y otro se desplegaban cañaverales extensos y cerrados. El encuentro se hacia inevitable. En tal aprieto, y deseoso Leonardo de ahorrar a sus amigas, en cuanto cabía, el nuevo mal rato que se les esperaba, mandó picar el paso, so pretexto de que se hacia tarde y él mismo procuró tomar la derecha de Isabel y divertir su atención hacia el otro lado del campo. Inútil cuidado. Todas las jóvenes que entonces marchaban de dos en fondo, vieron y entendieron perfectamente de lo que se trataba, -y exclamaron- ¡pobrecito!, quien una lágrima silenciosa a la memoria del muerto Pedro; el cual por ser negro y esclavo no era menos digno de compasión. Porque ellas, aunque criadas a la leche de la esclavitud,--como tiernas flores que abrían sus pétalos a los primeros rayos del sol de la vida, bien podían exclamar con el orador latino: hamo sum; humani nihil a me alienum puto. que traducido al español quiere decir: Soy un anzuelo; Creo que nada humano me es ajeno
Recibió doña Rosa a los paseantes con vivas muestras de cariño y regocijo. Tomó a Isabel por la mano y dijo hablando en general:
–Gracias a Dios que han vuelto. En verdad estaba muy preocupada. Me pareció que les había sucedido algo. Luego, me acaban de decir que ésta (Isabel) pierde el juicio en cuanto monta a caballo. Supongo que se han divertido mucho.
Isabel se sonrió meramente y se retiró a su cuarto con Adela; pero Leonardo, Meneses y Coceo protestaron del juicio con que todas las señoritas se habían portado en el largo paseo.
–Me alegro, me alegro; -dijo doña Rosa-. Más luego dirigiéndose en particular a su hijo, añadió:-¿Qué tiene? (Se refería á Isabel.)
–Nada que yo sepa; replicó Leonardo.
–Me parece que ha venido más triste. ¿Se ha enfermado en el paseo? ¿O tú le has hecho algo?
–¿Yo, mamá? Jamás he estado más amable y cumplido con ella.
Entonces Leonardo refirió a su madre cuanto habían visto en su mal dado paseo: su encuentro con el negro ahorcado en el bosque y con el entierro de Pedro.
La familia de Gamboa, en unión de sus huéspedes, pasó la mayor parte de la noche del segundo día de pascua, en la casa de calderas. En su rápida excursión tuvieron su aventura Adela, Rosa y Dolores. Muy entretenidas se hallaban las tres, viendo batir la miel en una de las resfriaderas, a tiempo que se les acercó por la espalda una negra desconocida, que les preguntó con mucho misterio:
–¿Quién de las niñas es la niña Adelita?
–Yo, -contestó la misma precipitadamente y algo asustada-.
–Pues ahí fuera, detrás del aquel horcón aguarda por su merced su madre ...
–¡Mi madre! -repitió Adela sorprendida-. Señorita, querrás decir...
–No, niña, -digo la enfermera-.
–¡Ah! Dile que se acerque, que éntre.
–Ella no quiere que la vean los amos. No se atreve a entrar.
–Ve, Dolores. Mira que quiere tu madre. Si ella tiene miedo de entrar, más miedo tengo yo de salir. ¡Qué! ¡Si eso está tan oscuro! Como boca de lobo. Ni pensarlo.
A la vuelta dijo Dolores que su madre sólo deseaba darle un abrazo muy apretado a la niña Adela y decirle una cosa que no podía comunicársela por una tercera persona. Entonces la joven dio cita a la antigua nodriza para más tarde de la noche en su aposento de la casa de vivienda.
Efectivamente, entre once y doce de la noche mencionada, las dos señoritas más jóvenes de Gamboa se hallaban reunidas con las dos hermanas Gomez y su tía doña Juana García, en el cuarto de la casa de vivienda, asignado a estas desde el principio. A medida que se acercaba la hora de la cita, aumentaba la inquietud de Adela, de modo que cuando llamaron a la puerta, arrastrando las yemas de los dedos en uno de sus tableros, de un salto se puso en pié y acudió a abrir. Dolores se presentó tan asustada como su ama y dijo:
–Ahí está.
–Que entre, -repuso ésta-; y en busca de conforte por la falta que al parecer cometía, hablando con Isabel, agregó: Mía no es la culpa si doy este paso ... No veo otro medio de averiguar por qué mamá está tan brava con la mujer que me crió ...
En este momento entró María de Regla conducida de la mano por su hija Dolores e interrumpió Adela su acto de contrición.
–¿Qué haces María de Regla? -le dijo Adela conmovida-.
–¡Ay! ¡niña del alma! -exclamó la negra enjugándose las lágrimas con la palma de las manos-. Déjeme llorar, déjeme desahogar el corazón dolorido a los pies de mi adorada hija.
En seguida, la antigua nodriza continuó diciendo:
–Verá ahora la niña la causa verdadera del rigor con que he sido tratada. Un día... no me acuerdo bien, solo sé que hace mucho tiempo, después de la tormenta grande de Santa Teresa, o el año en que ahorcaron a Aponte, me llamó el amo al comedor. Estaba solo, y me dijo:
–María de Regla, como has perdido al chico y tienes buena y abundante leche, he pensado que debe aprovecharse. En tal virtud, te he alquilado por medio del señor doctor Don Tomás Montes de Oca, con un amigo suyo para dar de mamar a una niña de algunos días de nacida. ¡Ea! con que estar lista para después de almuerzo.
«Des pues de almorzar, el amo salió y se metió en la calesa. Yo seguí detrás de él para ir a pié. Pero me hizo subir y me sentó a su lado. Me quedé sorprendida. ¡Sentarme el amo en los cojines de la calesa, cuando los negros solo se sientan en el pesebron! Luego ordenó a Pío que arreara para allá fuera. ¿Qué será? ¿qué no será? Pensaba yo. Salimos por la puerta de Tierra, cogimos la calzada de San Luis Gonzaga todo derecho y no paramos hasta unas pocas casas de la esquina del Campanario Viejo. Delante de una de dos ventanas de hierro y zaguan, mandó parar el amo junto a otra calesa vacía que se hallaba a la puerta. Creí que allí vivía el médico o el padre de la niña a quien iba a criar. El amo se apeó y me dijo: Apéate. Entró en el zaguan y yo atras de él. Entonces ví que había un torno grande, como para meter niños, en la pared de la derecha y que la vista del patio la ocultaba un cancel alto, con una puerta en medio.
«Se paró el amo y me dijo bajito y muy serio: María de Regla, llamarás a esa puerta, preguntarás por el señor doctor Montes de Oca, y harás al pié de la letra cuanto él te ordenare. Oye bien lo que voy a decirte. Cuidado como hablas palabra con alma viviente de lo que aquí vieres, oyeres o entendieres. [...]
Me abrió una morena vieja, y en cuanto puse el pie dentro, conocí donde me hallaba. De todas partes oí llantos y chillidos de muchos niños. Me hallaba en la casa cuna. Había de todo en ella, quiero decir, niños blancos y mulatos y crianderas casi todas negras como yo. No tuve que preguntar por el señor de Montes de Oca, pues estaba en el comedor examinando un niño enfermo en los brazos de su criandera, y sin mas ni mas, me dijo: María de Regla Santa Cruz ¿eh? Antes que yo pudiera contestarle, sí señor o no señor, me cogió por la muñeca, me tomó el pulso, me hizo sacar la lengua y me abrió los párpados con dos dedos para ver el color de los ojos. Todo esto callado o por señas. Luego me llevó al primer aposento. En el medio había una camita de caoba tapada con un mantón o velo grande de punto blanco, que el médico levantó con una mano, mientras que con la otra señalaba para una niña blanca dormida entre pañales de holán batista bordados ó con encajes anchos. ¡Qué lujo, niñas, qué lujo! Me quedé boba. Debían ser muy ricos sus padres, más ricos que el Buey de Oro. El médico con su vocecita fañosa me dijo: Esta es la niña que vas a criar. Cuídala como si fuera hija tuya, que no te pesará. Tú eres jóven, eres buena y sana y debes tener mucha leche. Vé la marca azul que tiene en el hombro izquierdo. No se ha bautizado todavía.
«Me hice cargo de la niñita y me propuse criarla como si fuera mi hija, no tanto por la amenaza del amo, como por la promesa del médico y porque me pareció una divinidad. Me encantó. Mejorando los presentes, no había visto niña mas linda en la vida. Solo podía compararse con su merced cuando nació. Se parecía tanto a su merced entonces, que si vive y no se ha descompuesto, es el mismo retrato de su merced. Ni gimaguas se hubieran parecido más.
–¡Qué blanca! -añadió la nodriza-, trazando a grandes rasgos el retrato de la chica en la Casa Cuna. El médico estuvo tres ó cuatro veces a ver a la niñita y él fue quien trajo al padre Bartolomez Hernández, cura de la Salud, para que la bautizara. Le pusieron por nombre Cecilia María del Rosario, de padres no conocidos, y, por supuesto, Valdés.
–¡Cecilia Valdés! -repitió asombrada Carmen-. Ese nombre no suena en mis oídos, es la primera vez.
-Confirmó Adela el parecer de su hermana-; Si bien ninguna de las dos pudo recordar la época precisa, la ocasión, ni el lugar. Con esto se despertó mas vivamente la curiosidad y el interés de las señoras.
–Unos pocos días después de bautizada la niña vinieron a buscarla en un carruaje muy lujoso, por orden del médico. Entramos en la Habana por la puerta de la Muralla, dimos muchas vueltas y fuimos a parar a una casita del callejón de San Juan de Dios. [...] Me recibió a la puerta una mulata gorda, bien vestida y hermosa. Diciéndome: Entra, María Regla (sabía mi nombre), me arrebató la niña de los brazos y por poco se la come a besos. Esta es la madre, pensé yo. Más luego me desengañé que no lo era, pues siguió con la niña hasta el segundo cuarto y se la presentó a otra mulata más joven, más bonita que ella, que se hallaba en una cama. ¡Charito! ¡Charito! le dijo. ¡Despierta! Alégrate. Mira a quien tienes aquí, a tu Cecilia. ¡Mira qué linda está! [...] Aunque estaba pálida como muerta, casi desnuda, flaca, con el pelo alborotado, se me dio aire a Cecilia, sí, se me pareció mucho a ella, me convencí de que era su madre. [...] Tardó mucho en despertar la tal Charito, pero más valía que no, porque se armó allí la San Francia. Abrió los ojos, miró para todas partes como azorada y se sentó en la cama. Me pareció que hacia como si estuviera loca; y lo estaba, niñas, no me quedó duda. Cuando la mulata gorda, que la llamaban Doña Josefa, le metía la niña por los ojos, ella empujó a las dos y se echó fuera de la cama furiosa. Agarró a Cecilia por el pescuezo con las dos manos y trató de ahogarla y la hubiera ahogado, si Doña Josefa no echa a correr para la sala con la niña y cierra la puerta del primer aposento. También entró una negra vieja, alta, que parecía un esqueleto andando y se apareció de repente por la puerta de la cocina, y yo, logramos sujetar a la loca y tumbarla en la cama. Fui a coger la niña, pues la oí llorar; y encontré las puertas cerradas por dentro con la aldaba de garabato, y aunque toqué varias veces no vino doña Josefa a abrirme. Supuse que por miedo de la loca y traté de espiar por un agujero, por si veía lo que estaba haciendo. La vi efectivamente de espaldas, asomada a un postigo de la ventana, presentándole la niña a un caballero que se hallaba en la calle y del cual solo alcancé a verle el sombrero negro de ala angosta y copa como campana. Era de los llamados del situayen, que estaban de moda y me pareció haberlo visto antes. [...] Sin duda con ese caballero hizo seña Doña Josefa para que el médico Rosain viniera, pues se apareció en la casa de buenas a primeras y derecho pasó al cuarto de la enferma y la estuvo examinando despacio. Su pronóstico fue fatal. Charito está loca de cepo, -le dijo sin rodeos a doña Josefa; y lo que es peor, hay que separar cuantos antes la hija de la madre ó la madre de la hija. [...] Pues a la esquina el médico, a poco volvió y comenzó a decir:
–Don Can... ...
–Calle, señor doctor, -le atajó mas azorada que nunca doña Josefa-. Calle, por vida suya, no diga más, yo sé su nombre y basta.
–Bien está, --continuó el médico con toda su calma-, el caballero de la esquina es de opinión que se lleve a Charito a Paula, y ahora mismo dispondrá que la conduzcan en una litera. ¡Ah! Tambien es de opinión que se quede la niña con su criandera en esta casa.
–¿Quién era el caballero de la esquina? -preguntaron Cármen y Adela.
–Yo no lo sé verdaderamente, niñas mías; contestó titubeante la antigua nodriza. No me atrevería a jurar que el médico dijo -Don Cán. Bien pudo decir en vez de Don Cán, Don Juan, Don San, ú otra palabra acabada en an.
–¡Cómo! ¡qué! -interrumpió Adela a la negra Carmen visiblemente enojada-. ¿Acaso sospechas que fué papá?
–Yo no, niña de mi corazón; -se apresuró a decir la antigua nodriza-. Dios me libre de sospechar nada amo malo. Me equivoqué, niña Carmita, se me trabucó la lengua. Yo no quise decir amo, yo quise decir blanco. Los esclavos no deben pensar nada malo de los blancos. ¿Entiende ahora la niña lo que quise decir?
Hubo un momento de silencio, si penoso para la narradora, mucho más para Isabel, cuya viva imaginación traspasaba los límites del presente, junto con los del lugar, y, atando cabos, veía, como a través de un cristal, el cuadro nada limpio ni edificante de la familia con la cual iba a contraer lazos que no se rompen sino con la existencia.
–Vamos a ver; volvió a la carga Adela con su voz melosa y persuasiva expresión. Dí de una vez ¿quién te figuras que fue el caballero que viste por el postigo de la ventana?
–Voy a decirlo, porque sus mercedes me lo exigen, no porque me sale de adentro. Dios me castigue si digo mentira, y no me tome en cuenta mis palabras si levanto un falso testimonio. Pero me figuré, niñas, que el caballero que ví al postigo de la ventana besando a la niña era ... el amo. Se parecía mucho.
–¡Papá! exclamaron indignadas Carmen y Adela. Eso no puede ser. Te engañaron tus ojos. Papá no ha tenido que ver nunca con mulatas y gente sucia.
–Me engañé, niñas; -dijo la negra compungida-. Sus mercedes no deben dar ningún crédito a mis palabras. Me engañé, ví mal. Tomé a otro caballero por el amo.
Pasadas las doce de la noche entreoyó doña Rosa un murmullo de voces en el interior de la casa y no creyendo menos, sino que ocurría alguna novedad entre sus hijas, se levantó y empujando puerta tras puerta por toda la crujía de cuartos, no paró hasta el tercero, donde se celebraba el congreso femenil. Su primer impulso fue reprender a sus hijas, pero se contuvo, a la vista de las señoritas Gomez y de su respetable tía doña Juana Bohorques. Entonces trató de averiguar el motivo de la velada.
–¡Mamá! -repuso Adela-, ella nos ha contado su historia y la creemos inocente de todo cuanto la acusan. Oyéndola hemos llorado como unas niñas.
–Está bien, Adela; -replicó doña Rosa después de breve rato de reflexión-. Por tí y por Isabelita (que no podía reprimir el llanto), perdono a María de Regla. Que vuelva a la Habana; pero no a servirme, ni a vivir en casa, sino para que se alquile por su cuenta. Yo le daré papel. Con eso, el jornal que gane será para que tú y Carmen tengan todos los meses algún dinerito con que comprar alfileres.
Hasta la puerta de la casita en la calle de Aguacate acompañaron a Cecilia el sastre Uribe, Clara su mujer, Pimienta y su hermana Nemesia. Tan triste y miserable se sentía Cecilia, que hasta el momento de meterse en la cama, no advirtió que la abuela era presa de una desazón terrible. La pobre anciana se retorcía y gemía sordamente, cual si estuviera a punto de acabársele la vida. Buscó entonces su frente y no bien le puso la mano encima, la retiró exclamando:
–¡Ay! ¡mamita! Su merced tiene calentura.
–¿Ya viniste? -replicó la anciana con voz moribunda-. Si tardas un poquito más no me encuentras viva.
Conmovida la abuela, puso una mano en la cabeza de la nieta, y dijo:
–¡Pobre Cecilita! Esto quiere decir, mi vida, que tú misma conoces que mis horas estan contadas. Digo mis horas, cuando pueden ser mis minutos, mis segundos ... y me preparas para la cena antes de emprender ... [..] No llores alma mía, que me afliges más de lo que estoy. Consuélate. Tú eres una niña todavía. Tienes delante un porvenir risueño. Aunque no te cases nunca, todo te sobrará. Siempre habrá quien mire por ti y te proteja. Y si no, allá está Dios en el cielo, que no le falta nadie. Y a siento algún alivio. Tal vez el mal da tiempo ... ¿Qué sabemos? Vamos, hijita, cálmate. Valor. [..] Necesitas descanso. Si te acuestas ahora mismo, de aquí al día tienes dos horas de sueño para recuperar las fuerzas ... Las muchachas de tu edad, son como la flor de la maravilla: cátala muerta, cátala viva. Ven, dame un beso, y ... hasta mañana. El ángel de la guarda te proteja con sus amorosas alas.
¡Qué había de dormir ni de reposar Cecilia! No bien abrieron las puertas de la ciudad y comenzó a oírse en las calles el cencerro desconchado de los arrieros de carbon, corrió en demanda de su cara amiga Nemesia para que se quedara al cuidado de la enferma mientras ella iba por el médico en la calle de la Merced. Días antes le había dado la abuela a prevención las señas de la morada del Galeno, con estas palabras: casa de azotea con una ventana de reja de hierro, puerta colorada de zaguan, en medio de la cuadra, acera del sur. No se equivocó la nieta, pero estaba cerrada y en silencio. ¿Qué hacer en aquellas circunstancias? El caso urgía y se decidió a llamar. Pegó un aldabazo y esperó en grande ansiedad el resultado.
Perpleja y azorada la muchacha, giró en torno y casi se le escapa un grito del susto, cuando reparó que un hombre de cara larga y pálida, sin pelo de barba, cual si fuera de la raza india, cuya cabeza cubría hasta las orejas, un gorro mugriento de seda; la miraba fijamente con ojos de monos, a través de la reja de hierro, medianera entre el aposento y el comedor.
–¿Qué traes? -le preguntó el hombre en voz gangosa de falsete-.
–Caballero, -repuso Cecilia dudosa-, vengo por el señor Don Tomás Montes ...
–Yo soy; -la interrumpió él-. ¿Qué se ofrece?
–Para mi abuela.
–¿Qué tiene tu abuela?
–¡Ay! Señor doctor, está muy mala. Se muere ... Si el señor doctor tuviera la bondad de ir ahora mismo ...
–¡Ah! Dile a tu abuela que para allá iré así que me pongan la volante. El calesero debe haber ido a bañar los caballos al muelle de Luz ... Si no ha tomado un trago por el camino, ahorita está de vuelta; y detrás de ti. .. Ve. Dí a tu abuela que para allá voy. El señor don, don, don ... digo, que paga bien los servicios ... Es generoso, espléndido ... Ve pronto.
Puntual fue Montes de Oca a la promesa hecha a Cecilia, presentándose en su casa a las nueve de la mañana; con lo cual dio, además, prueba palmaria de que sabia llenar los compromisos que contraía con sus amigos.
Para asistir a la enferma, pues que no entendían de eso Cecilia ni Nemesia, ya se había constituido en la casita doña Clara, la mujer de Uribe, a quien no tuvo empacho Montes de Oca de comunicar en secreto el juicio que había formado acerca de la enfermedad, según el breve examen hecho. Lo único que dijo en general Montes de Oca fue, que ante todo y sobre todo, era preciso combatir con mano fuerte el síntoma comatoso que presentaba la enfermedad.
Cecilia anegada en llanto acompañó al médico hasta la puerta de la calle, esperando sin duda una palabra suya de consuelo antes de marcharse. Pero él o no la entendió, o estaba embebida su mente en cosas muy ajenas a la enfermedad de la abuela y al dolor de la nieta. Sólo se ocupó de decirle, que no le sentaba tamaño aflicción, que a su amigo (él) [..] (con énfasis en esta frase de doble sentido) la tenía muy presente, y que volvería por la tarde para ver que tal seguía la enferma.
Puede afirmarse con verdad que doña Josefa no estaba en su cabal juicio y sentidos cuando se confesó, comulgó y recibió la extrema unción. A la conclusión de la tristísima ceremonia, todos los circunstantes, que más que menos, experimentaron una especie de alivio interior, porque se cree en general que trae aparejada la muerte.
El maestro Uribe con sus oficiales y amigos y los numerosos amigos de Pimienta, velaron toda la noche y a la hora del entierro, condujeron las andas a hombro, relevándose de cuatro en cuatro hasta el cementerio, situado en el pequeño arrabal de San Lázaro, al extremo de la calzada de este nombre.
José Dolores Pimienta, Uribe y algunos otros arrojaron un puñado de tierra sobre el ataúd de la que fue en vida Josefa Alarcón y Aleonado, no menos distinguida por su belleza, que por sus desgracias, su ardiente amor de madre y prácticas religiosas de sus últimos años; y el primero, que hacia de cabeza del duelo, a darles las gracias a sus amigos y despedirlos, no pudo evitar que se le humedecieran los ojos, acaso porque se le vino a la mente en aquel instante el cuadro de su idolatrada Cecilia, transida del dolor y desmayada en brazos de Nemesia.
A mediados de enero volvió del campo la familia Gamboa: los criados por mar; los amos por tierra. Leonardo llegó algunos días después. Lo primero que hizo doña Rosa en la ciudad fue darle licencia o papel a María de Regla para buscar acomodo.
En una mañana del benigno enero le dio a Cecilia un vuelco el corazón y dijo entre sí: ¡Eh! Viene él hoy. Y desde ese momento no pudo pensar en otra cosa, ni hacer nada de provecho. Veces infinitas se asomó al postigo de la ventana, creyendo la cuitada, que así apresuraría la venida del objeto de sus ansias; y otras tantas se dejó caer, desfallecida de alma y de cuerpo, en el columpio arrimado a la testera opuesta.
De poco le valió el volverse toda oídos y ojos. Por el contrario, tal era la ofuscación de sus sentidos, que escuchando no oía, mirando intensamente no veía. Esto explica porque se pasaron algunos segundos antes que ella percibiera la presencia del amante, llenando el hueco de la entornada puerta de la calle, cual el reflejo al espejo se divisaba su imagen adorada. Entonces, olvidada por completo de sus propósitos de venganza, de los desdenes anteriores, de los supuestos agravios recibidos con sus veleidades y su marcha al campo; corrió a su encuentro con los brazos abiertos, le besó y se dejó besar por él en el delirio de la pasión. No cabe duda, el hecho de la corta ausencia, había obrado el milagro de convertirlos en íntimos amigos, en cariñosos hermanos, en ternísimos amantes.
–¿Estás sola? la preguntó él.
–Sola; contestó ella con lánguida expresión.
–¿Me esperabas? agregó tiernamente teniéndola estrechada todavía por la cintura.
–Con el alma y con la vida; -repuso la joven en su amoroso entusiasmo-.
–¿Quién te dijo que yo venia hoy?
–¡El corazón!
–No hables boberías y dejémonos de cosas que no tienen fundamento. “Es gana que busques motivos de quejas.” (expresión de la época que quiere decir <<se sincera>>) Tú no puedes ponerte brava conmigo. Dime ¿en dónde estuviste la víspera de noche buena?
–¿De mal á mal?
–De bien á bien, cielo mio. De tí no quiero ni la gloria de por fuerza.
–Eso sí. Pues venia del baile de etiqueta que dió la gente de color en la casa de Soto, allá afuera.
–¿Cómo fuiste?
–A pié.
–No quiero decir eso. ¿Quién te convidó? ¿Con quién fuiste al baile?
–Me convidó Uribe el sastre, que fué uno de la comisión, y fuí al baile con Clara su mujer, con Nemesia y con José Dolores su hermano ...
Leonardo torció el ceño, y no supo ni pudo ocultar su disgusto.
–El que se pica ajos come; -dijo Cecilia sonriendo-. ¿Qué diré yo cuándo recuerde que voz fue al campo para seguir a una guajira?
–Veo que no pierdes la ocasión de zaherirme; -dijo Leonardo disimulando su desazón-. Y me parece que serías capaz de querer a cualquier hombre con tal de darme caritate.
–¿A quién he dado yo entrada? Vamos, explíquese.
–¿Quieres oírlo de mi boca? ¿Quién te acompañó al baile estando yo ausente? ¿Con quién bailaste? ¿En casa de quién vives ahora?
–¿ Y eso es lo que voz llama darle entrada a los hombres?
–Por ese camino al menos se va derecho al corazón de las mujeres.
–No al mio que está forrado y claveteado en cobre. Pero si de alguno no debe voz abrigar recelo es del hermano de Nene. Entre nosotros no ha cabido nunca, creo yo, más que una sincera y desinteresada amistad. Nosotros nos conocemos y tratamos desde chiquitos. Hemos jugado juntos a la gallina ciega y a la lunita, hemos crecido el uno al lado del otro, sin pensar en amores, al menos por mi parte. Sé que siente por mí un cariño entrañable; sé que se desvive por mí; sé que su mayor delicia es serme útil; sé que tiene orgullo en adivinar mis pensamientos; sé que si le pido un favor se aflige y se culpa a sí mismo porque no se adelantó a mi deseo; sé que no consentirá me ofendan ni las moscas; sé que es capaz de cometer cualquier locura por agradarme; sé que me cree el non plus ultra de las mujeres; sé que tiene celos de voz, que se lo comen vivo; pero aún no me ha hecho una declaración de amor. Sabe, el pobre, porque no tiene un, pelo de tonto, que yo no he de quererlo, ni casarme con él en la vida. Muchas veces, lo he sorprendido mirándome cual se mira a las santas; yo he hecho como si no lo notase ó entendiese y él no se ha atrevido a declararse. De aquí no ha pasado desde que nos conocemos. En su trato es una dama, muy galán y respetuoso con las mujeres, bien criado con los hombres; solo le falta la cara blanca para ser un caballero en cualquier parte. Le hablo con esta claridad de José Dolores, por que se me figura que a voz no le cae en gracia, que no lo ve con buenos ojos.
Se interrumpió a lo mejor el diálogo de los amantes, por la llegada de Nemesia, quien sintió gran disgusto de los presente. De Cecilia, porque así quedaba sumergida en el mar de confusiones, respecto de su suerte futura, quien le había arrojado la muerte repentina de su abuela. Con disgusto de Leonardo, porque después de lo averiguado acerca de la posición de Cecilia en aquella casa, comprendió que debía sacarla de ella cuanto antes so pena de perderla para siempre, y no había tenido tiempo de arreglar con su acuerdo el nuevo plan de vida. Por su parte Nemesia también experimentó un vivo disgusto; porque sin más argumento ni prueba que la presencia allí del temible rival de su hermano, cuando le creía más distante y olvidado de Cecilia, quedó convencida que ni los celos en ella, ni la ausencia en él, habían obrado el milagro de trocar en odio, siquiera en indiferencia, el profundo afecto que se profesaban los dos. -¡Pobre José Dolores! -exclamó Nemesia entre sí-. De esta la perdiste. ¡Tontos de nosotros que nos habíamos halagado con la esperanza de que se quedaría en el monte!
–Está de Dios, hijo, que no ha de ser tuya Cecilia; -dijo Nemesia con gran sentimiento a su hermano cuando volvió de la sastrería-.
–¿En qué te fundas para darme tan mala noticia?- preguntó el hermano alarmado-.
–Me fundo en que él ha vuelto. Los topé a los dos esta mañana como uña y carne.
–¿En dónde?
–En esta sala. Solitos ...
–Luego él no fue al campo para casarse.
–¡Casarse! Tal vez se ha casado y ahora anda atras de la querida.
–¡Qué! ¿Crees tú que va a sacarla de aquí pronto?
–Cuando menos... Para ponerle casa.
–Cuando menos, no; -dijo José Dolores irritado a lo sumo-.
–No. Si la destina para querida, mientras más pronto se la lleve mejor; porque primero me dejo escupir a la cara que hacer el papel de tapa. No es él hombre para pasarme la mota y reírse de mí. Que no se ponga en mi camino. ¿Dónde está ella?
–Vistiéndose allá dentro. Eso es, que lo espera esta noche.
–Es posible. Así será, bueno que yo me arrime a un lado por ahora. Una tragedia le causaría más pesar a ella que a él.
–Todavía no se ha perdido todo, José Dolores; -dijo Nemesia pensativa-. Mientras la vida dura hay esperanzas.
–¿Qué esperanza, hermana? O él, ó yo. Los dos juntos no cabernos. ¿Me resignaría yo a servir de tapa tampoco? Creo que nó, Nene.
–Bobería, José Dolores; del lobo aunque sea un pelo. ¿Quién puede decir con verdad que es el primero en el córazon de una mujer? Naiden. Ten por sabido que ella no es firmé ni de ley. Dice una cosa ahora y luego otra. Se dobla como la hoja del caimito: cátala colorada, cátala blanca. Si tú la hubieras oído cuando él se fue para el monte atrás de la muchacha blanca ... sabrías quien es ella.
Nemesia para si se dijo:
–¡No lo querré mas en la vida! No volverá a verme la cara. Aunque se me arrodille, aunque me bese los pies, no le perdonaré lo que me ha hecho. De mí no se burla ni el sol de los hombres. Apuradamente, con él no se acabaron los hombres. Hay muchos, me se sobran. ¿Cuántos, cuántos tan buenos mozos como él, no se darían santos con una piedra en el pecho, con tal que yo los quisiera? No seré de las que se quedan para vestir santos o cuidar sobrinos. Juro que el primero que me diga jí, le digo já. Y veremos quién pierde más, si él o yo.
Había llegado el momento de poner el plan ideado por Don Cándido antes de visitar el campo. La muerte de doña Josefa había arrojado a Cecilia en brazos de Leonardo, el cual, sabia su padre, no era tan simple ni tan virtuoso, que desaprovechase la ocasión que se le presentaba, de tomarla por manceba, con achaque de ampararla.
Mientras caminaba en la dirección de la calle Oficios, componía mentalmente un discurso regular en forma de diálogo para presentar su caso, bajo la mejor y más plausible luz, ante el señor Alcalde Mayor. Sucedió, sin embargo, que en presencia de su señoría, se le fueron de la mente las especies, cual pichones espantados del palomar y sólo acertó a decir:
–Que la Valdés le sonsacaba a su hijo Leonardo, le seducía con sus artimañas, y no le dejaba seguir los estudios de derecho y quería saber , ¿qué remedio podía poner la justicia a tamaño escándalo?.
Le escuchó el Alcalde con una sonrisa de satisfacción y de marcada condescendencia, y dijo:
–¡Cuánto me alegro, señor Don Cándido de oírle! ¡Estoy encantado, sorprendido! ¿Pues no ha de llamarme la atención y complacerme, si desde que presido en este tribunal de justicia, por disposición soberana, ha mas de un año, es voz el primero que se acerca a él en queja semejante? No es que no ocurran en la Habana casos iguales, no; ocurren a millares; es que tales son la ignorancia y la relajación de las costumbres, que sólo se consideran delitos los atentados contra la vida y la propiedad ajena, aquellos a que se sigue daño inmediato de la persona o de los bienes del vecino.
–Decía, señor Alcalde, -repuso Don Cándido cual si saliera de un sueño-; que una mozuela trae loco a mi hijo Leonardo, le seduce y encanta con sus mañas y no le deja concluir sus estudios de abogado ...
–Vamos por partes, -dijo O'Reilly con calma-. ¿Cómo se llama la seductora?
–Cecilia Valdés; -contestó tímidamente el querellante-.
–Luego la muchacha de que se trata, es bien criada, de vida honesta y no ha dado aun qué decir.
–Así es la verdad, sólo que, como de raza híbrida no hay que fiar mucho en su virtud. Es mulata y ya se sabe que hija de gata, ratones mata y que por dos salta la cabra, salta la que la mama.
–Pero (continuó con seriedad el Alcalde) como juez recto y de conciencia, demando las pruebas del delito.
–Por mi madre, señor Alcalde, que nunca pude pensar que fuese tan seria la cosa.
–Repito a voz, que la cosa no es tan fácil como parece a primera vista.
–¿Comprende ahora vuestra excelencia, cuál no será nuestra desgracia si nuestro primogénito, el hijo que ha de llevar el nombre de la familia, el título de nobleza, 1a administración de los bienes, etc., no estudia, no se recibe de bachiller, no se casa con la señorita con quien está comprometido, e infatuado con la Valdés, se la echa de querida? Sin el auxilio de vuestra excelencia., en estas circunstancias aflictivas, ¿qué serán de la paz y de la felicidad de mi familia?
–Pues hablara para mañana, señor Don Cándido; -exclamó el Alcalde-. ¿Por qué no hizo uso voz de esos argumentos desde el principio? El último, sobre todo, no tiene réplica; lleva el convencimiento al ánimo más reacio y frío. Me doy por vencido y desde este punto me tiene voz a sus órdenes. ¿Qué quiere voz que se haga con la Valdés?
Extraña y honda impresión produjeron en el rico hacendado las últimas palabras del Alcalde. Como notase el Alcalde su perplejidad, repitió la anterior pregunta con mayor énfasis.
–No sé,-respondió Don Cándido a espacio-; no sé verdaderamente. Lo que es en la cárcel. .. lo pensaría mucho. Sería demasiado para la pobre muchacha. Estaba pensando que en mi potrero de Hoyo Colorado ... El mayoral es casado, con hijos pequeños y ese punto dista buen trecho; pero se ofrecen varias dificultades, grandes, insuperables. No, no, tal vez convendría más ponerla en el ingenio de un amigo mio, que ya conoce a la chica y está enterado ... Aquí cerca: en Jaimanita. El también es casado... entrado en años. Incapaz... ¿Qué cree voz?
–Yo no creo nada, señor Don Cándido; Voz es el que debe pensar y resolver. A mí me toca dar la órden de arresto tan luego como se me pida en toda forma.
–¿Qué quiere decir voz. con toda forma?
–No será en la cárcel.
–Nó, de seguro que ahí nó.
–Menos en Paula.
–Tampoco en Paula, y por obvias razones. En fin, la pondré en las Recogidas, en el barrio de San Isidro, bien recomendada a la madre.
–Está bien. Ahí no entran mozuelos, supongo.
–No que yo sepa. Tal vez uno que otro empleado. Ahora bien ¿por cuánto tiempo se le encierra?
–Por seis meses.
–Corriente: por seis meses.
–A ver. Pienso que será mejor por un año. Largo tiempo es; pero mi hijo no se recibirá de bachiller hasta Abril y no se casará hasta Noviembre. Sí, por un año ...
–Hecho. En cuanto a mí, concluyó diciendo el Alcalde con solemnidad; lo de menos es el término del encierro, lo de mas es la sinrazón, la tropelía, la arbitrariedad que se comete con esa muchacha. Entiéndalo Voz Don Cándido, no hago esto por consideraciones a Voz, con cuya amistad me honro, lo hago por respeto a las frases finales de su anterior peroración, por la paz y la felicidad de la familia; cosas para mí sagradas.
A pretexto de tener que sacar a cierto amigo de un compromiso de honor, logró Leonardo que su bonísima madre le hiciese un préstamo irredimible de cincuenta onzas de oro, de su caja particular.
Con este dinero se apresuró el joven a tomar en alquiler una casa pequeña en la calle de las Damas, y con la misma premura se ocupó del ajuar. [..] Completados estos arreglos y altamente satisfecho de su obra, se dirigió a visitar a Cecilia y al llegar se encontró con una especie de arpía, con Nemesia, parada y fría, en medio de la sala de la casa en el callejón de la Bomba, cual estatua de llorona en el cementerio. Para su adentro sitió disgusto, y se esforzó en ser más amable y fino con la compañera y amiga de Cecilia.
–Llama a Cecilia.
–¡Qué la llame! ¿Eh? exclamó Nemesia con sarcástica sonrisa. ¡Qué valor tiene el caballero!
–¿Se necesita de valor acaso para rogarte que llames a tu queridísima amiga?
–Le digo al caballero, -repuso Nemesia enfadada-, que yo no nací ayer, ni me mamo el dedo. Por Dios bendito, Nene, te juro que no sé de Cecilia desde hace cuatro días.
–¿Se han peleado vosotros.? ¿La ha mortificado tu hermano? ¡Ah! Dime, dime, por lo que más quieras en este mundo ¿qué ha pasado entre vosotros.? ¿Qué sabes tú?
–No me hallaba presente, repitió, pero una mujer de la casa, que vio cómo pasó la cosa, me contó que ayer por la tarde entró de repente El comisario Corta-piedra, preguntó por Cecilia y en cuanto ella salió, le dijo que estaba presa, la cogió por un brazo y sin más ni más se la llevó para no se sabe donde.
–Lo extraño es que Cecilia se dejara prender sin defenderse, sin averiguar el motivo de la prisión. ¡Ni que hubiera estado ella de acuerdo y avisada! Cosa que me resisto a creer. ¡Ay del miserable esbirro que le puso la mano encima! ¿No sabes a donde la llevaron?
–Nada hemos podido averiguar yo y José Dolores. El comisario se llevó a Cecilia en una volanta.
–¡Qué intriga! Tan infame, como audaz. Pero averiguaré la verdad y sea el que fuere el autor del ultraje, me la pagará con las setenas.
Sin más, partió Leonardo a la carrera en busca del comisario Corta-piedra, quien vivía en el recuesto de la loma del Angel, por el lado que mira a la Muralla. No se hallaba en casa y la querida informó al jóven que era posible estuviese en el palacio de Gobierno, recibiendo órdenes.
Llegada la noche volvió Leonardo a casa del comisario y le encontró cenando con su querida.
–¡Ola! ¡Tanto bueno por aquí! exclamó el comisario muy risueño yendo al encuentro de Leonardo con la mano abierta y tendida.
–¿Con qué autoridad prendió voz a Cecilia Valdés? -preguntó el joven imperiosamente-.
–No con la que me ha investido el Rey Don Fernando de España, sino con la del señor Alcalde Mayor que firmó la orden de arresto a queja de un padre de familia.
–¿Qué Alcalde y qué padre de familia, se servirá voz decirme?
–No me es lícito revelarlo ahora. La conduje a donde se me ordenó.
–Importa poco que quiera voz echarla de reservado y de misterioso conmigo. He de averiguar la verdad y puede que todavía les pese al autor y al instrumento de esta intriga grosera e indecente.
Dicho lo cual, partió enojadísimo camino de su casa. En la noche se apareció en el Teatro de la Ciudad en busca de un hombre, cuyo puesto en el teatro sabía de antemano, pues como Alcalde Mayor debía presidir la función, desde el palco central en el segundo piso. Según calculó Leonardo a poco de concluido el primer acto, sintió pasos mesurados a través del salón, luego una mano que se posaba en sus hombros y de seguida una voz, que en tono dramático declamaba:
-¿Qué dice el amigo del valiente Otelo?
–¡Ah! ¿Eres tú, Fernando? Lo más distante que tenía de mi mente.
–¿Qué haces aquí tan solitario y perezoso?
–Vamos. ¿A qué negarlo? Tú estás enamorado y mal correspondido. Los síntomas todos son de amor. ¿Cuál es el origen real de tus cuitas? Confíamelas. Sabes que soy tu amigo.
–¡Mi amigo! -exclamó el joven con sonrisa irónica-. Creía que lo eras, pero me he desengañado que eres mi peor enemigo.
–¿Qué fecha tiene tu desengaño?
–La misma del flaco servicio que me has hecho. No sé cómo su memoria no te roe las entrañas.
–¿Va que has perdido el juicio? ¡Vamos, hombre! Ya caigo. Todo tu coraje nace... ¡Já! ¡já!
–No te rías; -dijo serio Leonardo-. No es esto paso de risa.
–¿Pues de qué es? -recalcó el Alcalde-. He aquí la primera vez, desde que nos conocemos, que te veo grave y ... bobo.
–No llames gravedad ni bobería a lo que toca en furor.
–Déjate de niñadas a estas horas. Tu enojo principal parece que es conmigo y si no estuvieras encalabrinado verías que lejos de odio me debes gratitud.
–No faltaba otra cosa, sino que tras de haberme herido por donde más me duele, esperes mi agradecimiento. ¡Qué frescura la tuya! ¿Sabias tú que Cecilia Valdés era mi muchacha?
–Lo supe el mismo día en que, según dices, te hice el flaco servicio ...
–¿Qué delito achacan a la muchacha para el atropello?
–Ningún otro, a lo que entiendo, que el de quererte demasiado.
–Si se han figurado que la triste huérfana no tiene quien la defienda, se engañan de medio a medio. Aquí estoy yo, que pondré el asunto en tela de juicio.
–Mal harás, Leonardo; replicó el Alcalde con calma y dignidad. Mal harás, te repito. Por lo que a mí toca, tus lanzadas no me harían daño ninguno, rebotarían en la cota de malla de mi elevada posición, de mis títulos de nobleza y de mi valimiento aquí y en la corte. Por este lado soy inmune. Tu padre, tu bueno y honrado padre, vino a mi tribunal y estableció querella en toda forma contra esa muchacha por seductora de un menor, hijo de familia rica y decente, con sus encantos y trapacerías.
–¿Con que tal es el epítome de la historia que te ha contado mi padre? ¡Escucha! Contempla ahora el reverso de la medalla. No hay tal seducción, engaño ni calabazas en este negocio. La muchacha es lindísima y me idolatra. ¿Por qué no había de corresponder a su amor? Pero resulta que desde chiquita viene papá siguiéndole los pasos, manteniéndola, vistiéndola, calzándola, celándola, rondándola, cuidándola mucho más y mejor de lo que jamas ha mantenido, vestido, calzado, rondado y cuidado a ninguna de sus hijas. ¿Para qué? ¿Con qué fines, preguntarás tú? Solo Dios y él lo saben.
–Eres injusto, muy injusto con tu padre y conmigo. Con él, porque no accedí a sus ruegos sino cuando me convencí plenamente de que eran rectas y santas sus intenciones respecto de ti, de la familia y de la misma Valdés. Conmigo eres injusto, porque viendo que tu padre estaba resuelto a cortar de cualquier modo, costara lo que costara, tus relaciones clandestinas con la muchacha, decidí encerrarla en las Recogidas por un corto tiempo, digamos, hasta tanto que te recibes de bachiller y te casas como Dios manda y como conviene a tu clase y al caudal de tu familia. Que después, si te parece, volverás ... a los primeros amores.
Leonardo se quedó callado y pensativo y dijo luego con tibieza:
–¡Adios, Fernando!
Éste le detuvo por el brazo y repuso:
–No has de irte de esa manera, cual si hubiéramos reñido. Ven a mi palco: saludarás a mi esposa y oirás a mi lado el segundo acto de la ópera. Para aliviar ciertos dolores no hay bálsamo comparable con el de una buena música.
Produjo una verdadera revolución la entrada de Cecilia en la casa de las Recogidas. Su juventud, su belleza, sus lamentos, sus lágrimas, los motivos mismos de su prisión, <supuestos hechizos empleados para seducir a un joven blanco de familia millonaria de la Habana,> todo concurrió para inspirar curiosidad, simpatía o admiración en las mujeres de varios colores y condiciones que cumplían términos más o menos largos de condena.
El guardador de estas ovejas descarriadas era un solteron verde, suerte de monigote, en quién los años, ni las penitencias habían domado las humanas pasiones. Hasta la fecha presente, solo habían ingresado en el establecimiento a su cargo, mujeres de baja extracción, viejas, feas y gastadas por los vicios. En condiciones bien diferentes vino Cecilia a aumentar su número.
Cecilia: Tal vez había pecado; pero de seguro que no por vicio, ni mala inclinación. Esto abonaban sus pocos años, su porte decente y modesto, su hermoso aspecto y el nácar de sus tersas mejillas. El dolor, la vergüenza de verse encerrada y confundida entre unas mujeres, conocidamente de mala conducta, era sin duda lo que la hacia prorrumpir en lágrimas y quejas contínuas. Tantos y tales extremos de genuino pesar eran incompatibles con el delito. “¡Dios mio! ¡Dios mio! ¿Por qué culpas he merecido yo este tremendo castigo?”
El guardador se encontraba haciendo su ronda y en uno de esos momentos se le apareció María de Regla, con achaque de venderle frutas del tiempo y conservas; negocio en que se ocupaba entonces. El hombre no queria comprar ni enredarse en una conversación que podia distraerle de sus agridulces pensamientos. Pero no por eso desistió de su propósito la vendedora.
–Otras veces me han comprado aquí frutas y dulces.
–No en mi tiempo. Sería cuando estaba el papanatas que suele reemplazarme.
–Está bien. El que manda, manda. Me iré; pero antes ¿no tendría la bondad de oírme el recado que acaba de darme un caballerito para el señor?
–¿Qué recado? Despacha; replicó con rudeza el hombre después de mirar fijamente a la vendedora.
–¿Tiene aquí el señor presa a una niña blanca?
–No tengo preso a nadie. No soy carcelero; soy un mero guardián de las recogidas por delegación del ilustrísimo señor obispo Espada y Landa. [...] ¿Qué pretende el tal caballero?
–Poca cosa. Quiere que el señor dé a la niña de su parte estas naranjas (escogiendo seis entre las más hermosas del tablero) y que le diga que él está metiendo empeños y gastando mucho dinero para sacarla cuanto antes de esta prisión.
–¿Cómo se llama el caballero?
–La niña sabe; replicó María de Regla, marchándose bruscamente.
Dos ó tres días despues volvió esta, y el portero de las Recogidas no la recibió mal. Tenia nueva pretensión: la de hablar a solas con la presa en la prisión.
–El caballero me dio para el señor esta media docena de onzas de oro, por si la niña necesitaba algo de comer, o de vestir, o cualquier antojo ...
Este último argumento acabó por dar al traste con el resto de virtud o empacho del portero. Concedió la entrada. María de Regla encontró a Cecilia.
–Mi nombre es María de Regla, humilde criada de su merced y esclava del niño Leonardo Gamboa.
–¡Ah! -exclamó Cecilia poniéndose en pié y abrazando a su interlocutora-.
–¡Oiga! dijo ésta con sentimiento. La niña me reconoce y abraza como esclava del niño Leonardo, no como la madre de leche que soy de su merced.
–No, la abrazo por ambos motivos, sobre todo, porque su venida es nuncio de salvacion para mí.
–Dígame, niña, ¿qué tiene en los ojos?
–Nada tengo en los ojos; -repuso Cecilia estragándoselos inocentemente-.
–¡Pobrecita! Su merced ¿está enferma?.
–-¡ Yo enferma! Nó, no; -dijo ella algo nerviosa-.
–Su merced ya es mujer del niño Leonardo.
–No entiendo lo que V.voz dice.
–¿Ha sentido su merced náuseas? ¿Así como ganas de vomitar?
–Sí, varias veces. Más a menudo desde que estoy en esta casa. Lo atribuyo a los sustos y pesares de mi injusta prisión.
–Uff. Ciertos son los toros. ¿No lo dije? La causa de la enfermedad de su merced es otra. Yo lo sé; lo adivino. ¿No sabe la niña que he sido enfermera por muchos años? ¿Que soy casada? Ya no hay remedio. Ninguno. ¡Pobre niña! ¡Inocente! ¡Desgraciada! A su merced le han hecho mucho daño, con esa carita tan linda que Dios le ha dado. Si su merced hubiera nacido fea, tal vez no le pasara lo que le pasa ahora. Estaría libre y seria feliz. Más ... lo que remedio no tiene, olvidar es lo mejor. En fin, diré al niño Leonardo el estado de su merced y segurito que se apresurará a sacar a la niña de esta maldita casa.
Afectaron fuertemente a Leonardo Gamboa las últimas nuevas que de Cecilia le trajo la esclava. Sin pérdida de tiempo, como lo había previsto ésta, se evocó con su condiscípulo y amigo el Alcalde Mayor, que había decretado la orden arbitraria de prisión, ante el cual hizo valer aquellos títulos, junto con esta circunstancia. Le reveló igualmente en secreto, el estado delicado de la muchacha. Derramó por todas partes el oro a manos llenas y tuvo la inefable satisfacción de ver coronados sus esfuerzos con el éxito mas completo hacía los postrimeros días del mes de Abril.
Cecilia era y ha sido siempre de él a pesar de la tenaz oposición de su padre. Al haber pagado tan alta suma de dinero, pudo al fin liberar a Cecilia y de la prisión la condujo a la casa que había alquilado en la calle de las Damas, ofreciéndole a Cecilia para su cuidado a María de Regla. No parecía que hubiese hombre más feliz sobre la faz de la tierra. Aún cuando todo esto se ejecutó con entera reserva de Don Cándido, nada ocultó Leonardo de doña Rosa.
Volando pasaba el tiempo con inconcebible rapidez. A fines de Agosto tuvo Cecilia una hermosa niña, suceso que, lejos de alegrar a Leonardo, parece que sólo le hizo sentir todo el peso de la grave responsabilidad que se había echado encima en un momento de amoroso arrebato.
A los tres o cuatro meses de esa union ilícita, fueron menos frecuentes y menos prolongadas las visitas de Leonardo a la casa de la calle de las Damas. ¿De qué valía que él colmase de regalos a la querida, que se adelantase a todos sus gustos y sus caprichos, si era cada vez más frío y reservado con ella, si no mostraba orgullo ni alegría por la hija, si no pudo lograr jamás que cambiara siquiera por una noche la casa de los padres por la suya propia? [..] Doña Rosa, ademas, había averiguado por aquellos días la historia verdadera del nacimiento, bautizo, crianza y paternidad de Cecilia Valdés, contada ahora por María de Regla.
–Estaba pensando, Leonardito, que es hora de que sueltes el peruétano de la muchachita ... ¿Qué te parece?
–¡Jesus! mamá; -replicó escandalizado el joven-. Seria una atrocidad.
–Sí, es preciso; añadió la madre en tono resuelto. Ahora, a casarte con Isabel.
Por carta de Don Cándido a Don Tomas Gomez, pidió doña Rosa la mano de Isabel para su hijo Leonardo, heredero presunto del condado de Casa Gamboa.
En respuesta, la presunta novia, acompañada de su padre, hermana y tia, vino a su tiempo a la Habana, y se desmontó en casa de sus primas, las señoritas Gomez. Quedó pues aplazado el matrimonio para los primeros días de Noviembre, en la pintoresca iglesia del Angel, por ser la más decente, si no la más cercana a la feligresía propia. La primera de las tres velaciones regulares se corrió el último domingo del mes de Octubre, pasadas las ferias de San Rafael.
No faltó quien comunicara a Cecilia la nueva del próximo enlace de su amante con Isabel Gomez. Renunciamos a pintar el tumulto de pasiones que despertó en el pecho de la orgullosa y vengativa, mulata. Basta decir, que la oveja de hecho se transformó en leona.
Al oscurecer del 10 de Noviembre llamó a la puerta de Cecilia un antiguo amigo suyo, a quien no veía desde su concubinaje con Leonardo.
–¡José Dolores!, -exclamó ella echándole los brazos al cuello, anegada en lágrimas-. ¿Qué buen ángel te envía a mí?
–Vengo, repuso él con triste semblante y tono de voz terrible, porque me dijo el corazón que Cecilia podía necesitarme.
–¡José Dolores! ¡José Dolores de mi alma! Ese casamiento no debe efectuarse.
–¿Nó? ¡Nó...!
–Pues cuente mi Cecilia que no se efectuará.
Sin más, se desprendió él de sus brazos y salió a la calle. Cecilia a poco, con el pelo desmadejado y el traje suelto, corrió a la puerta y gritó de nuevo:
–¡José! ¡José Dolores! ¡ ¡A ella, a él, no...!
Inútil advertencia. El músico ya había doblado la esquina de la calle de las Damas. Ardían numerosos cirios y bujías en el altar mayor de la iglesia del Santo Angel Custodio. Algunas personas se veían de pié, apoyadas en el pretil de la ancha meseta en que terminan las dos escalinatas de piedra. Por la que mira a la calle de Compostela subía un grupo numeroso de señoras y caballeros, cuyos carruajes quedaban abajo.
Ponían los novios el pié en el último escalón de la entrada a la iglesia, cuando un hombre, que venía por la parte contraria, con el sombrero calado hasta las cejas, cruzó la meseta en sentido diagonal y tropezó con Leonardo, en el esfuerzo de ganar antes que éste, el costado del sur de la iglesia: por donde al fin desapareció.
Se llevo el joven Leonardo la mano al lado izquierdo, dio un gemido sordo, quiso apoyarse del el brazo de Isabel, rodó y cayó a sus pies, salpicándole de sangre el brillante traje de novia de seda blanco. Rozándole el brazo a la altura de la tetilla, le entró la punta del cuchillo, camino derecho al corazón. [...]
Lejos de aplacar a doña Rosa el convencimiento, de que Cecilia Valdés era hija adúltera de su marido y media hermana por ende de su desgraciado hijo, eso mismo pareció encenderla en ira y en el deseo desapoderado de venganza. Persiguió, pues, a la muchacha con verdadero encarnizamiento y no le fue difícil hacer que la condenaran como cómplice en el asesinato de Leonardo, a un año de encierro en el hospital de Paula. Por estos caminos llegaron a reconocerse y abrazarse la hija y la madre; habiendo ésta recobrado el juicio, como suelen los locos, pocos momentos antes de que su espíritu abandonase la mísera envoltura humana.
Por lo que hace a Isabel Gomez, desengañada de que no encontraría la dicha ni la quietud del alma en la sociedad dentro de la cual le tocó nacer, se retiró al convento de las monjas Teresas ó Carmelitas y allí profesó al cabo de un año de noviciado.
-FIN-