sábado, 8 de junio de 2024

Ponencia sobre las ideas de Martí

“ 

LAS TRES IDEAS FUNDAMENTALES DE JOSÉ MARTÍ 

PARA LA LIBERACIÓN NACIONAL: MORA­LIDAD, JUSTICIA Y LIBERTAD 


Jesús A. MARTÍNEZ GÓMEZ 

Centro Universitario "José Martí Pérez. Santi Espiritu, Cuba 

RESUMEN: En el trabajo se abordan las tres ideas fundamentales en que basó José Marti su proyecto de liberación nacional para Cuba, así como el alcance internacional que pretendió dar al mismo buscando el necesario equilibrio del mundo . 

PALABRAS CLAVE: Idea, Moralidad, Justicia y Libertad. 

José Martí es el hombre más universal del siglo XIX cubano. No fue solo un gran político, escritor, profesor, orador, periodista y poeta; su vida fue mucho más que eso porque la dedicó a una tarea trascendental: la liberación de su pueblo. Su proyecto redentor se articuló a través de tres ideas básicas: moralidad, justicia y libertad. 

El héroe cubano vivió convencido de que no hay obra humana que pueda llevarse felizmente a término, y mucho menos perdurar, si no se basa en sólidos principios y valores morales. Eso explica que la prédica moral haya estado presente en su que hacer político práctico y literario. Vivió y murió como saben hacer los grandes, dejándonos una vida pletórica de enseñanzas y de ejemplos, y todo lo que escribió está bañado de inquietudes morales en las que se evidencia su constante preocupación por el valor de la virtud y el perfeccionamiento humano. 

Es dificil encontrar un escrito suyo donde no esté presente una sentencia moral acompañada de una reflexión ética. Tampoco resulta fácil encuadrar su conciencia moral dentro de una corriente ética de pensamiento, pues bebió de muchas fuentes y no encasilló sus ideas morales en los marcos rígidos de una filosofía o concepción del mundo. Creador por excelencia, le imprimió el sello de su individualidad a todo lo que hizo y rechazó seguir servilmente doctrina alguna. Eso sí, fue el consagrado de una causa: lograr la independencia de Cuba y Puerto Rico e impedir que perdieran la suya las demás Antillas y las jóvenes repúblicas latinoamericanas. A ella dedicó toda la fuerza de su ingenio y entereza moral. 

Sus ideas morales no se formaron al fragor del ejercicio académico, en el espacio fijo de una cátedra -aunque en ocasiones se dedicó a ese tipo de labor-, sino en el transcurso de una vida dedicada a la realización de un ideal. Ellas fueron las que le permitieron sostener el peso de la importante tarea histórica de organizar y llevar a vías de hecho una guerra que consideró necesaria, pese a los malestares de un cuerpo que quedó para siempre resentido y agonizante por las secuelas del presidio. Eso explica la fortaleza de su espíritu, que lo mantuvo siempre firme en los proyectos, y la preocupación constante por dotar de contenido moral las acciones revolucionarias. 

El proyecto emancipador martiano también estuvo presidido por otra idea básica: la de justicia. Martí concibe la necesidad de la guerra de liberación como acto de justicia encaminado a reivindicar el derecho de su pueblo a ser independiente, y como el principio de un programa de amplias transformaciones sociales encaminado a hacer realidad los derechos de sus compatriotas a una vida mejor y más digna, es decir, a la realización de lo que hoy llamaríamos tres generaciones de derechos humanos: civiles y políticos; económicos, sociales y culturales; y al desarrollo de los pueblos. 

Dentro del conjunto de derechos que pretende reivindicar con la realización de su programa de emancipación nacional, Marti destaca la libertad. Entiende que ésta permitiría al hombre liberarse doblemente: en el plano individual y colectivo. En el primero, de la tiranía de los instintos, los convencionalismos sociales y de todo lo que le impida crecer y ganar en humanidad con el ejercicio de la libertad; y en el segundo, de la dependencia de una sociedad de otra, de la tiranía del colonialismo que obstaculizaba la prosperidad de las naciones cortando la realización de la persona humana. 

En la formación de sus ideas revolucionarias se aprecia la influencia del pensamiento moderno, y sobre todo de la reelaboración nacional del mismo por el padre José Agustín Caballero y sus discípulos Félix Varela, José Antonio Saco, y José de la Luz y Caballero, a quien prefirió. Por otra parte, del cristianismo que, interpretado de forma muy particular, fue siempre un valuarte firme de sus ideas morales, de redención y de justicia social. 

MORALIDAD 


Desde muy joven Martí analiza el bien en el marco de sus preocupaciones patrióticas. Cuando cae preso por sus ideales a la edad de 16 años, le dice a su madre: "Mucho siento estar metido entre rejas; -pero de mucho me sirve mi prisión.- Bastantes lecciones me ha dado para mi vida, que auguro que ha de ser corta, y no las dejaré de aprovechar." Durante los seis meses que pasó en el presidio reflexionó todo el tiempo sobre la idea del bien, dándonos a conocer sus preocupaciones años más tarde en la obra “El presidio políticos en Cuba.” Ya entonces se inclina hacia la idea de la concepción trascendente del bien, es decir, concibe el bien no sólo para hoy y para esta vida sino para el futuro y para la eternidad, lo que explica su sentencia de que "la noción del bien flota sobre todo, y no naufraga jamás."  

Buscando dar concreción a esa trascendencia, nos dice que "Dios existe   (... ) en la idea del bien, que vela el nacinúento de cada ser, y deja en el alma que se encarna en él una lágrima pura. El bien es Dios. La lágrima es la fuente de sentimiento eterno'. De esta forma, Martí estima que el sentimiento del bien es de origen divino, y en cuanto tal, intrínseco a cada ser que nace a imagen y semejanza del Creador. Por eso en uno de sus apuntes escribe que han muerto y morirán muchas religiones, pero no el "Dios conciencia, la dualidad sublime del amor y del honor, el pensamiento inspirado de todas las religiones, el germen eterno de todas las creencias, la ley irreformable, la ley fija, siempre soberana de las almas, siempre obedecida con placer, siempre noble, siempre igual; -he aquí la Idea Poderosa y fecunda que no ha de perecer, porque renace idéntica con cada alma que surge a la luz;- -he aquí la única cosa verdadera, porque es la única cosa por todos reconocida;- -he aquí el eje del mundo moral;- -he aquí a nuestro Dios omnipotente y sapientísimo.-” 

Y, ¿quién es ese Dios conciencia? Es "el hijo del Dios que creó, que es el único lazo visible unánimemente recibido, unánimemente adorado, que une a la humanidad impulsada con la divinidad impulsora.” La conciencia moral del hombre, los ideales del bien, se han encarnado en el Dios hombre, Jesús de Nazaret. Él es el modelo de corrección moral humana, algo así como el arquetipo de conciencia práctica al que los hombres deben rendir culto para que el bien no pierda la pureza necesaria para vencer al mal. 


José Martí ve en las creencias un medio de magnificar la virtud. Considera que la vida del hombre "sería una invención repugnante y bárbara, si estuviera limitada a la vida en la tierra" y que la fe religiosa ayuda al perfeccionamiento moral porque "la creencia natural en los premios y castigos y en la existencia de otra vida ( ... ) sirve de estímulo a nuestras buenas obras, y de freno a las malas". De ahí que sea categórico cuando expresa: "Un pueblo irreligioso morirá, porque nada en él alimenta la virtud. Las injusticias humanas disgustan de ella; es necesario que la justicia celeste las garantice."

Sin embargo, Martí no se queda en la idea de la necesidad de la religión para la moralidad como hizo Kant, pues sostiene también que la moral es la base de las buenas religiones. A las religiones o interpretaciones de ella que limitan la vida humana, atentando contra la naturaleza y el crecimiento libre de la espiritualidad del hombre, las rechaza. Por eso dice al "Hombre del campo": "Ese Dios que regatea, que vende la salvación, que todo lo hace en cambio de dinero, que manda las gentes al infierno si no le pagan, y si le pagan las manda al cielo, ese Dios es una especie de prestamista, de usurero, de tendero." Y lo alerta: "¡No, amigo mio, hay otro Dios!”

Martí cree en el Cristo de los evangelios por "la pureza de su doctrina moral," pureza que debe servir de inspiración al hombre para que pueda hacer el bien con la entereza de aquél, y no caer frente al mal. En este sentido predica que una de las cualidades morales que más dignifica a quien hace el bien, es el desinterés. Si éste falla, se pierde la preocupación genuina por el ser humano que es la que debe regir la realización del acto moral. Esto explica sus sentenciosas palabras: "el hombre que hace el bien para que le estimen la bondad, o se cansa de hacerlo en cuanto no se le estima, no es bueno de veras."

Con el interés aflora el egoísmo que compromete la realización del bien en sí, siempre altruista en la concepción moral martiana. "Los intereses creados son respetables -advierte-, en tanto que la conservación de estos intereses no daña a la gran masa común." Y en este sentido es que pensamos debe interpretarse el llamamiento martiano a actuar con desinterés: a no dejar que el egoísmo del acto interesado termine estropeando la finalidad altruista que debe inspirar las obras buenas para que perduren. Por tal razón manifiesta que el desinterés "es la virtud que funda y salva" y "bien mirado es el modo mejor de servir el interés."

La distribución del bien moral es mirada por Martí en los marcos de un utilitarismo altruista. Reconoce que es "preferible el bien de muchos a la opulencia de pocos" y que "atender al bien general es favorecer y acelerar el propio," pero no sólo porque considere que el interés común comprende también nuestras aspiraciones particulares, y que al ayudar al bienestar humano se está contribuyendo al propio, sino porque más allá de esto, con el sólo acto de beneficiar a los demás sin pensar en ventajas personales, el hombre se hace bueno y crece. 

Esta concepción del bien estuvo presente en su proyecto emancipador, alejado de odios y egoísmos, y explica por qué sus reflexiones sobre la dignidad, la virtud, el sacrificio y el deber hayan estado guiadas siempre por un único sentimiento: el amor. 

Martí concibe el proyecto revolucionario a partir del valor de la dignidad. Comprende que "ese respeto a la persona humana ( ... ) hace grandes a los pueblos que lo profesan y a los hombres que, viven en ello," pues sin él "los pueblos son caricaturas, y los hombres insectos.” Avizora que en la dignidad se concentra fuerza moral del de hombre y es como la esponja: se la oprime, pero conserva siempre su fuerza de tensión, por lo que todo que no sea compatible con ella, [caerá].

Vivió con el convencimiento de que el hombre con su conducta debe hacer real el merecimiento de ese respeto, eligiendo hacer el bien y no el mal, y ayudando a los demás. "En la mejilla -nos dice- ha de sentir todo hombre verdadero el golpe que reciba cualquier mejilla de hombre." Por eso combate las ideas racistas de la época y la inhumanas práctica de la esclavitud. 

De niño, cuando en una ocasión visitaba el campo con su padre, presenció un hecho que lo marcaría para siempre, reflejándolo años más tarde en sus versos sencillos: 

Rojo, como en el desierto, 
Salió el sol al horizonte:                                                                                       
Y alumbró a un esclavo muerto, 
Colgado a un seibo del monte. 
Un niño lo vio: tembló 
De pasión por los que gimen 
¡Y, al pie del muerto, 
juró Lavar con su vida el crimen!

A lo que añade su conocida sentencia poética: "¡La esclavitud de los hombres/ Es la gran pena del mundo!”  Para Martí "dignidad del hombre es su independencia,” de ahí que todo hombre tenga el deber de extender su libertad a los demás. "Hombre es más que blanco -advierte-, más que mulato, más que negro" porque "sobre, las razas ( ... ) está el espíritu esencial humano que las domina y unifica'.” Estas ideas encontraron especial reflejo en su ideal libertario, llevándolo a concebir la necesidad de que "la ley primera de nuestra república sea el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre.”

El Apóstol cubano no concibe la vida del hombre sin la lucha constante por el mejoramiento y la perfección de la humanidad. Es a través de esa lucha "que el hombre elabora su dicha y contribuye a la de los demás." "La vida está en la compañía y el sacrificio," dice, porque "No se tiene el derecho del aislamiento: se tiene el deber de ser útil.” Combate a los que en su tiempo servían con su pluma al dinero y no al deber, porque "el verdadero hombre no mira de qué lado se vive mejor, sino de qué lado está el deber.”


Ve el porvenir del ser humano estrechamente ligado al cumplimiento del deber. Según su concepción, al devenir instrumento del deber, el hombre se hace hombre, que “es algo más que ser torpemente vivo: es entender una misión, ennoblecerla y cumplirla.” En este aspecto sus ideas apuntan al planteamiento kantiano, de que deber es poder, pues entiende que "ver un deber y no cumplirlo es faltar a él.” Y si al deber se falta, dice, es porque "no se entendió con toda pureza, sino con la liga de las pasiones menores, o no se ejercitó con desinterés y eficacia."

Entiende que "no hay más que una raza inferior: la de los que consultan, antes que todo, su propio interés, bien sea el de su vanidad o el de su soberbia o el de su peculio: -ni hay más que una raza superior: la de los que consultan, antes que
todo, el interés humano.” Sin desinterés la práctica del deber degenera en egoismo y nunca llega a ser virtud. El interés propio hace que pierda fuerza moral el deber porque su "fuerza está en el sacrificio.”

El sacrificio implica un desprendimiento de sí que se entrega a los demás, y logra hacerse regularmente si el hombre se propone superar el egoísmo. De acuerdo a su visión, el "egoísmo era la nota de los tiempos antiguos,” mientras que el "humanismo (el altruismo, la abnegación, el sacrificio de sí por el bien de otros, el olvido de sí) es la nota de los tiempos modernos; Y de que el mal es causado por el egoísmo, que es a su vez "consecuencia de la riqueza." Esto lo lleva a razonar que "si los gobiernos se hacen egoístas, y los pueblos ricos se apegan a su riqueza y obran como avaros viejos, la humanidad es en cambio
perpetuamente joven,” dando a entender que el pensamiento humanista está por encima de las mezquindades del hombre, y gracias a él, que no envejece, sobrevive la humanidad a todos los vicios que amenazan con destruirla. De ahí su tan, categórica sentencia: "El egoísmo es la mancha del mundo, y el desinterés su sol.”

Sobre la base de estas ideas desarrolla su concepción de la virtud, que fue un pilar muy importante dentro de su programa revolucionario. Fue consciente de que "la virtud es costosa, y el espíritu humano la demora y la esquiva, aunque en las horas supremas sea capaz de ella.” La virtud se levanta contra los vicios humanos, haciéndolos aún mucho más visibles; Por eso con "cada virtud que luce, se encienden todos los vicios que la combaten.” Reconoce que el universo moral del hombre alberga la insoluble contradicción entre virtudes y vicios. "Es así la virtud -expresa-, que, distribuida por el universo equitativamente, siempre que en un espacio o localidad determinada falta en muchos, en uno solo se recoge, para que no se altere el equilibrio y venga a padecer la armonía humana.” Por tal razón, le atribuye gran importancia práctica a saber diferenciar en el proceso revolucionario a la virtud verdadera de la aparente, al hombre virtuoso del vicioso disfrazado de bueno.
 
Es tarea difícil hacer esa diferenciación porque la naturaleza buscando "hacer más meritoria la virtud, ha hecho amables y seductores a los que atentan contra, ella, y reparte por igual sus dones entre los que corrompen y los que fundan.” Esto lo convence de que se necesitan más virtudes que talentos, y medita sobre la descripción de signos que permitan descubrir a los falsos virtuosos, tales como: 

l. No reconocer la virtud de los demás. "Reconocer la virtud es practicarla­ -dice-. En eso se conoce al que es incapaz de la virtud, -en que no la sabe conocer en los demás."

2. Ver con indiferencia el sacrificio que hacen los hombres virtuosos. Con ese sentido parece que expresa: "Quien ve indiferente a su alrededor los dolores de la virtud, sólo como perro castigado o criminal vergonzoso podrá sentarse mañana entre los que gocen del triunfo.”

3. No mostrar capacidad para el sacrificio, porque el virtuoso sabe que las "virtudes tienen siempre nuevos heroísmos ...” 

4. Abusar de la virtud, haciendo ostentación de ella a cada paso, porque "la virtud misma, cuando se abusa de ella, llega a ser teatral, antipatriótica e insolente.”

5. Desarrollar la virtud en momentos en que ésta favorece a los intereses personales. "La virtud es presumible -plantea-, cuando está del lado del interés, y sólo en el ejercicio de la virtud reside el triunfo.”

Para Martí no hay "peor injuria" para el hombre que acreditarse "la virtud que él no posee." Estima que a estos falsos virtuosos se les desenmascara en los momentos de acción revolucionaria, cuando para mantenerse en el cumplimiento del deber se requiere de verdadero sacrificio. En ese sentido asevera que "en los grandes instantes de revolución y crisis, basta la voluntad de la virtud. Esta tarda siempre en erguirse -como segura-, para acorralar a los que se disfrazan de ella.”


En el credo patriótico martiano, la práctica es la forma suprema de demostrar la coherencia moral entre lo que se dice lo que realmente se piensa. "Hacer, es la mejor manera de decir," manifiesta y sentencioso, al tiempo que alerta: "antes que lo que conviene hacer, está siempre lo que se debe hacer." La actuación da la clave para saber quien es el hombre verdaderamente revolucionario, pues "uno es por lo que hace, no por lo que escribe.” Por eso ve tanto valor en Jesús de Nazaret, que no escribió pero legó una obra en actos.

Martí desarrolló sus ideas morales buscando aunar a los verdaderos patriotas y evitar que los vicios humanos y el pesimismo comprometieran el ideal libertario como aconteció en la primera de las gestas independentistas cubanas (1968-1978). También quiso cimentar la acción revolucionaria en la moralidad para evitar que se perdieran en la guerra los valores fundamentales en que se asienta la dignidad humana.
 
Desde temprano vio que no se puede luchar verdaderamente por el hombre si no se le ama. Esto lo llevó a meditar profundamente sobre la importancia del valor del amor para la tarea de libertar a su patria. Según el héroe nacional cubano, el sacrificio que exige la consagración al deber de la lucha por la independencia sólo lo podrían asumir con dignidad las personas que guiaran su vida por el amor y no por el odio. El amor, al que llama "sol de la vida,” hace bueno al que ama y es "el modo de crecer."

Para Martí, en el amor "está la salvación" y "el mando," y, por tanto, sin él no tendrían sentido ni, la amistad ni el patriotismo. Cree que a diferencia del odio, que “no construye,” con el amor "renace la esperanza" y "es el único modo seguro de felicidad y gobierno entre los hombres." Por eso llama "asesino alevoso" a quien con el pretexto de dirigir a las "generaciones nuevas," predica "el evangelio bárbaro del odio."

Sus convicciones acerca de la necesidad de desarrollar la virtud del amor calaron profundo en su ideal revolucionario. Medita todo el tiempo sobre la forma más humana de llevar a cabo la liberación del país. A la guerra se va por no encontrarse otra alternativa para reivindicar la dignidad de un pueblo que la ha visto pisoteada y perdida por el status colonial a que ha estado sometida durante siglos. Por tanto, precisa: "Esta no es la revolución de la cólera. Es la revolución de la reflexión."

Se acoge al criterio de que el odio y los rencores atentarían contra la viabilidad del proceso revolucionario y su sentido profundamente humanista. Evocando la guerra anterior de 1968, dice que no está en el ánimo de los que mantienen el ideal de la revolución "permitir que con odios nuevos y desdenes inconvenientes e indignos de nobles corazones, se pierdan los beneficios de aquella convulsión gloriosa y necesaria, porque nada menos que el ejercicio práctico de las grandezas de la guerra fue preciso para olvidar y hacer olvidar la injusticia que la produjo."

Teniendo en cuenta esto, exhorta a los revolucionarios a aplicar a la política la ley del amor para impedir que los conflictos raciales engendrados por la esclavitud y las rivalidades entre la colonia y la metrópolis hagan degenerar la justicia social que se persigue en la venganza y ajustes de cuentas entre negros y blancos, criollos y peninsulares.


Estas ideas suyas alcanzaron continuidad y plena madurez en abril de 1895, en el Manifiesto de Montecristi, documento en el que planteó que la guerra no es "el insano triunfo de un partido cubano sobre otro, o la humillación siquiera de un grupo equivocado de cubanos;" ni "la tentativa caprichosa de una independencia más temida que útil, ( ... ) sino el producto disciplinado de la resolución de hombres enteros que en el reposo de la experiencia se han decidido a encarar otra vez los peligros que conocen, y de la congregación cordial de los cubanos de más diverso origen, convencidos de que en la conquista de la libertad se adquieren mejor que en el abyecto abatimiento las virtudes necesarias para mantenerla."
 
Tampoco es la guerra "contra el español, que, en el seguro de sus hijos y en el acatamiento a la patria que se ganen podrán gozar respetado [s], y aun amados, de la libertad que sólo arrollará a los que le salgan, imprevisores, al camino. Ni del desorden, ajeno a la moderación probada del espirita de Cuba, será cuna la guerra; ni de la tiranía"78 ... Y añade, concluyendo: "En la guerra que se ha reanudado en Cuba no ve la revolución las causas del júbilo que pudiera embargar al heroísmo irreflexivo, sino las responsabilidades que deben preocupar a los fundadores de pueblos."

Su proyecto libertario es abiertamente altruista y pudiera ser enmarcado como un eslabón fundamental dentro de una esperanza utópica de alcance holistico: 

Todos los árboles de la tierra se concentrarán al cabo en uno, que dará en lo eterno suavísimo aroma: el árbol del amor:- ¡de tan robustas y copiosas ramas que a su sombra se cobijarán sonrientes y en paz 
todos los hombres! 

Martí considera que la guerra es un acto de justicia que se encamina a liberar al hombre y a preparar el camino para una paz perpetua que ve en el equilibrio del mundo. Señala que no se pediría a los cubanos sacrificar su vida en una lucha por la independencia política "si con ella no fuese esperanza de crear una patria más a la libertad del pensamiento, la equidad de las costumbres, y la paz del trabajo.” Para él, la guerra de independencia "es suceso de gran alcance humano, y servicio oportuno que el heroísmo juicioso de la Antillas presta a la firmeza y [ ... ] trato justo de las naciones [ ... ] americanas, y al equilibrio aún vacilante del [ ... ] mundo.

La guerra sin odios haría un servicio a la justicia y libertad universales, propiciando la integración de los pueblos antillanos y en general de América. Martí sabe que "¡Mil veces la justicia se ha perdido / por la exageración de la violencia!,” por eso insiste en que sólo se justifica la guerra justa. "Si no excusa la justicia la violencia que se comete en su nombre -plantea-, ésta no desvanece la razón leal de que es exceso." ¿Y, qué es la justicia para Martí? Pues "la acomodación del Derecho positivo al natural.” En este punto sigue al naturalismo racionalista moderno, afirmando la tesis de que el hombre es libre por naturaleza y debe luchar siempre que se vea privado del derecho natural a la libertad. Así, sostiene que la guerra de liberación es justa por responder al mandato del derecho natural, por lo que la violencia en ella debe ajustarse a lo que prescribe este derecho y evitar los excesos que la convertirían en injusta, en un mal y no en un bien para la sociedad. 


Para Martí queda claro que la moralidad de la acción es garante de su justicia y que la indiferencia ante las injusticias degrada moralmente a los hombres. Por eso estima que quien quiera conquistar sus derechos deberá estar dispuesto al sacrificio, a la actuación con entereza, pero sin olvidar que "amar es más útil que odiar"y que el odio atenta contra la virtud que confiere a la guerra la fuerza moral para mantenerse en el camino de lo justo. En su concepción el derecho a la independencia es un bien social por el que se deberá luchar para bienestar y prosperidad de la nación, y no para saciar los apetitos y ambiciones personales de un grupo de hombres. Opina que la libertad y el derecho no servirían de nada si no son ejercidos por todos y que es la justicia la que debe garantizar todos los derechos, incluido el de la libertad, para lo que es imprescindible enseñar y educar al hombre.

Sobre el tema de la libertad encontramos en el discurso martiano tres tesis de suma importancia: aprender para ser libre, aprender a ser libre y practicar la solidaridad como garantía de la libertad. Con respecto a la primera tesis, el héroe cubano sigue a los enciclopedistas franceses en el planteamiento de que a través de la educación, el hombre, que nace fiera, conquista la humanidad subordinando los instintos a la razón. Opina que "en la escala moral de fiera a hombre, hay sus grados, como en la escala zoológica. La victoria está en humillar a la fiera,“por lo que la historia humana no es más "el tránsito del hombre-fiera al hombre hombre,” en el que el último vence enfrentándose a la fiera y sentando sobre ella un ángel. Esta victoria se logra a través de la educación que hace del hombre “una fiera educada,” acta para "criar la divinidad que lleva en sí.”

En el plano socio-político también es preciso aprender para conquistar la libertad a través de la guerra reflexiva, sin odios; y después de conquistada, para mantenerla y hacer efectivo su ejercicio en la república. "Con ser hombres -señala­-, traemos a la vida el principio de la libertad; y con ser inteligentes tenemos el deber de realizarla.” Advierte que el mejor modo de defender los derechos, incluyendo el de la libertad, “es conocerlos bien,” y que, por tanto, la "educación es el único medio de salvarse de la esclavitud,” o, en otras palabras: "Ser culto es el único modo de ser libres.”

También considera necesario aprender a ser libres, aprender la democracia. Refiriéndose a los pueblos de Nuestra América, dice: "Somos libres, porque no podemos ser esclavos: nuestro continente salvaje, y nuestra condición es el dominio propio: pero no sabemos ser libres todavía." Dio mucho valor a la libertad de conciencia y a la libre expresión. Por eso enfatiza "La libertad es como el genio, una fuerza que brota de los incógnito; pero el genio como la libertad se pierden sin la dirección del buen juicio, sin las lecciones de la experiencia, sin el pacífico ejercicio del criterio." Se percata de que sin la educación de los hombres para que sean entes autónomos, será imposible sostener la libertad de una nación. "La libertad política no estará asegurada -previene-, mientras no se asegure la libertad espiritual. Urge libertar a los hombres de la tiranía de la convención, que tuerce sus sentimientos, precipita sus sentidos y sobrecarga su inteligencia con un caudal pernicioso, ajeno, frío y falso," pues "la conciencia propia y el orgullo de la independencia garantizan el buen ejercicio de la libertad." Y no le caben dudas de "que la primera libertad, base de todas, es la de la mente.” En el presidio lo descubre, dejando su testimonio cuando escribe: "Nunca como entonces supe cuánto el alma es libre en las más amargas horas de la esclavitud." En el pensamiento revolucionario martiano la autonomía personal debe encontrar garantías para su realización en la autonomía política, la cual nunca se podrá lograr copiando modelos teóricos y fórmulas extranjeras. Por eso insiste en que los hombres autónomos son creadores y que el hombre americano debe ser consciente de eso y esmerarse en conocer los elementos propios del país que ha
de gobernar "para llegar, por métodos e instituciones nacidas del país mismo, a aquel estado apetecible donde cada hombre se conoce y ejerce, y disfrutan todos de la abundancia que la naturaleza puso para todos en el pueblo que fundan con su trabajo y defienden con sus vidas.” 


En el credo martiano la fraternidad no es una concesión, sino un deber, y la solidaridad, suprema garantía para la efectividad de la libertad. Plantea que el arte de la libertad consiste en poner el egoísmo al servicio de la virtud, por lo que es deber del hombre libre ayudar a la libertad de los demás. Y no ayudar a que se liberen los que padecen la dominación es faltar a la justicia, virtud moral suprema. "Todo hombre de justicia y honor -señala- pelea por la libertad dondequiera que la vea ofendida, porque es pelear por su entereza de hombre; y el que ve la libertad ofendida y no pelea por ella, o ayuda a los que la ofenden,- no es hombre entero." Quien no se muestra solidario con los que no tienen libertad "y se niega a trabajar por la libertad de todos," es indigno de su libertad, no la merece porque la degrada con la inmoralidad de la vileza de ser indiferente ante los dolores humanos.

También se falta a la justicia si después de conquistada la independencia, los gobernantes no ofrecen oportunidades iguales a todos en la república. "Amamos a la libertad -escribe-, porque en ella vemos la verdad. Moriremos por la libertad verdadera; no por la libertad que sirve de pretexto para mantener a los hombres en el goce excesivo, y a otros en el dolor innecesario. Se morirá por la república 
después, si es preciso, como se morirá por la independencia primero." Y es que para Martí no puede haber libertad verdadera sin justicia social, sin el derecho igual de los hombres a los beneficios de la libertad. Estas ideas suyas presidieron el ideario independentista que personificó. En La Proclamación del Partido Revolucionario Cubano el 10 de abril de 1892, escribe: "Para el servicio desinteresado y heroico de la independencia de Cuba y Puerto Rico se funda el Partido Revolucionario Cubano, y no para la obra fea y secreta de allegarse simpatías por pagos y repartos de autoridad y de dineros. Para la obra común se funda el partido, de las almas magnánimas y limpias." En carta a Máximo Gómez, de 13 de septiembre de 1892, le habla de "la guerra que el Partido está en la obligación de preparar, de acuerdo con la Isla, para la libertad y el bienestar de todos sus habitantes, y la independencia definitiva de las Antillas."

Martí se pasó la mayor parte de su vida peregrinando en el destierro, visitó muchos países de América Latina y el Caribe, y sobre todo vivió 15 años en los Estados Unidos. La vida en este último le permitió afianzar la idea de la necesidad de fundar el liberalismo en la justicia y la solidaridad entre los pueblos.
La revolución cubana debía hacerse por justicia y para garantizar la justicia social, no para que un puñado de hombres se enseñoreara del resto de la población del país. Esa fue la conclusión a la cual arribó, partidario siempre de lograr el equilibrio entre las clases y aun entre las naciones del mundo para evitar los excesos que pudieran poner en peligro la verdadera libertad, la libertad justa, imposible de alcanzar sin la práctica de la solidaridad. Esto explica su convencimiento "de que la independencia de Cuba y Puerto Rico no es sólo el medio único de asegurar el bienestar decoroso del hombre libre en el trabajo justo a los habitantes de ambas islas, sino el suceso histórico indispensable para salvar la independencia amenazada de la Antillas libres, la independencia amenazada de la América libre, y la dignidad de la república norteamericana."

Persuadido de que la libertad de un pueblo se hace indigna cuando se utiliza para quebrantar la de los demás, estima que se presta un gran servicio al propio pueblo norteamericano impidiendo la injerencia de los Estados Unidos en los pueblos del Caribe y de América Latina. Un día antes de caer en combate, el 18 de mayo de 1895, escribió a su amigo Manuel Mercado reafirmando sus ideas y el precio que estaba dispuesto a pagar por ellas: “... ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber -puesto que lo entiendo y tengo ánin1os con que realizarlo- de unpedir a tiempo con la mdependencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza niás, sobre 
nuestras tierras de Anlérica"124.
Martí entendió que debía evitar a tiempo la anexión de 5los pueblos de Nuestra Anlérica "al Norte revuelto y brutal que los desprecia"12 , a lo cual se smtió impelido por el conocimiento del peligro que se avecmaba. Lo expresó con mucha 
claridad: "Viví en el n1onstruo, y le conozco las entrañas"126. 

A MODO DE CONCLUSIONES


José Martí: Hombre de pensamiento y acción, pero sobre todo de su tiempo, Martí concibió la liberación nacional cubana sobre la base de las ideas éticas y jurídicas del liberalismo moderno, que interpretó a tono con la época y el lugar donde vivió, y se propuso estar a la altura de la gran tarea histórica. En él, como en otros pensadores cubanos del siglo XIX, se acrisolan los aportes de la filosofía moderna con lo mejor del pensamiento moral cristiano.
 
No persistió en la abstracción ontológica del bien, por lo general impenetrable, sino en la consistencia de la bondad, que para él fue verdad suprema. Su visión salvadora del bien lo llevó a concebir una ética para la liberación que tomó aspectos de la moralidad de Cristo como modelo para el perfeccionamiento moral del revolucionario, y la idea del deber que concibió como medio indispensable para la trascendencia histórica y la inmortalidad terrena, dotando a su fe en la salvación de un componente revolucionario necesario e imprescindible en el marco de su proyecto emancipador.
 
A semejanza de Jesús de Nazarét, Martí vio en el sacrificio un medio de purificación y sostén de la virtud; y en la indolencia ante el padecimiento del prójimo, un mal compatible con la solidaridad en que se debe fundar la dignidad humana para que no caiga frente al egoísmo. Interpretó la justicia con una noción de equilibrio en la que se vertebran aspectos fundamentales del naturalismo moderno con elementos de la ética antigua basada en el mesotes, estimando que en ella debe fundarse el derecho a la lucha por la independencia de la patria, que podría degenerar si no se ejercía dentro del marco de la moralidad, ceñido a la virtud del amor. Nunca pretendió valerse de la guerra para pasar cuentas al colonialista, sino hacer justicia. Se debían extirpar los males de la dominación, y sobre todo la dependencia política y jurídica que había estado sustentada en el más cruel de los regímenes socioeconómicos: el de la esclavitud.
 
Insertó su proyecto de liberación nacional dentro de uno mucho mayor: garantizar la libertad de las Antillas y contribuir con ella al equilibrio del mundo. Lo dijo muy claramente: "Es un mundo lo que estamos equilibrando." Se propuso "evitar, con la vida libre de la Antillas prósperas, el conflicto innecesario entre un pueblo tiranizador de América y el mundo ligado contra su ambición."

Lo que incorporó a su proyecto revolucionario del liberalismo no lo hizo en la proyección que parte del respeto a los derechos individuales, incluyendo las libertades fundamentales, para sobre su base edificar el todo social. Más bien se motivó a buscar el condicionamiento mutuo entre autonomía personal e independencia de la nación, y entre proyecto de felicidad privado y social porque vio que si se inclinaba la balanza hacia cualquiera de los extremos se podían fomentar el egoísmo o el totalitarismo. Lo que pretendió fue garantizar el equilibrio entre derechos civiles y deberes sociales para inipedir que el respeto ilimitado a uno de estos condujera a la injusticia. Vivió persuadido de que la libertad y la dignidad son verdaderas cuando son justas.
 
Su entrega a la idea de redención del hombre es inconcebible sin la fuerza que infundió en él la consagración. La lucha por la independencia tuvo en Martí un objeto sagrado: la Patria. "Lo que yo sí acataré toda mi vida es la voluntad manifiesta de mi tierra, aun cuando sea contraria a la mía," señaló, lo que no puede menos que hacernos evocar aquel pasaje de Lucas en el que Jesús dice: "Padre, si quieres, aleja de mi este cáliz: pero no se haga mi voluntad, sino la tuya." 


Valorando la dimensión de su persona, Rubén Darío dijo que "no era José Martí, como pudiera creerse, de los semi-genios de que habla Méndez, incapaces de comunicarse con los hombres porque sus alas les levantan sobre las cabezas de éstos, e incapaces de subir hasta los dioses, porque el vigor no les alcanza y aún tiene fuerza la tierra para atraerles. El cubano era 'un hombre'. Más aún; era como 
debería ser el verdadero superhombre, grande y viril, poseído del secreto de su excelencia, en comunión con Dios y con la naturaleza."

Se sintió llamado al deber desde muy joven y auguró cuál sería su fin, derivando en mucho sus convicciones de la existencia penosa que llevó. Los cubanos lo llamamos el Apóstol de la independencia por encontrar similitud entre el designio de su vida y la de los Apóstoles (del gr., Apostoleus) que viajaron siempre con una misión trascendental y de salvación, iluminando con su prédica el camino que seguirían los demás. Trató de ser coherente y potenció su pensamiento con la acción revolucionaria, convencido de que, para ser creíble, el pensamiento del hombre debe quedar plasmado en su conducta. Con su vida atestiguó sus ideas y, al caer, su obra inconclusa trasciende animando a los jóvenes a ser Libres.

Martí sigue siendo arquetipo de conducta moral y política para los cubanos. Su obra aun no está terminada y su inquebrantable fe en el triunfo y en el mejoramiento humano es un eterno sol para nuestro mundo moral y las ideas de redención y de paz que compartimos con el resto de los pueblos latinoamericanos. 

_____fin_____

domingo, 2 de junio de 2024

Cecilia Valdés


Ilustraciones de Andrés 

Adaptación: Roberto Fernandez

Escritor: Cirilo Villaverde


Hacia el oscurecer de un día de Noviembre del año de 1812, seguía la calle de Compostela en dirección del norte de la ciu­dad, una calesa tirada por un par de mulas, en una de las cuales, como era de costumbre, cabalgaba el calesero negro. 


–Sigue hasta la calle de lo Empedrado, -dijo el caballero en tono imperioso, mas bajo, apoyando la mano izquierda en la silla de la mula de varas- y espera inmediato á la esquina. En caso que diere la ronda contigo, di que perteneces a Don Joaquín Gomez y que aguardas sus órdenes. ¿Entiendes, Pío?
–Sí, señor, -contestó el calesero; quien desde que empezó a hablar su amo tenia el sombrero en la mano. Y siguió al paso de las mulas hasta el punto que le indicó aquel.

 

El caballero desconocido, arrimado a las paredes, dejado de los salientes aleros de tejas, se detuvo a la puerta de la tercera casita de su derecha y dio dos golpecitos con la punta de los dedos. Allí sin duda le aguardaban, porque tardaron en abrir lo que tardó en pasar de la ventana a la puerta la persona que quitó la tranca con que se cerraba por dentro. Esa resultó ser la ama de la casa; mulata como de 40 años de edad, de estatura mediana, llena de carnes, aunque conser­vaba el talle estrecho, los hombros redondos y desnudos, la cabeza hermosa, la nariz algo gruesa, la boca expresiva y el cabello espeso y muy crespo. Vestia camisa fina bordada, de manga corta, y enaguas de sarga sin pliegues ni adorno ninguno. 


–¿ Y qué tal la enferma?


La mulata sacudió la cabeza con aire todavía mas triste y contestó con tres monosílabos: 


–¡Ah! muy mal.

 

–Ella es joven y robusta y todavía la naturaleza triunfará de todos sus males y penas. Fío mas en esto que en la ciencia oscura de los médicos. Aparte de eso, vos sabe que se ha hecho lo hecho por el bien de todos, mejor dicho... Mas adelante me lo agradecerán, estoy seguro. Y o no podía ni debía darle mi nombre. No, no, repitió como azorado del eco de su propia voz. Nadie mejor que voz lo sabe voz que es mujer de razón, conocerá y confesará que así tenía que ser. Es preciso que la chica lleve un nombre, nombre de que no tenga que aver­gonzarse mañana, ni otro día, el de Valdés, con que quizás haga un buen casamiento. Para ello no había mas remedio sino pasarla por la Real Casa Cuna. Esto no ha podido ser mas doloroso para la madre, bien lo sé, que para ... todos nosotros. Pero dentro de breves días le habrán bautizado y entonces haré que la traiga aquí María de Regla, mi negra, que tres meses hace perdió un hijo del mal de los siete días, y la está amamantando en la Casa Cuna por orden mía. Ella la devolverá sana, salva y cristiana á los brazos de su madre. Yo tengo arreglado todo eso con Montes de Oca, el médico de la Real Casa, por quien a menudo sé de la chica. Al prin­cipio lloraba mucho y se negaba a tomar el pecho de María de Regla, por lo que enflaqueció un poco. Pero ya todo eso ha pasado y ahora está gorda y rozagante, es decir, según me ha informado Montes de Oca, porque yo no la he visto desde la noche en que la hice pasar por el torno ... Los ojos se me fueron tras ella. Es indecible cuanto me costó ese paso ... Pero, á otra cosa, voz sabe, sin embargo, que no cabe equivocación.

 

–Demasiado que lo sé; dijo la mulata enjugándose las lá­grimas. No puede equivocarse, no. Por lo tocante a eso estoy tranquila, como que a pesar de sus chillidos, que me partían el alma, le hice la media luna azul en el hombro izquierdo, según el señor me ordenó. Yo no sé a quien le dolería más, si a ella ó a mí. .. La madre, la madre, mí Señor, es la que me tiene sin sosiego. Ella no puede resistir. De por fuerza pierde el juicio ó la vida. Yo se lo repito al Señor.

 

Ambos personajes quedaron callados, cada cual á vueltas con sus propios pensamientos, que de seguro no coincidían en ningún punto, á tiempo que se oyeron un lamento y un grito desgarrador salidos del interior de la casa. La mujer hizo una exclamación dolorosa, se llevó ambas manos á la cabeza y corrió como desalada por el primer aposento al segundo cuarto. Abrió con tiento las cortinas del lecho y por señas indicó al caballero que se acercara; lo que hizo éste al parecer con repugnancia. Los ojos de ambos se clavaron en el rostro pálido de una muchacha, como de 20 años, yacien­te boca arriba y aparentemente muerta. Porque no se movía á la sazón, tenia los ojos hundidos, y cerrados los párpados, cuyas pestañas eran tan largas que daban sombra á las me­jillas. La cabeza era lo único que tenia fuera de las sábanas, y eso casi enterrada en la almohada, la cual desaparecía bajo una mata de pelo negro, ondoso y esparcido por todas partes en el mayor desorden. 


–¡Mamita! ¿Era su merced?

 

–¡Hija mía! ¿Qué quieres? ¿Estás mejor?

 

–¡Ah! ¡Mamita! -prosiguió la muchacha con el mismo aire de azorada.- La he visto, la acabo de ver. Sí, no me queda duda. ¡Ahí está! agregó señalando al cielo. ¡Se va! ¡Me la llevan! Debe estar muerta. ¡Ay! -Y se le escapó otro grito desgarrador.

 

–Ella no se ha muerto, no lo creas; le dijo débilmente Doña Josefa, pues sobre este punto no estaba mas segura que la enferma. Tu niña está viva y pronto la verás. Esos son sueños tuyos.

 

–¿Quién está ahí? -preguntó apuntando con el dedo.- ¡Ah! ¡El es, el ladrón de mi hija! ¡Mi verdugo! (…) ¿Qué vienes á bus­car aquí? ¿Vienes, basilisco, á gozarte de tu obra? A tiempo llegas. Gózate á tus anchas. Mi hija ha volado al cielo, lo sé, de ello estoy convencida, yo la seguiré muy pronto; pero tú, tú, causa de nuestra condenación y muerte, tú bajarás ... al infierno.

 

–¡Jesus! -exclamó seña Josefa santiguándose.- Tú no sabes lo que dices. ¡Calla…!

 

Y anegada en lágrimas se arrojó sobre su hija con el doble objeto de impedirle que se levantara y de que siguiera en aquella terrible increpación contra el caballero desconocido. Por prudencia ó por remordimiento éste callaba é inclinó mas la cabeza. Se acerco el caballero á la cama, tomó en la suya una mano de la enferma, la cual ella no rechazó, y con voz grave, mas llena de exquisita ternura, la dijo:

 

–Charo, óyeme. Te prometo que mañana verás á tu hija. Vuelve en ti. ¡Cálmate! No mas locuras.

 

Al fin, éste se alejó de aquel sitio de dolor y de tribulación, saludo á seña Josefa con una mera inclinación de cabeza, y salió á la calle murmurando en su despecho:

 

–¡Y nadie mas que yo tiene la culpa! 


Algunos años adelante, mejor, uno ó dos después de la caída del segundo breve período constitucional, en que quedó establecido el estado de sitio de la Isla de Cuba y de capitán general de la misma Don Francisco Dionisio Vives, solía verse por las calles del barrio del Angel, una muchacha de unos once á doce años de edad, quien ya por su hábito andariego, ya por otras circunstancias de que hablaremos en seguida, llamaba la atención general. ¿Qué hacia una, niña tan linda, azotando las calles día y noche, como perro hambriento y sin dueño? No había quién por ella hiciera ni rigiera su índole vagabunda?

 

A pesar de aquella vida suya parecía tan pura y linda, que estaba uno tentado á creer que jamás dejaría de ser lo que era, una cándida niña en cabello, que se preparaba á entrar en el mundo por una puerta al parecer de oro, y que vivía sin tener sospecha siquiera de su existencia.

 


Una tarde, entre otras, pasaba la chica, como de costumbre, á la carrerilla, por cierta calle de que no hay para qué men­cionar ahora el nombre. Asomadas á una de las altas y anchas rejas de hierro de las ventanas de una casa de apariencia aris­tocrática, estaban dos niñas poco más o menos de su edad y una joven de 14 á 15 años, las cuales, como viesen pasar aquella exhalación, según se expresó una de ellas mismas, excitada grandemente la curiosidad de todas, la llamaron con instancia. No se hizo de rogar la mozuela, antes se entró desde luego por el zaguán y se presentó con mucho desembarazo á la puerta de la sala, donde ya la esperaba el grupo de las tres jovencitas. Allí, éstas la tomaron por la mano y la llevaron delante de una señora algo gruesa, vestida con mucho aseo, que estaba arrellanada en un ancho sillón y descansaba los pies en un escabel.

 

–¡Ah! exclamó ésta cuando la hubo visto de cerca. ¡Y qué mona es! -Dicho lo cual se enderezó en el asiento, operación que le costó un buen esfuerzo, y agregó: 


–¿Cómo te llamas?


–Cecilia, respondió vivamente.


–¿Y tu madre?


–Yo no tengo madre.


–¡Pobrecita! ¿Y tu padre?


–Yo soy Valdés, yo no tengo padre.


–Eso está mejor, -exclamó la señora recapacitando.-


–Papá, papá, dijo la mayor de las señoritas dirigiéndose á un caballero que estaba recostado en un sofá a la derecha del estrado.- ¿Papá, ha visto voz niña mas preciosa?

 

–Ya, ya, -contestó el padre casi sin volver el rostro.- Dejadla en paz.

 

Pero apenas salieron esas palabras de sus labios, reparó en él Cecilia y entre admirada y reía, dijo: 


–¡Ay! Yo conozco á ese hombre que está ahí acostado.

 

Este, por debajo de las manos, con que ya se sombreaba la frente, le echó una mirada fiera, en que iban pintados su mal humor y disgusto. Enseguida se levantó y dejó la sala, sin decir mas palabra. Extraño es en verdad que solo este hombre no sintiese simpatía por la linda callejera.

 

–¿Con que no tienes padre ni madre? -tornó á preguntar la buena señora, un si es no es preocupada por la anterior escena.- ¿Y cómo vives? ¿Con quién vives? ¿Eres hija de la tierra ó del aire?

 

–¡Ave María Purísima! -exclamó la niña doblando la cabeza sobre el hombro y mirando fijamente á sus preguntadoras.- ¡Ay! Jesus, ¡qué gente tan curiosa! Yo vivo con mi abuela, que es una viejecita muy buena, que me quiere mucho y que me deja hacer cuanto yo quiero. Mi madre se murió hace mucho tiempo y... mi padre también. No sé mas ni me pre­gunten mas. 


Bien quisieran las jovencitas hacer mas preguntas, é infor­marse de otros pormenores acerca de la vida y parentela de Cecilia; pero por una parte, su padre les había dicho que la dejaran en paz, y por otra su madre, ya incapaz de dominar su desazón, les indicó por un gesto muy significativo, que era tiempo saliese de allí mozuela tan procaz. 


No es para comentar aquí la escena que se siguió a la ida de la chica de aquella casa. Del señor y de la señora puede decirse que no volvieron á mencionar su nombre. Las señoritas, al contrario, aun cuando tornaron á la ventana para ver y sa­ludar á sus amigas, que de vuelta del paseo pasaban en sus lujosas volantes, no cesaron de hablar de Cecilia y de repetir su nombre, ayudándoles entonces el hermano mayor, quien la conocía y á menudo se encontraba con ella, cuando iba á la clase de latín del padre Morales, enfrente del convento de Santa Teresa. 


En el medio tiempo la chica, siguiendo por la calle adelante, salió á la plazuela de Santa Catalina, cuyo terraplén, que corre por todo el frente, subió á saltos, y luego bajó á la calle del Aguacate, por una escalera de mampostería. Una vez allí, se dirigió derecho, aunque con cierta cautela, á la casita inmediata a la esquina, ocupada por una taberna. No tocó ni se detuvo delante de la puerta, sino que empujó con suavidad la hoja de la derecha ó macho, la cual estaba sujeta con una media bala de hierro en el suelo. En realidad aquello no era casa sino en cuanto daba abrigo á dos personas, porque fuera de las dos piezas mencionadas, no tenia comodidad, ni mas desahogo que el patio dicho, donde estaba la cocina, mejor, fogón, cajón de madera, lleno de ceniza, montado sobre cuatro pies derechos, y prote­gido de la lluvia por una especie de alero de mesilla.

 

Sin embargo, por mas tiento que pusiese el cerrojo de la puerta, no lo pudo hacer tan callandito, que no la oyese y sintiese distintamente la abuela, cuyos oídos eran muy finos, y que entonces no rezaba ni dormía, sino que leía, hecha un arco, en un libro pequeño de oraciones, con forro de pergamino. 


–¡Hola! -le dijo mirándola de soslayo por encima de los aros perfectamente redondos de sus gafas, en horquilla en la punta de la nariz, á guisa de muchacho á la grupa de un caballo.- ¡Hola! señorita, ¿aquí está voz? ¿Eh? ¡Qué bueno! ¿Son estas horas de venir á pedir la bendición de su abuela? (Porque la chica se acercaba con los brazos cruzados.) ¿Dónde has estado hasta ahora, buena pieza? (Habían tocado ya las oraciones). Y 

echán­dole mano de pronto, en cuyo acto se le cayó el libro y se espantaron: el gato que pestañeaba á menudo sentado en una silla, las palomas y las gallinas,- Ven acá, espiritada, -añadió,­mariposa sin alas, oveja sin grey, loca de cepo; ven, que he de averiguar dónde has estado hasta estas horas. ¿Qué, tu no tienes rey ni Roque que te gobierne ni Papa que te exco­mulgue? ¿Adónde se ha visto de eso? ¿Tú no tienes mas vida que correr por la calle? ¿No se puede averiguar nadie contigo? Yo te haré entender que hay quien puede. ¡No me queda que ver! 


Cecilia, lejos de asustarse, ni de huir, con mucha risa, se echó en brazos de la mal humorada y gruñidora abuela, y como para anudarle la lengua, le entregó cuanto le habían regalado las señoritas donde había estado.

 

Con mas zalamería y astucia de las que cabían en una niña de su edad, Cecilia abrazó y besó á su abuela, á la cual dio el nombre de Chepilla (alteración caprichosa de Josefa), que así generalmente la llamaban. Bastó eso para aplacar su enojo y nada hay en ello que extrañar, porque, según adelante veremos, había sido tan infeliz aquella mujer, sentía tal necesidad de ser amada por el único ser que la interesaba de cerca en el mundo, que mantener seriedad con la nieta, hubiera sido lo mismo que prolongar su propio martirio. Por supuesto que selló sus labios de golpe y no acertó á otra cosa que á con­templarla, bien así como momentos antes había estado contem­plando de dulce rostro de María Santísima, en fervorosa oración.

 

En su virtud, cambiando prontamente de tono y aspecto, se contentó con preguntarle por segunda vez dónde había estado.

 

–¿ Yo? -repitió la niña apoyando ambos codos en las rodi­llas de la abuela y jugando con los escapularios que le pedían del pescuezo. - ¿Yo? En casa de unas muchachas muy bonitas que me vieron pasar y me llamaron. Allí estaba una señora gorda sentada en un sillón, que me preguntó cómo me llamaba yo, y cómo se llamaba mi madre, y quién era mi padre, y dónde vivía yo ...Y si no es por un hombre, -prosiguió Cecilia-, que estaba acostado en el sofá, y  regañó á las muchachas y les dijo que me dejaran quieta y luego se fue para su cuarto enojadísimo ... ¿ Su merced no sabe quién es ese hombre abuelita? Yo lo he visto hablar con su merced algunas veces allá en Paula, cuando vamos á misa. Sí, sí, él es, no me cabe duda. Y ahora recuerdo que es el mismo que cada vez que me encuentra en la calle me dice callejera, perdida, pilluela y muchas cosas. ¡Ah! Y dice que mandará á los soldados que me cojan y me lleven á la cárcel. ¡Qué sé yo cuanto mas! Le tengo mucho miedo á ese hombre. ¡Debe ser muy regañón!

 

–¡Cecilia! Hija de mi corazón, no vayas mas á esa casa.

 

–¿Por qué, mamita?


–Porque…, -contestó la abuela como distraída-; no sé verdaderamente, mi alma, no lo sé, no podría decirlo, si quisiera ... pero es claro y constante, niña, que esa gente es muy mala.

 

–¡Mala! -repitió Cecilia azorada-, ¿y me hicieron tantas ca­ricias, y me dieron dulces, y raso para zapatos? ¡Si tú supieras lo que me chequearon ... !

 

–Tú estuviste allí por la tarde ¿no?


–Por la tardecita; todavía no habían encendido las luces en las casas.

 

–¡Ay de ti si llegas á entrar de noche! Vamos, no vayas mas en tu vida á esa casa, ni pases tampoco por la cuadra.

 

–¡Ajá! Conque allí vive también un muchacho ya grande, que á cada rato lo topo por Santa Teresa con un libro debajo del brazo.

 


En el mes de Setiembre, en el convento de la Merced, se acostumbraba a hacer fiestas y ferias titulares religiosas (hasta el año de 1832,) consagradas á los santos patronos de las iglesias y conventos.

 

Nuestra atención la atraía por completo un baile de la clase baja que se daba en el recinto de la ciudad por la parte que mira al Sur. La casa donde tenia efecto, ofrecía ruin apariencia, no ya por su fachada gacha y sucia, como por el sitio en que se hallaba, el cual no era otro que el de la garita de San José, opuesto á la muralla, en una calle honda y pedregosa. Aunque de puerta ancha con postigo, no formaba lo que se entiende en Cuba por zaguán, pues abría derecho á la sala. Tras ésta venia el comedor con el correspondiente tinajero, armazón piramidal de cedro, en que persianas menudas encerraban la piedra de filtrar, la tinaja colorada barrigona, los búcaros, de una especie de Terra Cotta y las pálidas alcarrazas de Valencia, en España. Al comedor dicho daba la puerta lateral del primer aposento, ocupado en su mayor parte por dos órdenes de sillones de vaqueta colorada, una cama con colgaduras de muselina blanca y un armario, á que dicen en la Habana esca­parate. Otros cuartos seguían á ese, atestados de muebles ordi­narios, y paralelo á ellos un patio largo y angosto, también obstruido en parte por el brocal alto de un pozo, cuyas aguas salobres dividía con la casa contigua, (a la derecha el patio, a la izquierda los cuartos) después se tropezaba con una gran sala muy extensa.

 

En esta última se hallaba una mesa de regular tamaño, ya vestida y preparada con cubiertos como para hasta diez perso­nas; algunos refrescos y manjares, agua de Loja, limonada, vinos dulces, confituras, panetelas cubiertas, suspiros, meren­gues, un jamón adornado con lazos de cintas y papel picado, y un gran pescado, nadando casi en una salsa espesa, de fuerte condimento. En la sala había muchas sillas ordinarias de madera arrimadas á las paredes, y á la derecha, como se entra de la calle un canapé, con varios atriles de pié derecho por delante. Aquél, á la sazón que principia nuestro cuento, le ocupaban hasta siete negros y mulatos músicos, tres violines, un contrabajo, un flautín, un par de timbales y un clarinete. El último de los instrumentos aquí mencionados se hallaba á cargo de un mulato joven, bien plantado y no mal parecido de rostro, quien, no obstante sus pocos años, dirigía aquella pequeña orquesta. 


Ese se veía de pié á la cabeza del canapé por el lado de la calle. Sus compañeros, casi todos mayores que él, le decían Pimienta; Su nombre y su verdadero apelli­do, se lo designaremos más adelante. Su mirada distraída y aun sombría, no se apartaba de la puerta de la calle, como si esperase algo ó á alguien, en los momentos de que hablamos ahora.

 

La ama de la casa, mulata rica y rumbosa, llamada Mercedes, celebraba su santo en union de sus amigos particulares, y abría las puertas para que disfrutaran del baile los aficionados á esta diversión y contribuyeran con su presencia al mayor lustre é interés de la reunión.

 

Serian las ocho de la noche. Desde por la tarde habían estado cayendo los primeros chubascos de otoño, y aunque habían suspendido hacia el oscurecer, tras haber empapado el suelo, dejando las calles intransitables, no habían refrescado la atmósfera. Lejos de ello, había quedado tan saturada de humedad que se adhería a la piel y hervía en los poros. Pero no eran estos inconvenientes para los curiosos, que asediaban la puerta y la ventana, hasta llenar casi la mitad de la angosta y torcida calle; ni para los concurrentes al baile, que á medida que avanzaba la noche llegaban en mayor número, unos á pié, otros en carruaje. A eso de las nueve, la sala de baile era un hervidero de cabezas humanas, las mujeres sentadas en las sillas del rededor y los hombres de pié en medio, formando grupo compacto, todos con los sombreros puestos; por lo cual la ca­beza que sobresalía, de seguro que tropezaba con la bomba de cristal, suspendida de una viguesa por tres cadenas de cobre, en que ardía la única vela de esperma, para alumbrar á medias aquella tan extraña como heterogénea multitud.

 


Bastante era el número de negras y mulatas que habían entrado, en su mayor parte vestidos estrafalariamente. Los hombres de la misma clase, cuya concurrencia superaba á la de las mujeres, no vestían con mejor gusto, aunque casi todos llevaban casaca de paño y chaleco de piqué, los menos chupa de lienzo, dril ó Arabia, que entonces se usaban generalmente y sombrero de paño. No escaseaban tampoco los jóvenes criollos de familias decentes y acomodadas, los cuales sin empacho se rozaban con la gente de color y tomaban parte en su diversión mas característica, unos por mera afición, otros movidos por motivos por su origen. Aparece que algunos de ellos, pocos en verdad, no se recataban de las mujeres de su clase, si hemos de juzgar por el desembarazo con que se detenían en la sala de baile y dirigían la palabra á sus conocidas ó amigas, á ciencia y presencia de aquellas, que, mudas espectadoras, los veían desde la ventana de la casa.

 

Se distinguía entre los jóvenes dichos antes, así por su varonil belleza de rostro y formas, como por sus maneras jo­viales, uno á quien sus compañeros decían Leonardo. Había allí otro hombre que se distinguía mas que Leonardo, aunque por distinto camino, esto es, por lo que diferían á su opinión y se reían de sus chocarrerías los negros y mulatos, y por la familiaridad con que trataba á las mujeres, sobre todas al ama de la casa. Frisaba ya en los cuarenta años de edad ese sujeto, no tenia pelo en  su cara, era blanco de rostro, con ojos grandes y alocados, la nariz larga, roja hacia la punta, indicio de su poca sobriedad, la boca grande, mas expresiva. Portaba siempre debajo del brazo izquierdo una caña de Indias con puño de oro y borlas de seda negra. Le acompañaba á todas partes, como la sombra al cuerpo, un hombre de talla ordinaria, notable por la estrechez de la frente, por sus movibles y ardientes ojos, y sobre todo, por sus enormes patillas negras, que le daban el aire antes de bandolero que de alguacil; empleo que desempeñaba enton­ces, pues el otro á quien seguía era nada menos que Corta-Piedra, comisario del barrio del Angel, el cual le encantaba lucirse y enrolarse tras la tentadoras danzas.

 

Rato hacia que la música tocaba las sentimentales y bulli­ciosas contradanzas cubanas, aunque todavía el baile, para valernos de la frase vulgar, no se había rompió. Acomodaba afanosa el ama de la casa á sus amigas particulares y de mas edad en los sillones del aposento, para que á salvo de pisadas y tropiezos pudiesen gozar de la fiesta al mismo tiempo que no perder de vista á los objetos ó de su cuidado, ó de su cariño, que como jóvenes quedaban en la sala. Pimienta, el clarinetista, se mantenía en pié á la cabeza de la orquesta, tocando su instrumento favorito, casi de frente para la calle, cual si no hubiese entrado aun la persona digna de su música, ó quisiera ser el primero en verla entrar. Parecía, sin embargo, inútil este cuidado, por cuanto no entraba hombre ni mujer que no tuviera algo que decirle al paso. A todos estos saludos contes­taba él invariablemente con un movimiento de cabeza, si se exceptúa que cuando le tocó su vez al capitán Corta-Piedra, quien con su acostumbrada familiaridad le puso la mano en el hombro y le habló en secreto, contestó quitándose el instru­mento de la boca:-Así parece, mi capitán.

 

Podía advertirse que cada vez que entraba una mujer notable por alguna circunstancia, los violines sin duda para hacerle honor apretaban los arcos, el flautín ó requinto perforaba los oídos con los sones agudos de su instrumento, el timbalero repiqueteaba que era un primor, el contrabajo, manejado por el después célebre Brindis, se hacia un arco con su cuerpo y sacaba los bajos mas profundos imaginables y el clarinete ejecutaba las mas difíciles y melodiosas variaciones. Aquellos hombres, es innegable, se inspiraban, y la contradanza cubana, creación suya, aun con tan pequeña orquesta, no perdía un ápice de su gracia picante ni de su carácter profundamente malicioso-sentimental.

 


Después de dar una vuelta por la sala, el comisario Corta-Piedra se entró de rondó en el aposento y en son de broma le tapó por detrás los ojos al ama de la casa, en los momentos en que ella se inclinaba sobre la cama para depositar la manta de una de sus amigas que acababa de entrar de la calle. La tal ama de la casa, Mercedes Ayala, era una mulata bastante vivaracha y alegre á pesar de sus treinta y pico cumplidos, regordeta, baja de cuerpo y no mal parecida. Atrapada y todo por detrás, no se cortó ni turbó por eso, antes por un movi­miento natural acudió con entrambas manos á tentar las del que le impedía ver y sin mas dilación dijo:


–Este no puede ser otro que Corta-Piedra.

 

–¿Cómo me conociste, mulata? -preguntó él-.


–¡Toma! repuso ella. Por el aquel de algunas gentes.

 

–¿El aquel mio ó tuyo?


–El de los dos, señor; para que no haya disgusto.


Tras lo cual el comisario la atrajo hacía él suavemente por la cintura con el brazo derecho y le dijo una cosa al paño que la hizo reír mucho; aunque apartándole con ambas manos, repuso:

 

–Mire allá. La que trastorna el juicio está al caer. La ... Cátela Valdés. 


Recordemos mis lectores que Cátela significa Cadenilla de oro o de plata que los romanos solían poner en cualquier alhaja. Lo que significaba que la tal Valdés era la mas primorosa de la fiesta. Y s i con estas últimas palabras aludía la Ayala á una de las dos muchachas que en aquel mismo punto se apearon de un lujoso carruaje á la puerta de la casa, hecho anunciado por el movimiento general de cabezas de dentro y fuera de ella, no cabe duda que tenia sobrada razón. No la había mas hermosa, ni mas capaz de trastornar el juicio de un hombre enamorado. Era la mas alta y esbelta de las dos, la que tomó la delantera al descender del carruaje lo mismo que al entrar en la sala de baile, de brazo con un mulato que salió á recibirla al estribo, y la que así por la regularidad de sus facciones y simetría de sus formas, por lo estrecho del talle en contraste con la anchura de los hombros desnudos, por la expresión amorosa de su cabeza, como por el color ligeramente bronceado, -bien podía pasar por la Venus de la raza híbrida etiópico-caucásica.

 

Al pasar ella junto al clarinete Pimienta, le tocó con el aba­nico en el brazo, acompañando la acción con una sonrisa, que fueron parte para que el artista, que por lo visto, esperaba aquel instante con ansia devoradora, sacara de su instrumento las melodías mas extrañas y sensibles, cual si la musa de sus sueños platónicos, hubiese bajado á la tierra y adoptado la for­ma de una mujer sólo para inspirarle. Puede decirse en resu­men que el golpe del abanico, surtió en el músico el efecto de una descarga eléctrica, cuya sensación, si es dable expresarlo así, podía leerse lo mismo en su rostro que en todo su cuerpo desde el cabello á la planta. No se cruzaron palabras entre ellos, por supuesto, ni parecían necesarias tampoco, al menos por lo que á él tocaba, pues el lenguaje de sus ojos y de su música era el más elocuente que podía emplear ser alguno sen­sible, para expresar la vehemencia de su amorosa pasión.

 

También le tocó con su abanico y se sonrió con Pimienta la compañera de la Virgencita de bronce, pero el menos observa­dor pudo advertir que el toque y la sonrisa de la una no tuvieron sobre él ni con mucho la influencia mágica de los de la otra.

 

Mientras las dos muchachas pasaban del comedor al cuarto, la mas hermosa preguntó á su amiga en tono de voz que pu­dieron oír algunos de los circunstantes: 


–¿Lo has visto, Nene?


–¿Te ciega el amor? -contestó la compañera con otra pregunta-


–No es eso, china, sino que no lo he visto. ¿Qué quieres?


–Pues por tu lado pasó como un reguilete, cuando nosotros entrábamos.   


Con esto la otra echó una rápida ojeada en torno del grupo de cabezas que la rodeaban y se inclinaban sobre ella, en el afán de verla á su sabor y de atraer sus miradas. Pero no cabe duda que sus ojos no tropezaron con los del individuo, cuyo nombre ninguna de las dos mencionó, porque torció el ceño y dio claras muestras de su desazón. El Capitán Corta-Piedra, sin embargo, oyendo sus palabras y observando su semblan­te, dijo: 



–¡Cómo! ¿Qué, no me ves? ¡Aquí me tienes, cielo! 


La joven hizo un mohín muy sonoro y no replicó palabra. Por el contrario, Nemesia, que le encantaba los dimes y dire­tes, contestó con mas viveza que gracia:

–Ahí se podía estar el señor toda la vida. Nadie preguntaba por el señor.

 

–Ni yo hablaba contigo, poca sal.


–Ni se necesita, cristiano.


–¡Qué lengua…!, ¡qué lengua! -repitió el comisario-.


Todo esto pasó en un instante, sin volver atrás la cara las muchachas, ni pararse á conversar, sino el tiempo ne­cesario para que los hombres les abrieran paso. Y en la puerta del aposento, la Ayala recibió á sus amigas con los brazos abiertos y muchas demostraciones de alegría y de ca­riño. Y ya fuese por cumplimiento, ya porque así en efecto lo sentía, dijo casi á gritos:


–Por ustedes se aguardaba para romper el baile.

 

Tiempo era ya de que la fiesta comenzase. En efecto, no tardó en presentarse en el aposento ocupado por las matronas, un mulato alto, calvo, algo entrado en años, aunque robusto, quien plantándose delante de la Mercedes Ayala, le dijo en voz bronca y con los brazos levantados:

 

–Vengo por la gracia y la sal para romper el baile.


–Pues hermano, á la otra puerta, que aquí no es; repuso la Ayala con mucha risa. 


Todos que mas que menos, ya con la palabra, ya con la acción, manifestaron su aquiescencia, de manera que la Ayala tuvo que ponerse en pié y mal su grado seguir al compañero á la sala. Por entonces ya habían despejado los hombres, de­jando un buen espacio libre en el centro. El calvo llevaba de la mano á la Ayala y con ella se cuadró de frente para la orquesta, a la cual mandó en tono imperioso que tocase-- un minué de corte. Este baile serio y ceremonioso estaba en desuso en la época de que hablamos; pero por ser propio de seño­res ó gente principal, la de color de Cuba lo reservaba siempre para dar principio á sus fiestas.

 

Bailada aquella anticuada pieza con bastante gracia por parte de la mujer y con aire grotesco por la del hombre, sa­ludaron á la primera los circunstantes con estrepitosos aplau­sos, y luego sin mas demora comenzó de veras el baile, es decir, la danza cubana; modificación tan especial y peregrina de la danza española, que apenas deja descubrir su origen.

 

Serian las diez de la noche y entonces estaba en su punto el baile. Se bailaba con furor; decimos con furor, porque no encontramos término que pinte más al vivo aquel mover in­cesante de pies, arrastrándolos sutilmente junto con el cuer­po al compas de la música; aquel revolverse y estrujarse en medio de la apiñada multitud de bailadores y mirones, y aquel subir y bajar la danza sin tregua ni respiro. Por sobre el ruido de la Orquesta con sus estrepitosos timbales, podía oírse, en perfecto tiempo con la música, el monótono y continuo chis, chas de los pies; sin cuyo requisito no cree la gente de color que se puede llevar el compas con exacta medida en la danza criolla. 



Habrá comprendido ya el discreto lector, que la Virgencita de bronce de las anteriores páginas, no es otra que Cecilia Valdés, la misma jovenzuela andariega que procuramos darle á conocer al principio de esta verídica historia. Mas de un mulato estaba perdido de amores por ella, sobre todos Pimienta el músico; como habrá podido advertirse. Este tal gozaba la inapreciable ventaja sobre los demás pretendientes de ser her­mano de la amiga íntima y compañera de la infancia de Ce­cilia, con cuyo motivo podía verla á menudo, tratarla con in­timidad, hacérsele necesario y ganar tal vez su rebelde corazón á fuerza de devoción y de constancia.

 

Acabada la danza, se inundó de nuevo la sala y comenzaron á formarse los grupos en torno de la mujer preferida por bella, por amable ó por coqueta. Pero en medio de la aparente con­fusión que entonces reinaba en aquella casa, podía observar cualquiera, que al menos entre los hombres de color y los blancos, se hallaba establecida una línea divisoria, que tácita­mente y al parecer sin esfuerzo, respetaban de una y otra parte.

 

Cecilia y Nemesia, por uno ú otro de estos motivos, ó por su estrecha amistad con el ama de la casa, no bien concluyó la danza se fueron derecho al aposento y ocuparon asiento detrás de las matronas hacia el comedor. Allí sin mas dila­ción se formó el grupo de los jóvenes blancos, porque, ya se ha dicho, aquellas dos muchachas eran las mas interesan­tes del baile. Las personas conspicuas de ese grupo sin disputa que eran tres, el comisario Corta-Piedra, Diego Meneses y su amigo íntimo el joven conocido por Leonardo. Este último tenia apoyada la mano derecha en el canto del respaldo de la silla ocupada por Cecilia, quien por casualidad ó á posta, le estrujó los dedos con la espalda.


–¿Así trata Valdés. a sus amigos? -le dijo Leonardo sin retirar la mano, aunque le escocía bastante-.

 

Se contento Cecilia con mirarlo de soslayo y torcerle los ojos, cual si la palabra amigo sonase mal en quien debía saber que era tratado como enemigo.

 

–Esa niña está hoy muy desdeñosa; dijo Corta-Piedra que notó la acción y la mirada. 


–¿ Y cuando no? -dijo Nemesia sin volver la cara-. 


–Nadie te ha dado vela en este entierro; repuso el co­misario.

 

–Y al señor ¿quién se la ha dado? agregó Nemesia mirándole entonces de reojo.

 

–¿A mí? Leonardo.


–Pues a mí, Cecilia.


–No hagas caso, mujer; dijo esta última á su amiga.


–Si no fuera por qué... yo te ponía mas suave que un guante; añadió Corta-Piedra hablando directamente con Cecilia. 


–No ha nacido todavía, dijo ella, el que me ha de hacer doblar el cocote.

 

–Tienes esta noche palabras de poco vivir; le dijo enton­ces Leonardo inclinándose hasta ponerle la boca en el oído. 


–Me la debe usted y me la ha de pagar; le contestó ella en el propio tono y con gran rapidez.

 

–Al buen pagador no le duelen prendas, dice á menudo mi padre. 


–Yo no entiendo de eso, repuso Cecilia. Solo sé que usted me ha desairado esta noche.

 

–¿Yo? Vida mía ...


En aquella misma sazón se acercó Pimienta por la puerta de la sala saludando á un lado y á otro á sus amigas, y cuando se puso al alcance de Cecilia, ésta le echó mano del brazo derecho con desacostumbrada familiaridad, y le dijo, afectando tono y aire volubles:

 

–¡Oiga! ¡Qué bien cumple un hombre su palabra em­peñada!

 

–Niña, -contestó con solemne tono, aunque el caso no era para tanto-; José Dolores Pimienta siempre cumple su palabra.

 

–Lo cierto es que la contradanza prometida aun no se ha tocado.

 

–Se tocará, Virgencita, se tocará, porque es preciso que sepa que á su tiempo se maduran las uvas.

 


Por prudencia ó por cualquier otro motivo Pimienta se alejó de allí sin aguardar á mas explicaciones. No sucedió lo mismo con Corta-Piedra, que era hombre curioso si los hay, por lo que con sonrisa maliciosa le preguntó á Nemesia.


–¿Se puede saber por qué la Cecilia se puso furiosa luego que reconoció el quitrín en que ustedes vinieron al baile?

 

–Como que yo no soy baúl de nadie, -contestó la Neme­sía prontamente-, diré la verdad.

 

Cecilia le pegó un pellizco, pero ella acabó la frase, -Claro, porque conoció que el quitrín era del caballero Leonardo-. 


Naturalmente las miradas de Corta-Piedra y de los demás presentes al alcance de las palabras de Nemesia, se 

concentra­ron en el individuo que ella había nombrado, y aquel tocán­dole en el hombro le dijo: 


–Vamos, no se ponga colorado, que el prestar el carruaje á dos reales mozas como éstas en noche tan fea, no es motivo para que nadie sospeche malas intenciones de un 

ca­ballero.

 

–Ese quitrín, lo mismo que el corazón de su dueño, repuso Leonardo sin cortarse, están siempre á la orden de las bellas.

 

Salía entonces Pimienta por la puerta del comedor y oyó distintamente las palabras del joven blanco, convenciéndole desde luego, de quien era el quitrín en que Cecilia y su 

her­mana Nemesia habían venido al baile. El desengaño le hirió en lo mas vivo del alma, por lo que echando una mirada triste al grupo de jóvenes blancos, de seguidas pasó á la sala, donde después de armar el clarinete, tocó algunos registros, á fin de que entendieran los miembros de la orquesta, de que era tiempo de que se reuniera de nuevo para seguir trabajando. 


Con semejante ocurrencia puede imaginar cualquiera la ago­nía de alma de Pimienta. Su musa inspiradora, la mujer ado­rada, se hallaba en brazos de un joven blanco, tal vez del preferido de su corazón, pues como sabemos, no ocultaba ella sus sentimientos, se entregaba toda al delirio del baile, mientras él, atado á la orquesta, cual á una roca, la veía gozar y con­tribuía á sus goces, sin participar de ellos en lo mas mínimo. 


Pasadas serian las doce de la noche, cuando cesó de nuevo la música, con lo que á poco empezaron á retirarse las personas que podían considerarse extrañas para el ama de la casa, porque hasta entonces no levantó ésta la voz diciendo que era hora de cenar. Y para apresurar la marcha, agarró ella por el brazo á dos de sus mejores amigas y arrastro casi las llevó al fondo del patio, donde estaba puesta la mesa del ambigú. Tras ellas siguieron las demás mujeres y los hombres, entre los segundos Pimienta y Brindis, los músicos, Corta-Piedra y su inseparable corchete, el de las grandes patillas, Leo­nardo y su amigo Diego Meneses. Tomaron asiento en torno de la mesa las mujeres, únicas que cupieron, aunque eran pocas, los hombres se mantuvieron en pié cada cual detrás de la silla de su amiga ó preferida. Quedaron juntos á una de las cabeceras Corta-Piedra y la Ayala, sin que sepamos decir si por casualidad ó por hacer honor al comisario y á su ca­tegoría.

 

Antes que se hubiese calmado el ruido de voces, de palmadas y de golpes en los platos y la mesa, Leonardo le dijo algo en secreto á Cecilia, y salió á la calle arrastrando á Meneses por el brazo, sin despedirse de nadie, á la francesa, como dijo Corta-Piedra, cuando los echó de menos. Una vez fuera, á pe­sar de la lluvia menuda, ambos jóvenes, siempre de brazo, tomaron á pié la calle de la Habana, hacia el centro de la ciudad, y en la primera esquina que era la de San Isidro,. Meneses siguió derecho y Leonardo tomó la vuelta del hospital de Paula.

 

Pudo distinguir su carruaje, los caballos del cual agachaban la cabeza y las orejas, en su afán de evitar la lluvia y el viento que les herían de frente. 


–¡Señor! exclamó el calesero.


–Lleva el quitrín a la cuna, toma las dos muchachas que trajiste en él, y condúcelas á su casa. Yo te espero en el paredón de Santa Clara, esquina á la calle de la Habana. No consientas que nadie monte á la zaga. ¿Entiendes? 


–Sí, señor; contestó Aponte, partiendo en dirección de la garita de San José. En la puerta de la casa del baile, sin desmontarse, dijo á un desconocido que entonces entraba: 


–¿Me hace el favor de decirle á la niña Cecilia que aquí está el quitrín?

 


Esta y Nemesia subieron al carruaje apoyadas de la mano de Pi­mienta, porque de hecho aquella reunión o fiesta quedó desbaratada. Podía ser entonces la una de la madrugada. El viento no ha­bía abatido ni cesado la llovizna que de cuando en cuando arro­jaban las voladoras nubes sobre la ciudad dormida y en tinie­blas. Conforme reza la expresión vulgar, la oscuridad era como boca de lobo. No por eso, sin embargo, perdió el joven músico la pista del carruaje que conducía á su hermana y á su amiga, antes por el ruido de las ruedas en el piso pedregoso de las calles. Pimienta le siguió, al compas de las aguas, a paso redoblado y luego al trote, hasta que le alcanzó cerca de la calle de Acosta. Puso la mano en la tabla de atrás, se impulsó natural­mente con la carrera que llevaba y quedó montado á la mujeriega. Al punto le sintió el calesero é hizo alto.


–Apéate; -le dijo Nemesia por el postigo-.


–No hay para qué; dijo Ce­cilia-. 


–Yo les voy guardando las espaldas; dijo Pimienta.­


–Apéese., dijo en aquella sazón Aponte que ya había echado pié á tierra.


–¿No te lo decía? -añadió Nemesia, hablando con su hermano.-


–Aquí dentro van mi hermana y mi amiga; ob­servó el músico dirigiéndose al calesero.


–Será así, repuso éste; pero no consiento que nadie se monte atrás de mi quitrín. Se echa á perder, camarada; -agregó notando que se las veía con un mulato como él.


–Apéate, repitió Nemesia con in­sistencia. 


Obedeció José Dolores Pimienta, conocidamente después de una lucha sorda y terrible consigo mismo, en que triunfó la prudencia; pero cediendo y todo en aquella coyuntura no renunció á la resolución tomada de seguir el carruaje. Volvió á montar el calesero y continuó la carrera derecho hasta des­embocar en la calle de Luz, torciendo allí á la izquierda hacia la calle la Habana. Cerca del cañón de la esquina estaba un hombre de pié, guarecido del viento y de la menuda llovizna, con las elevadas tapias del patio, perteneciente al monasterio de las monjas Claras. En ese punto, paró Aponte por segunda vez el quitrín, el hombre en silencio subió á la zaga, diciendo luego á media voz: ¡Arrea! Partió entonces aquel á escape, pero no sin dar tiempo á que se acercara lo bastante el músico, para advertir que el individuo que le reemplazó en la zaga del carruaje era el mismo joven blanco Leonardo que tantos celos le había inspirado a Pimienta.


En el barrio de San Francisco y en una de sus calles menos torcidas, con banquetas ó losas en una o dos cuadras, había entre otras, una casa de azotea, que se distinguía por el piso alto sobre el arco de la puerta, y balconcito al poniente. La entrada general, como la de casi todas las casas del país -para los dueños, criados, bestias y carruajes, dos de los cuales había comúnmente de plantón,- era por el zaguán; especie de 

casa­puerta ó cochera, que conducía al comedor, patio y cuartos de escritorios. A la hora en que principia nuestro cuento, entre seis y siete de la mañana, de uno de los días de Octubre, ocupaba una de las butacas del comedor un caballero de hasta cincuenta años de edad. Mientras leía se le presentó un muchacho como de doce años de edad, vestido de pantalones y camisa de listillo, que venia del fondo del patio y traía en la mano derecha una taza de café con leche, puesta en un plato, y en la otra un azucarero de plata. El caballero, sin enderezarse en la butaca, tomó la taza, endulzó y se puso á sorber y leer con toda calma, mientras el criado, con los brazos cruzados sobre el pecho se quedó delante de él en pié, conservando en las ma­nos respectivas el plato y el azucarero. Concluida la poción de café con leche, no obstante que el muchacho se hallaba á pocos pasos, le dijo en tono de voz atronadora: 


–¡Tabaco y lum­bre! 


Salió aquel de carrera á la cocina y volvió á poco por los cuartos escritorios, trayendo entonces una vejiga grande con algunos cigarros arrollados en el fondo y un braserillo de plata, con una brasa de carbón vegetal, medio enterrada en un montan de ceniza. El caballero encendió un cigarro y cuando el muchacho se disponía á emprender de nuevo la carrera, le gritó: 


–¡Tirso…!


–¡Señor…!


–¿Has estado arriba? -le preguntó el amo-.


–Sí, señor.


–¿ Y cómo es que el niño Leonardo no ha bajado todavía?


–Señor , quiero decir á su merced, que el niño se pone  bravo cuando lo despiertan, y ... 


–¿Qué? ¿Qué dices? ¡Ah! ¡Perro! Anda, corre, si no quieres subir á puntapiés.

 

Y como el caballero medio se incorporase para ejecutar la amenaza, no esperó á que se la repitieran para obedecer la orden. En cuatro saltos se puso en lo alto de la escalera, desapareciendo en el dormitorio del joven Leonardo, pero a tiem­po mismo que el muchacho corría escaleras arriba, apareció por la puerta del aposento una señora algo gruesa, hermosa, de amabilísimo aspecto, las facciones muy finas, con el cabello to­davía negro, aunque pasaba de los cuarenta de edad, vestida de halan clarín blanco, y abrigada con una manta de burato, color canario y toda ella muy pulcra y de ademan reposado y señoril. Se sentó al lado del caballero de la bata, á quien pre­guntándole por las noticias del día, dio el nombre de Gamboa. Este le contestó entre dientes que lo único importante que traía el Diario, era la aparición del cólera en Varso­via, donde hacia un estragos espantosos.

 

Bajaba Tirso en este punto los escalones con doble precipi­tación, si cabe, de aquella con que los había subido; y á no ser porque en tiempo agacha la cabeza, le alcanza en ella un libro que le arrojaron de lo alto, el cual, con la violencia del golpe se hizo pedazos en la puerta del escritorio. Don Cándido alzó la cabeza y la señora se levantó y fue hacia el pié de la escalera, preguntando: 


–¿Qué ha sido eso? 


Por toda res­puesta, el muchacho muy asustado, le indicó con los ojos al joven Leonardo que se hallaba en lo alto, envuelto en la sábana, con los puños apretados en señal de cólera y de amenaza.

 

–¿Viene el niño Leonardo? -preguntó Gamboa al esclavo, cual si no hubiera notado la carrera de éste, y el libraco contra la puerta del escritorio.

  

–Sí, señor, contestó Tirso.


Antes que volviese Tirso de la cocina, en donde se había refugiado, entró por el zaguán adelante el mulato calesero.

 

–Pero aquí está Aponte; agregó Don Cándido viéndole asomar.


– ¡Aponte! ¿Dónde pasó tu amo la noche?


–Es dificultoso que yo le diga á su merced, mi amo, dónde pasó la noche mi amo el niño Leonardito.

 

–¡Qué…! ¿Cómo se entiende?

 

–Le digo á su merced, mi amo, que es muy dificultoso -se apresuró Aponte á explicar, notando que Don Cándido montaba en cólera; porque primeramente yo llevé el niño Leonardito á Santa Catarina, después le llevé al muelle de Luz, después lo estuve esperando en el muelle de Luz hasta las doce de la noche, despues lo llevé otra vuelta á Santa Catarina, después ...


–Basta, -dijo doña Rosa enojada-. Quedo enterada. 


Aponte se retiró con los caballos, pasando por el comedor y el patio, en dirección de la caballeriza, y Don Cándido vol­viéndose para su mujer, le dijo:

 

–¿Qué te parece? ¿No te parece reciente lo de anoche?


–Yo no sabia nada, sospechaba únicamente, porque conozco á mi hijo mejor que tú, y ya has oido que se ha estado en Regla hasta las doce de la noche. Tal vez no fue solo. ¿Quieres oír ahora con quiénes y cómo pasó la mitad del tiempo en Regla? ¿No lo adivinas? ¿No lo sospechas?

 

–Sus faltas, si las comete, no pasan de calaveradas propias de la juventud.

 

–¡Ya! Por un lado le aconsejas y le reprendes, y por otro le das quitrín, y calesero, y caballos, y media onza de oro todas las tardes para que se divierta, triunfe y corra la tuna con sus amigos. No apruebas ni aplaudes sus locuras, pero le facilitas el modo y medios de cometerlas.

 

–Eso es, yo facilito el modo y medios para que se pierda el muchacho. 


_Tú no, tú eres un santo. ¡Oh! Sí, tu vida ha sido ejemplar.

 

–Pero Rosa, agregó cambiando de tono, nosotros vamos fue­ra del carril; y eso no está bien. La verdad es que si yo soy muy duro, como dices, con Leonardo, tú eres muy débil, y no sé yo qué será peor. El es un loco, voluntarioso y terco, y necesita freno mas que el pan que come. Advierto, sin em­bargo, con dolor, que por pensar en mi dureza, le llevas, sin querer, por su puesto, como por la mano á su pronta perdición. De veras, Rosa, tiempo es ya de que sus locuras y tus debilidades cesen; tiempo es ya de tomar una determinación que le libre á él de un presidio y a nosotros de llanto y de infamia eterna. 


–¿Y qué remedio adoptar, Cándido? Ya es tarde, ya él es un hombrecito.

 

–¿Qué remedio? Varios. En los buques de guerra de San Marino hasta á los hombrazos se les mete en cintura. Pensando es­taba que no le vendría mal oler á brea por corto tiempo. Apuradamente, mi amigo Ochoa, comandante de la Sabina, está empeñado en enseñarle la maniobra. Ayer nada menos me dijo que me resolviera y se lo entregara, seguro de que le pondría mas derecho que un mastelero de gavia. Sí, esa fue la expresión de que hizo uso. De todos modos, estoy resuelto á poner freno á las demasías de ese mozo.

 

Conmoviéndose doña Rosa al oír las últimas palabras de su marido, mucho mas al notar el tono de firme resolución con que las emitió, y parte por ocultar las lágrimas que le rebo­saban en los ojos, parte por variar el objeto de una conver­sación que la hería en lo mas vivo del alma, se levantó otra vez y se dirigió al patio. En aquel momento mismo bajaba Leonardo la escalera, vestido como para salir á la calle, y ella, que sintió sus pasos, retrocedió al sitio que acababa de dejar al lado de su marido, y en tono de humilde súplica, con voz temblosa por la emoción, le dijo:

 

–Por el amor de ese mismo hijo, Gamboa, no le digas nada ahora. Tu severidad le rebela y me mata á mí.

 

–¡Rosa! repitió Don Cándido con otra mirada de recon­vención. ¿Hasta cuando?

 

–Será esta la última vez que interceda por él; se apresuró á decir doña Rosa. Te lo prometo.

 


En esto acababa de bajar la escalera el joven Gamboa y se encaminó derecho á su madre, la cual le salió al encuentro, como para mejor protegerle del enojo de su padre. Solo se sonrió, levantó los hombros y se encaminó á la calle, llevando debajo del brazo izquierdo un libro empastado a la española con los cantos rojos y en la mano derecha una caña de Indias en cuyo puño de oro figuraba una corona.

 

Tomó el estudiante en dirección a la plaza Vieja por la calle de San Ignacio. En la esquina de la calle Sol tropezó con otros dos estudiantes, poco mas ó menos de su edad, que en toda apariencia esperaban su llegada. Uno de ellos Diego Meneses, el otro era Pancho Solfa.

 

–Por poco no me levanto en todo el día. Me acosté tarde y mi padre me hizo llamar al amanecer. Él, como se acuesta con las gallinas, madruga siempre. ¿No les parece á ustedes que hay tiempo de dar una vueltecita por la Loma del Angel?

 

–Soy de la opinión que no, dijo Pancho. A menos que tú, cual otro Josué, tengas la virtud de parar el sol.

 

–A todas estas, caballeros, ¿qué lección tenemos hoy? No concurrí á la clase el viernes, ni he abierto el libro en todo este tiempo.

 

–Govántes, señaló para hoy el título tercero, que trata del derecho de las personas; -respondió Diego-. Abre el libro y verás. 



No era el salón de la clase de derecho solo el mas amplio y extenso del seminario, sino también el mejor situado bajo todos conceptos. Tenia la entrada por un extremo, con cuatro ventanas anchas abiertas al corredor, y otras tantas al puerto de la Habana, que daban luz y aire, dejando ver los baluartes de la ciudadela de la Cabaña y parte de los del Morro. Apoya­da en la pared medianera entre las ventanas centrales, se ele­vaba la cátedra, en frente había dos órdenes de bancos para­lelos y  entre ambos lados otros muchos colocados trasversal­mente, de modo que el catedrático, desde su elevado asiento, dominaba toda la clase, no obstante su extensión. Probable­mente habría allí congregados, hasta 150 estudiantes de va­rios cursos.
 

Los que habían estudiado la lección y creían poder expli­carla con alguna claridad, presentaban el cuerpo y seguían los movimientos del catedrático. Los que no habían abierto si­quiera el libro de texto, por el contrario, no sabían donde es­conder la cara, ni cómo encogerse. En este caso se hallaba nuestro conocido Leonardo Gamboa, según él mismo lo ha­bía dicho á sus amigos Meneses y Pancho Solfa. Como por su talla y su carácter no le fuera fácil ocultarse, nunca se sen­taba en frente de la cátedra, sino á los costados y eso en los últimos bancos. El día que vamos narrando, ocupó el asiento de la cabeza en el rincón, desalojando para ello á su amigo Solfa. Después de recorrer Govántes con la vista toda la clase, se dirigió á un estudiante de su derecha, á quien llamó por el apellido de Martiartu, y le ordenó que explicara la lección, cosa que hizo con facilidad y lucidez. Luego ordenó hiciera lo mismo al mulato, que llamó Mena; en seguida á otro de apellido Arredondo, el cual ocupaba puesto frente á frente de la cátedra. Cuando éste hubo concluido la explicación mas ó menos textual, Govántes volvió los ojos á su izquierda, los pasó por encima de Leonardo,el cual de golpe bajó la ca­beza con achaque de recoger el pañuelo dejándolo caer precipitadamente,- y los detuvo en el joven que se sentaba en la otra cabecera del mismo banco. No se sabia éste la lección y se quedó callado, por lo cual, tras breve rato, el amable profesor dijo:


–El otro -Con idéntico resultado.-


Entonces saltó en seguida deteniendo su vista en el cuarto, luego en el sexto, que tampoco pudo responder, hasta que, dejando tres ó cuatro por medio, sus ojos dieron con Gamboa y le dijo:


–Usted. 


Gamboa disimuló cuanto pudo, hizo como que no había oido, ni entendido, pero su amigo Pancho le llamó la atención, y en­tonces medio mohíno, medio corrido, se puso en pié, y dijo:

 

–Maldito amigo! Si he estudiado la lección.


Y sin inmutarse, continuó: 


–Mas, por lo que han dicho los señores que me han pre­cedido en el uso de la palabra, saco en consecuencia que el asunto que hoy se trata es de los más importantes y creo que no se me olvidarán los puntos principales, para el caso de su aplicación en nuestro foro.

 

Con esto se sentó de pronto, pegando al mismo tiempo un puntazo con el dedo índice al sufrido Pancho por el costa­do, quien ya del dolor, ya de las cosquillas que le produjo, no pudo menos de dar un salto en el asiento. Su discurso, lo mismo que su acción, por inesperados, causaron una explo­sión de risa, de que, no obstante su seriedad, participó el mismo Govántes; quien, sin mas dilación, comenzó la explicación del texto, que versaba, sobre el derecho de las personas. Definió primero lo que se entendía por per­sona, según el derecho romano; luego por estado, que dijo se dividía en natural y civil, y que este último podía ser de tres maneras, á saber:-de libertad, de naturaleza y de familia. Y entró de lleno en lo que podía denominarse historia de la esclavitud, pintándola no ciertamente en sus relaciones con la sociedad antigua o moderna, sino con el derecho romano, el de los godos y el patrio; porque si bien reinaba bastante libertad de enseñanza entonces en Cuba, las ideas abolicionistas no habían empezado á propagarse en ella. 

Al escucharse un timbre, el profesor cerro su cuaderno y contempló a todos los estudiantes ponerse en pié, pues había sonado la hora de las nueve, lo que significaba que la clase había concluido hasta el siguiente día.


Ya en la calle, los estudiantes se derramaron por diferentes rumbos de la ciudad. A medida que se acercaban á la iglesia del Santo Angel Custodio se estrechaba más la vía, á causa del declive y del golpe de gentes de ambos sexos, de todos colores y condi­ciones que llevaban la misma dirección. La ocasión de todo aquel bullicio y movimiento, era la fies­ta de San Rafael, que cae el 24 de Octubre, cuya celebración se había principiado. 

Llegando á lo alto de la meseta, que también tiene re­pecho de piedra, se deslumbra el piso del templo, cuya única nave, en los días de función, como de la que ahora se trata, se descubre toda entera. Los estudiantes se habían apoderado de todo el repecho de las escalinatas y meseta, Leonardo Gamboa en lo mas alto, con su caña al hombro dirigiendo la maniobra, y no subía por éstas persona alguna, ni pasaba por la calle mujer especialmente, en carruaje ó á pié, sin que tuvieran ellos algo que decirle y aun hacerle.


–¿Qué sucede, Leonardo? Por Dios bendito, suelta, que me desprendes el brazo.

 

–¿No la conociste? repuso Leonardo.


–¿A quién? ¿Qué dices?


–A la muchacha aquella del quitrín azul que va sentada á la parte opuesta de nosotros.

 

–No sé aun de quien hablas.


–De Isabel Ilincheta, hombre. ¿No la conociste? Bien que te gustaba su hermana Rosa. Todavía te casas tú con ella el día menos pensado.


–¿Yo? primero con una escopeta. Lo confieso, lo siento, mas no puedo remediarlo; me apeno por una muchacha que me dice que no, y en cuanto me diga que sí, aunque sea mas linda que Maria Santísima, se me caen las alas del corazón.

 

Adelante, está la calle de Tejadillo, equina con Compostela quedando esta en ángulo recto y luego se encuentra la calle Empedrado. Por ella torció Leonardo á la derecha, después de saludar á sus compañeros y decir á sus íntimos amigos Meneses y Solfa que podían, si querían, esperarle en la plazoleta inme­diata de Santa Catalina, donde se reuniría con ellos en un  cuarto de hora. Pero siendo ya la hora de almorzar, según la costumbre de Cuba, ellos prefirieron continuar á sus casas respectivas, y así se separaron de Leonardo hasta la noche en la feria del Santo Angel Custodio.

 

Una vez solo el estudiante de derecho, cambió de paso y de aspecto repentinamente. Se puso serio y pensativo, mucho más de lo que cabía esperar en un carácter tan alegre y vivaz. Era que le preocupaba demasiado la aparición en la Habana y en la feria, de la joven de Alquízar a quien denominó Isabel Ilincheta. No obstante que lo negase, estaba enamorado de ella, y recelaba, que su repentina llegada, diese ocasión á re­velaciones desagradables, sobre todo, al descubrimiento de sus veleidades, que, por pervertido que tuviese el sentimien­to de la decencia, no podían hacerle honor, ni dejar de sacar­le los colores á la cara. Varias veces se detuvo y pegó con la punta del bastón en las angostas losas de la acera; de cuyo lujo gozaba entonces entre otras pocas, la calle famosa de Empedrado. Entre seguir y volverse fluctuaba grandemente, pues es bueno que se sepa que aquella no era la dirección de su casa. Dio, al fin, un golpe mas recio que los demás con la caña, se la echó al hombro, como solía y apresuró el paso, murmurando:


“-¡Qué diablos! A lo hecho, pecho.” -Todo esto, para confirmarse en la resolución tomada-. 



A poco andar se encontró en la esquina de la calle Aguacate. Allí, dirigió una mirada oblicua á la ventanilla cua­drada y alta de una casucha en la acera opuesta, inmediata á la esquina. Las hojas de las ventanillas se hallaban entornadas y por entre los balaustres de cedro, se veían los pliegues de una cortina de muselina blanca, la cual se agitaba ligeramente enton­ces, ya á causa del aire de la mañana, ya de los movi­mientos de alguna persona que estuviese detrás.

Que había una persona apostada entre la hoja entornada de la ventanilla y la cortina blanca, no cabe duda ninguna, porque apenas Leonardo cruzó y puso la mano derecha en el hueco que dejaba en el marco un balaustre caído, cuando se asomó la cara mas linda de mujer, que quizás existía en aquel tiem­po en la Habana. A su vista, aunque los ojos de la mulata des­pedían rayos y no de amor sino de cólera, quedó completa­mente subyugado Leonardo, y se olvidó de Isabel, de los bai­les de Alquízar y de los paseos por las guardarayas de palmas y de naranjos en los cafetales de esa comarca. (…) El lector tiene delante á Cecilia Valdés. Mantenía los ardientes labios apre­tados, la sangre quería brotarle de sus redondas mejillas, el abultado seno con dificultad se contenía dentro de las liga­duras del traje de yocó. Al fin fue ella la primera en hablar, diciendo mas con el semblante que con la voz:

  


–¿Para qué ha venido?

–Acabo de salir de la clase; -contestó Leonardo en tono humilde-.


Cecilia le miró y con la mano izquier­da abierta hizo seña á Leonardo que bajara algo mas la voz y añadió con vehemencia:

 

–El caso es que Chepilla ya está de vuelta de Paula, y voz se aparece ahora. Ya no hay tiempo de hablar. Hace rato que llegó. Rezaba y dormitaba, supongo que de cansada; y ya le­vanta la cabeza y pone el oido de hético. (Esto lo dijo mirando otra vez hacia dentro.) A voz no le interesa mi amistad, se conoce, y soy una boba que le espero. ¡Maldita sea la mujer que quiere como yo!

 

Leonardo le cogió la mano y se la llevó a los labios, sin que ella opusiera la menor resistencia, por donde conoció que había pasado el furor de la tormenta y que la muchacha admi­tiría su visita en primera oportunidad. ¿A qué aspiraba Ce­cilia, al cultivar relaciones amorosas con Leonardo Gamboa? El era un joven blanco, de familia rica, emparentado con las primeras de la Habana, que estudiaba para abogado y que en caso de contraer matrimonio, no sería ciertamente con una muchacha de la clase baja, cuyo apellido solo bastaba para indicar lo oscuro de su origen, y cuya sangre mezclada se descubría en su cabello ondeado y en el color bronceado de su rostro. Su belleza incomparable era, pues, una cualidad relativa, la única quizás con que contaba para triunfar sobre el corazón de los hombres; mas eso no constituía título abo­nado para salir ella de la esfera en que había nacido y ele­varse á aquella en que giraban los blancos de un país de es­clavos. Tal vez otras menos lindas que ellas y de sangre mas mezclada, se rozaban en aquella época con lo mas granado de la sociedad habanera, y aun llevaban títulos de nobleza; pero éstas, ó disimulaban su oscuro origen ó habían nacido y se habían criado en la abundancia, y ya se sabe que el oro purifica la sangre mas turbia y cubre los mayores defectos así físicos como morales.

 

Pero estas reflexiones, por naturales que parezcan, estamos seguros que jamas ocuparon la mente de Cecilia. Amaba por un sentimiento espontáneo de su ardiente naturaleza y solo veía en el joven blanco el amante tierno, superior por mu­chas cualidades á todos los de su clase, que podían aspirar á su corazón y á sus favores. A la sombra del blanco, por ilícita que fuese su unión, creía y esperaba Cecilia ascender siempre, salir de la humilde esfera en que había nacido, si no ella, sus hijos. Casada con un mulato, descendería en su pro­pia estimación y en la de sus iguales: porque tales son las aberraciones de toda sociedad constituida como la cubana.

 


Creyó advertir Leonardo cuando saltó de la volante á la acera, que un militar, en completo uniforme, que caminaba de prisa hacia la plaza Vieja, se había separado de la segunda ventana de su casa, y que contemporáneamente se había des­prendido de un postigo de la misma el bien conocido rostro de una de sus hermanas. Apresuró el paso, y, en efecto, a través de otro postigo de la reja del zaguan, vio á su hermana mayor Antonia en el acto de alzar la cortina para entrar en el primer aposento, por la puerta que daba á la sala. Le desazo­nó mas de lo que puede imaginarse este inesperado descu­brimiento, porque atando cabos se convenció, á no quedarle duda, de que mientras él galanteaba á la mulata allá por el barrio del Angel, un capitán del ejército español, á la clara luz de una mañana de Octubre, le galanteaba la hermana acá por el barrio de San Francisco. El recuerdo del momento pla­centero que había gozado y que aun se cernía en su mente cual visión brillante, quedó enturbiado, se desvaneció del todo ante la desagradable escena á la ventana de su casa.

 

En consecuencia entró en su casa disgustado. La mesa es­taba puesta para el almuerzo, encontrando ya sentados a su madre y a su padre. En seguida fueron saliendo una tras otra de las alcobas las hermanas de Leonardo preparadas para salir á la calle y 

sentán­dose a la mesa, en silencio, como monjas en el refectorio. Antonia, el vivo retrato de doña Rosa en lo físico, con­taba 22 años de edad. Leonardo pasaba de los 20, y 

fluc­tuaban entre los 18 y 17 sus hermanas menores Carme y Adela.

 

Duró el almuerzo como una hora, reinando todo ese tiem­po en la mesa el mayor silencio, pues apenas se oía otro rui­do que el de los cubiertos de plata, ni mas voz que la del que pedía éste o aquel plato distante al negrito Tirso.

 

Después del café sacó Don Cándido la vejiga de los tabacos (cigarros), y metió en ella el brazo hasta el codo (tan honda era) A su vista Tirso voló á la cocina en busca del braserillo de plata con la brasa del carbón vegetal. Antes que el amo mordiera el remate del cigarro, sin cuyo requisito no arde bien. El esclavo con expresión humilde mezclada de temor, le acercaba la lumbre para que encendiera de su mano. Con la primer bocanada de humo azuloso y acre que sacó del ci­garro, se puso en pié y se entró por el escritorio, tan callado como cuando salió de él, una hora antes, para sentarse a la mesa del almuerzo.

 

La desaparición del padre, determinó por sí sola un cam­bio repentino y completo en el ánimo y la conducta de la familia, sin excluir la madre. Leonardo especialmente llevó el entusiasmo al punto de atraer á sí á su madre con el brazo izquierdo para darle uno y otro beso en la mejilla y decirle:

 

–¿Y qué tiene? (indicando a su padre). ¿Está bravo?


–Contigo; repuso concisamente su madre.


–¿Conmigo? Pues ya le mando trabajo.


–Hablas como si fueras el amo; repuso Antonia con desden.

 

–No soy el amo, es cierto, mas puedo romperle las patas á uno el dia menos pensado, y tanto vale.

 

–Ese odio tuyo á los españoles, dijo doña Rosa, todavía ha de costarnos caro, Leonardo.

 

–Es que mi odio no es ciego, mamá, no en general contra los españoles, sino contra los militares Españoles y los que sirven al gobierno dude España. Ellos se creen los amos del país, nos tratan con desprecio a nosotros los paisanos, y porque usan charreteras y sable se figuran que se merecen todo y que lo pueden todo.

 

No pudo, Antonia, sufrir más, se levantó de la mesa, y se fue á la sala, callada y muy molesta.

 

–Has zaherido á tu hermana sin motivo, le dijo doña Rosa. Ella no piensa en militar alguno, por mucho que alguno la celebre.

 

–No piensa en ellos; pero admite sus galanteos por la ventana y he aquí lo que me irrita.

 

–Antonia no es de esas, por fortuna, hijo mio.


–¿No? ¡Ay! mamá, parece que vas perdiendo la vista del entendimiento y de la cara ... No quiero hablar, lo único que digo y repito es que el día menos pensado le rompo una pata á uno de esos soldados.

 


La conversación la interrumpió el calesero presentándose con la cuarta engarzada en la muñeca de la mano derecha y el sombrero redondo en la izquierda, para anunciar que el quitrín estaba listo á la puerta. Luego al punto las dos her­manas menores fueron en busca de la mayor y de sus caracte­rísticas mantas y juntas rodearon a la madre para pedirle sus órdenes. Esta señora les hizo el encargo de algunas compras en las tiendas de lencería, o de ropas, y luego se dirigieron ellas por el zaguan a la calle. 


El carruaje se detuvo en el  tocador de clarinete, José Dolores Pimienta. Para verle con la aguja en la mano sentado a la turca junto con otros oficiales de sastre en una tarima baja, hilvanando una casaca de paño verde oscuro, todavía sin mangas ni fal­dones, -fuerza es que pasemos a la sastrería del maestro Uribe, en la calle de la Muralla, puerta inmediata á la es­quina de la de Villegas, donde hubo una tienda de mercerías llamada del Sol-. Por poco que previniese en su favor el aspecto de Uribe, no cabe duda que era el mas amable de los sastres, muy 

ce­remonioso y el mejor pagado por su habilidad en sus tijeras.

 

–¿Qué tal la casaca verde indivisible? -le preguntó Uribe-. ¿Se halla en estado de prueba? Son las tres y dentro de poco tendremos aquí al caballero Gamboa, como el reloj.

 

–Para el tiempo que hace que voz me la entregó, señó Uribe, -repuso Pimienta-, la tengo bastante adelantada.

 

–Bien, bien, replicó Uribe. ¿Se halla o no en estado de prueba? Esto es lo esencial.


–Diré a Voz; lo que es probarse, puede ahora mismo.


–Vamos, José Dolores, sirve tú de modelo ... Apuradamente tienes el mismo cuerpo que el caballerito Leonardo.

 

–Está bien... Señor Uribe, -contestó Pimienta de malísimo humor-. Pero sin ejemplar ¿eh?

 

Media hora larga se había pasado en esta faena del maestro con su oficial, cuando paró una volante de alquiler a la puerta de la sastrería y se apeó de ella de un salto, el intrépido joven que había servido de asunto por la mayor parte, de su conversación. La llegada repentina del joven, esperada y todo, sorpren­dió al maestro sastre, con tanto mas motivo que su oficial aguardaba precisamente aquel momento para echar atrás los brazos y soltarle en las manos la pieza de ropa en estado de prueba.


–¿Qué hay de mi ropa? ¿Lista?


–Casi concluida, señor Don Leonardo.


–Lo temía, lo esperaba; replicó éste impaciente. Un zapatero remendon tiene mas palabra que tú, Uribe.

 

Por entonces, plantado Leonardo delante del espejo, se había despojado del frac, con la ayuda del sastre. Acertó a entrar en aquella sazón en la sastrería una mucha­cha de color, medio cubierta la cabeza en la manta de burato pardo oscuro, á la usanza persa. Dio las buenas tardes y como si no hubiese reparado en lo que allí se hacia, pasó de largo hacia el aposento, por detrás de la mesa de cortar. Pero Uribe la esperaba impaciente y la detuvo antes de alcanzar la puer­ta, preguntándole: 


–¿Traes el chaleco, Nena?


–Sí, señor; contestó ella con voz muy suave y musical, deteniéndose a la cabeza de la mesa, en la cual depositó un lío pequeño que sacó debajo de la manta. Después, sacó el chaleco del pañuelo de seda en que estaba envuelto, y dándole éste a su dueño, añadió hablando con Gamboa.


–¿No se lo dije al caballero? Aquí tiene la prenda. La costurera vale un Potosí.

 

Era el chaleco de raso negro, sembrado de abejas color verde brillante, entretejidas en la tela. No se lo probó Leo­nardo, ni lo juzgó necesario el sastre. Tampoco hubo desde allí tiempo para mucho, porque cual por cita, acudió la mayor parte de los parroquianos de Uribe.

 

La ocasión de aquella afluencia de señores y sus criados no era otra que el baile de tabla que se celebraba por la noche del mismo día, en los altos del palacio situado en la calle de San Ignacio esquina con Teniente Rey, alquilado para sus funciones por la Sociedad Filarmónica, en 1828. 


Aquella noche el teatro de la elegancia habanera sentó sus. reales en la Sociedad Filarmónica. Brillaron allí con todo su esplendor el gusto y la finura de las señoras, lo mismo que el porte decente de los caballeros.

 


No se presentaron en los salones de la Sociedad nuestros amigos Gamboa, Meneses y Solfa, sino hasta cerca de las once de la noche. Durante las primeras horas habían estado visi­tando los bailes de la feria del Angel, el de Farruco y el de Brito, sin olvidar la cuna de la gente de color, en la calle del Empedrado, entre Compostela y Aguacate. En ninguno de esos sitios habían tomado ellos parte activa, si se exceptúa el primero, quien al juego del monte, perdió en un instante las dos onzas de oro que aquella misma tarde le había metido su madre en el bolsillo del chaleco. No conocía el valor del dinero, ni jugaba por amor a la ganancia, sino por el placer de la excitación del momento; pero sucedió que los bailes no le prestaron atractivo ninguno, desertados de las muchachas boni­tas; que no logró vera Cecilia Valdés en la ventana de la casa, ni en la cuna, cosas todas que se conspiraron para ponerle de malísimo humor. Para remate de desdichas, cuando perdido y disgustado volvía con sus amigos en busca del quitrín, que había dejado apostado en la calle del Aguacate al abrigo de las altas paredes del convento de Santa Catalina, descubrió que no estaba allí, ni fue posible encontrarle sino media hora después y en punto opuesto y distante. Por otra parte, preguntado el calesero sobre el motivo que le indujo a desobedecer una orden terminante de su joven amo, dio al principio  respuestas evasivas, y al fin, apretado le dijo:


–Su Merced, un desconocido, medio cubierto el rostro con un pañuelo me forzó a abandonar el puesto y fingir que me volvía a casa, pues me amenazó terriblemente. 



No parecía creíble el cuento; hubo pues que aceptarlo como bueno y verídico; lo que, si es cierto es que, aumentó el mal humor de Leonardo, porque en caso de ser cierta la versión del calesero ¿quién podía ser ese sujeto, ni qué interés tener en que el carruaje aguardase en una ú otra esquina de la calle? ¿Por qué emplear amenazas? ¿Qué autoridad tenia para ello? Aponte no pudo decir si el desconocido era militar ó paisano, comisario de barrio ó magistrado, hombre blanco ó de color. Tal vez era un inesperado y desconocido rival que de aquel modo se preparaba a disputarle el cariño de Cecilia Valdés. Corroboraba tan desagradable sospecha, el hecho de que ni ella, ni su amiga Nemesia, se habían presentado en parte alguna de la feria del Angel. Además de eso, la circunstancia de no haber abierto la ventana, aun cuando Gamboa hizo la señal convenida, pasando la punta del bastón por los pocos balaus­tre que aun le quedaban, casi no dejaba duda de que algo extraordinario había ocurrido en el humilde y oscuro hogar. Gamboa se ocupó desde luego en buscar compañera para tomar parte en el baile, aunque no le gustaba mucho; pero Meneses, que rara vez bailaba, y Solfa que no bailaba nunca, se quedaron de espectadores en el medio del salón, observando el último con sonrisa amarga, que mientras aquella loca ju­ventud gozaba a sus anchas de los placeres del momento, el más estúpido y brutal de los reyes de España parecía contem­plarla con aire de profundo desprecio, desde el dorado dosel donde se veía pintada su imagen odiosa.

 

Andando con algún trabajo entre las apiñadas filas de espec­tadores y bailarines, tropezó Gamboa con la mas joven de las señoritas Gomez, en lo más empeñado de la danza. Por todo saludo, sin dejar girar, como una sílfide, en brazos de su pareja, le dijo ella antes con los ojos que con la lengua:


–Ahí está Isabel. vino al baile esta noche.

 

Por lo que Isabel, recibió á Leonardo con una sonrisa adorable, lo cual, lejos de tranquilizarle, fue parte a causarle mayor desazón. Cambiados los saludos de costumbre, pues la compañera de Isabel, madre de las Gomez, era amiga del joven estudiante. 

En la noche en cuestión, lucía Isabel Gómez a maravilla las gracias naturales que lo ángeles dotadas el cielo. Era alta, bien formada, esbelta y vestía elegantemente y aunque era muy discreta y amable, está dicho que llamaba la atención de la gente culta. 

No debe extrañarse, que siendo Leonardo un tanto descreído y despegado, sintiese pasión por una joven tal como la que acaba de describirse. Entraba él por las puertas doradas de la vida. A pesar de sus connotaciones y de su riqueza, no había tenido aun trato con las mujeres de su esfera y educacion, ni había empezado á buscar en ellas tampoco la compañera futura de su vida. Hasta la estación de los aguinaldos y de los azaha­res, en que Leonardo conoció á Isabel, contribuyó á rodearla de encanto á sus ojos, y á despertar en su pecho algo que no había sentido nunca  los 21 años de su vida,-el amor-. 


Anochecido ya, Nemesia salió de la sastrería de Uribe y se encaminó a paso menudo hacia el barrio del Angel. Prefirió para ello la calle Aguacate, que si bien más solitaria y os­cura, por la ausencia de establecimientos públicos, conducía derecho á dos puntos en donde de paso quería detenerse. Cuando llegó a las cuatro esquinas formadas por la calle O'Reilly, se detuvo un breve rato, pensativa e indecisa. Miró primero a tras, luego a su derecha, después adelante, fijando la mirada en la ventanilla de la ca­sucha inmediata a la taberna de la izquierda, aunque por estar en línea paralela á la observadora, solo se distinguían las molduras de los balaustres que sobresalían un poco del plano de la pared. Difícil era pues saber si había ó no persona aso­mada allí ó a la puerta; en consecuencia, la mulata se trasladó a la esquina de abajo, y dio un silbido peculiar muy agudo, haciendo pasar el viento con fuerza por entre los dientes del medio de la mandíbula superior.

 



Algunos segundos después, vio asomar por los balaustres de la ventana, un canto de la cortina blanca; pero al acudir al reclamo, notó que descendía del terraplén del convento un caballero que a paso largo se dirigía derecho al punto objetivo de sus miradas. Se detuvo a observar lo que pasaba. ¿Quién seria ese sujeto? ¿Quién le aguardaba en aquella casa? Vestía de frac oscuro, pantalon claro y sombrero de ala angosta y copa desproporcionadamente ancha, sobresaliéndole por de­tras el cuello blanco y recto de la camisa. No era jóven, ni anciano, sino de mediana edad. A pesar de la oscuridad todo eso lo pudo notar Nemesia a la corta distancia a que se encon­traba, que no excedería de treinta pasos. Su porte, sus movi­mientos acompasados y firmes, no podían confundirse con los de un mozalbete ni de un viejo. Se dirigió, sin embargo, con aparente cautela al punto donde se veía el canto de la cortina blanca, sostuvo un breve diálogo con la persona que se hallaba oculta detrás de sus pliegues, y entonces, a paso largo siguió al abrigo de las altas paredes del convento, la vuelta de la Punta. Nemesia le perdió bien pronto de vista en la oscuridad; pero no le quedó duda de que le esperaba un carruaje a mediados de la cuadra, porque oyó distintamente el ruido de las ruedas en las piedras de la calle, corriendo en sentido opuesto a aquel en que ella estaba, y favorable al que seguía el desconocido.

 

Aguijada por la curiosidad, volvió la muchacha a silbar como lo había hecho antes, le contestaron desde la ventanilla, moviendo la cortina blanca, y acudió al punto; pero en vez de su querida amiga Cecilia, solo encontró a la abuela. ¿Cuál de las dos mujeres había recibido y hablado con el caballero del frac oscuro y el sombrero de copa abultada? Nuevo motivo de curiosidad y de mayor confusión.

 

–¡Ah! ¿Era voz. Chepilla? exclamó Nemesia.

 

–Entra, le dijo ésta, pasando a la puerta y quitando con la punta del pié la media bala que la aseguraba.

 

No se hizo de rogar la muchacha. Parecía séria y desazonada la abuela; y la nieta, sentada en un rincón, con el traje flojo, el aspecto desaliñado, la cabeza doblada sobre el pecho, los brazos extendidos y los dedos cruzados en la falda, era la viva imagen del abatimiento y de la desesperación.

 

–Entra, hija mía. Seas bien venida, repitió Chepilla. Entra y siéntate, hazme el favor de sentarte; añadió notando que la moza se mantenía en pié, como azorada y confusa.

 

–Ya es tarde y estoy de prisa; -repuso esta dejándose caer maquinalmente en la butaca de cuero delante del nicho, en que se veneraba la imagen de la Dolorosa-. Parecen Vds. muy atribuladas; -dijo Nemesia notando que ninguna de las dos mujeres le prestaba atencion-. 


Suspiró Cecilia únicamente y la abuela dijo:

 

–No es cosa lo que sucede, solo que esta muchacha (seña­lando para la nieta con un movimiento de los labios) parece poseída ... ¡Dios nos asista, (y se persignó)! Iba á decir un disparate. Quiero que seas el juez y la consejera en este caso, aunque tú puedes ser dos veces mi hija. Por eso te he hecho entrar. Vamos, dime, hija mia, ¿qué harías tú, si tu protector, tu amigo constante, tu único apoyo en el mundo, como si dijéramos, tu mismo padre, que es verdaderamente un padre para nosotras pobres, desvalidas mujeres, sin otro amparo bajo el cielo, qué harías tú si te aconsejaba, vamos, si te prohibía el que hicieras una cosa? ¿Dí, tú lo harías? ¿Tú le desobedecerías?

 

–Mamita, -saltó y dijo Cecilia sin poder contenerse-, su merced no ha pintado el caso como es.

 

–Cállate, -replicó la abuela con imperio-. Deja que Nemesia conteste. 


–Pero su merced parte de un principio equivocado, y Nene no puede contestar derecho, aunque quiera.

 

–No creas nada de lo que dice esa niña; la interrumpió la anciana.

 

–¿Pues no me rompió su merced el túnico y la peineta? ¿Por culpa de quién fué? ¿No fué por culpa de ese viejo narizón que Dios ... ?

 

–Calla, calla; le atajó la abuela. No blasfemes despues de haber rabiado, porque creeré que estás en pecado mortal. Si se rompió el vuelo del vestido, ¿no fué porque te propusiste ponértelo contra mi expresa voluntad? ¿Quién tuvo la culpa de que se cayera y se quebrara la peineta? Tú, nadie mas que tú, porque si no tuvieras esos actos de soberbia, nada de eso hubiera sucedido.

 

–Vamos á ver, ¿cuáles son los favores de que habla su merced? ¿La mesada que nos pasa? ¿Los regalos que me hace de Corpus á San Juan? Dios y él solo saben el motivo que le guia. ¿No es extraño, muy extraño, que sea tan generoso con nosotras, pobres mujeres de color, un hombre blanco y rico que no es nada de su merced, ni mio tampoco?

 

–¿ Y vuelta, Cecilia? No prosigas, ni ensartes mas dis­parates.


–Figúrate, Nemesia, que el individuo de que hablamos (bueno para que tú lo sepas,) es una dama en su trato, y su generosidad para nosotras tan grande como desinteresada; y debe doler le muchísimo ...

 

–Lo mejor de todo, prosiguió la Chepilla, es que de mí no exige nada, y de tí no espera otra cosa que cariño, gratitud, y ... respeto.

 

–Considera, Nena, -agregó la anciana, en tono mas blando,- que poco antes de llegar tú, estuvo aquí el buen señor ... No entró. 


–¡Qué...! 



–El nunca entra. Lo primero que hizo fué preguntar por Cecilia. Siempre pregunta y se ocupa mucho de ella, por supuesto desinteresadamente, quiero decir, sin otra mira que la de saber cómo va de salud. Tú lo sabes, Nemesia, al menos, me lo has oído decir muchas veces ... Es­tuvo por la ventana ... Solo un momento. Luego que preguntó por la salud de Cecilia, como te he dicho, con mucho interés, con el interés de un ...  no sé; Así que le dije que ella se preparaba para ir á la danza del Angel, me dijo muy agitado; sí, muy agitado; se le conocía, porque hasta le temblaba la voz: “No la deje ir, Doña Chepa, no la deje ir, deténgala, esa chica busca su perdición ... (Ese es su modo de hablar.) No la deje ir, deténgala, en otra ocasión la explicaré lo que pasa. Luego se fue arrimadito á la pared, como si temiera de que lo viesen. Al irse me puso una onza de oro en la mano para zapatos para Cecilia.


–Yo, en verdad, -contestó Nemesia, consultando con la vista el semblante de su amiga-, no sé qué decir, ni me atrevo á dar una opinión franca. Sin embargo, -añadió luego mas animada-, yo que Cecilia, me reía de todo eso, en vez de ponerme brava. 


–Qué daño, ni que bien, me podría resultar ir ó no ir al baile esta noche, claro está; -replicó Cecilia-. El caso es, que el hombre de que habla mamita, se ha propuesto meterse en mis nego­cios y gobernarme, por puro capricho o por gana de moler la paciencia, y eso es lo que hallo intolerable.

 

–Está bien, mujer, -observó Nemesia blandamente-: mas no veo que te cause ninguna extorsión con ir allá. Su hijo, -prosiguió Nemesia en baja vos-. Tú me entien­des ... Ese sí que es de temer. Joven, bien plantado, rebosán­dole la gracia por todas partes, con mucha labia y dinero para derramarlo como quien derrama agua... No hay mujer de corazón que se resista. ¿Es verdad, china? No es posible verlo y oírlo sin quererlo. Yo me guardaría de un hombre como él, hijo del diablo. Y a le ha dado quebraderos de cabeza á mas de una muchacha. En realidad, tiene á quien salir. Pues como te iba diciendo, añadió Nemesia, cuando salí de la sastrería de señor Uribe, tomé por la calle Aguacate y al enfrentar con la casa de las Gomez, que sabes tú está detrás del convento de las monjas Teresas, oí música y voces de hombres y mujeres. Me arrimé a una de las ventanas, que tienen el poyo alto. Estaban abiertas las hojas y las cortinas echadas. Había en la sala una gran reunión, tocaban, cantaban y bailaban. ¿Qué día es hoy? ¡Ah! El 27 de Octubre. Como ves. Si, es el santo de la mas chica de los Gomez, Florencia.

 

Cecilia dió un suspiro y Nemesia continuó ya sin más rodeos:

 

–Decía que rodeaban a Florencia delante del piano varias señoritas y caballeros. Pero el individuo no estaba, mencio­naron su nombre únicamente. Estoy cierta que lo 

mencio­naron ... 


–¿ Quién lo mencionó? -preguntó Cecilia con ansiedad-.


–No te pudiera decir lo cierto, mas si no me engaño, entre Meneses y la muchacha pálida. Ellos hablaban de él. Segun entendí, todos iban al gran baile que se da esta noche en la Filarmónica.


–Lo temía, dijo Cecilia.


Bastaba, en efecto, y sobraba lo dicho para poner en ascuas a una joven menos fogosa que Cecilia. A medida que la amiga fué desarrollando su pensamiento, pues lo había de seguro en las noticias que comunicó y aun en el modo de comuni­carlas, fué creciendo su cólera y desazon. ¿Qué hacer en aquellas circunstancias a fin de impedir, si era tiempo, que el individuo, según dijo Nemesia, se viese en la Filarmónica con la señorita desconocida? Eran celos, rabia, desesperacion lo que sentía. No cabía en la silla, cerca de la ventana. Se levantó varias veces en ademan de entrar en el aposento, sin duda para mudarse de traje y salir a la calle, y otras tantas volvió al asiento. La sangre estaba á punto de ahogarla.Al cabo Cecilia se desplomó en la silla, exhaló un suspiro profundo y murmuró:

 

–Mas vale que no: yo sé lo que he de hacer. De mí no se burla nadie ... Casi me alegro ... No salgo a ninguna parte.

 

Chepilla alzó entonces la vista y miró á la nieta con cierta alegría mezclada de compasión. Por su parte Nemesia, en toda apariencia, satisfecha, mas diremos, orgullosa de que su venida hubiese surtido todo el efecto deseado, se marchó, despidién­dose cariñosamente de sus amigas.


A
hora corresponde que volvamos al sarao en la Filarmónica, donde hemos dejado a Leonardo Gamboa en las filas de la danza con Isabel Gomez. Comprendiendo bien ella el ca­rácter de su pareja, no le dió queja ninguna sobre su falta de puntualidad en escribir, ni de su aparente desvío.

 

–Al presente pasamos algunas soledades y nuestras salidas en el cafetal se reducen a ir al sitio todas las tardes y volver a las puestas de sol. Cuando hace luna ...

 

–Te acuerdas de mí ¿no es eso? -la interrumpió Leonardo con indiscreto despecho, al ver su glacial indiferencia-. 


–Naturalmente; contestó ella al parecer sin notar lo que pasaba por la mente de su compañero-. No puedo olvidar, que en tardes divinas, como son todas las de invierno en el campo, mas de una vez hemos hecho juntos ese paseo en compañía de Rosa y de tía Juana. Te encuentro algo cambiada; -observó el joven después de breve rato de silencio-.


–¿Yo cambiada? Pues en hora buena. Vamos, Voz se chancea.


–Hasta me tratas de Voz.


–Creo que siempre le he tratado del mismo modo.


–No al pié del naranjo dulce.


En esto cesó la danza, y las diferentes parejas de bailarines, deshaciendo la formación, corrieron las unas a ocupar sus asientos en la sala y cuartos, las otras a respirar el aire libre de los corredores. Los hombres, por la mayor parte, se divi­dieron en grupos, para hablar sobre las conquistas amorosas de la noche y casi todos, para fumar un cigarro puro o de papel. Leonardo dió un paseo por los corredores con su amable compañera de baile, la cual, si hemos de juzgar por la frecuen­cia de sus sonrisas, no tuvo a mal que se prolongara la entre­vista, aunque había terminado el encanto de la música. 


Doña Rosa la recibió con los brazos abiertos, excepto An­tonia, las hermanas de Leonardo, con sinceras demostraciones de cariño, sobre todas Adela la abrazó y besó repetidas veces. Era esta la mas jóven, entusiasta y franca é Isabel la preferida de su hermano querido. Después de los saludos de costumbre y las quejas mutuas, juntas todas con las Gomez, llevando Leonardo, Meneses y Solfa, cada uno dos mujeres del brazo, pasaron a la sala del ambigú, espléndidamente iluminada, al fondo del palacio. Eran muchos y no cabían en una sola mesa, por cuya razón ocuparon dos, aunque inmediata una de otra.

 

Señoras y caballeros tomaron gigote de pechuga de pavo, fiambre de esta ave, con rico jamón de Westfalia, algunos arroz y frijoles negros, ninguno vinos ni espíritus, todos café con leche para terminación de la cena. Entre tanto doña Rosa dispuso que las niñas, según se ex­presó, pasaran al camarín a recoger sus mantas de seda. Al mismo tiempo los tres jóvenes bajaron al entresuelo a reclamar sus sombreros y bastones respectivos; pero tanto aquí como en el camarín, ya se habían adelantado otras muchas personas en demanda de sus prendas; de suerte que antes que obtuvieran las suyas nuestros conocidos, se pasó algún tiempo. Después bajó Leonardo al portal, para anunciarle a su calesero que estu­viese listo.

 

Amaneciendo; Don Cándido Gamboa, en su bata de zaraza y gorro de dormir, se hallaba asomado al postigo de la ventana de la calle, abrigado tras de la cortina de muselina blanca, en espera de El Diario de la Habana, o para respirar el aire mas libre que el pesado de la alcoba. El toque de diana primero y seguido del disparo de cañón a bordo del navío Soberano, anclado junto al muelle de la Machina, estremeciendo las ventanas del cuarto, hicieron despertar sobresaltado a Leonardo Gamboa. Sacó lumbre en el mechón de escarzo, y abierto el reloj, vio que eran las cuatro de la madrugada. -“A tiempo; dijo entre sí”, y se apre­suró á salir de la cama y vestirse. Para esto encendió una vela de esperma, valiéndose de una pajuela, pues aun no se conocían los cerillos en la Habana. 


Mientras se peinaba delante del tocador, soltó de repente el peine de carey, volvió a requerir el reloj, y murmuró: 

-¡Las cuatro y cuarto! Muy temprano todavía y de aquí allá no podré echar arriba de quince minutos andando despacio. Ella me dijo que cerca de las cinco ... ¿No seria mejor aguardar en la esquina? Sí, -concluyó diciendo con resolución-. Y vestido y perfumado y con la caña de Indias, salió de su cuarto y em­pezó a bajar la escalera de piedra.

 

–¡Pío! ¿Eres tú? -dijo él en voz muy baja-. Abre.

 

–El amo está asomao en la ventana de la calle; -contestó el negro-.

 

–¡Diablos! ¿Tiene cerrojo el postigo de la puerta?

 

–No señor. Dende que salió Dionisio pa' la plaza quité el serojo.

 

–Abre poco a poco.


No crujieron los goznes; pero ya Don Cándido había oído los pasos en el zaguan y arrimado a la reja tronaba:

 

–¡Pio! ¿Quién va?

 

–El niño Lionar, mi amo.


–Sak. Llámale. Díle que yo le llamo. Corre, patas de plomo. 


Volvió Pío fatigado, sin aliento y dijo:

 

–Na, amo, el niño no parece po' ningun parte.


–¡Bruto! -tronó Don Cándido. ¿Por dónde fuiste a buscarle?


–Po la mano é larienda, amo.


–¿Por la izquierda, quieres decir? ¡Animal en dos piés!


–Si marchó por la derecha ¿cómo habías de dar con él, pedazo de bestia? Vete. Quítate de mi presencia, porque si Dios no me tiene de su mano, me parece que te destripo de una patada. 



El hospital de Paula no es mas que la continuación de la iglesia del mismo nombre, inmediato al ángulo de la muralla, por la parte que da al sudeste de la bahía. Tiene la entrada al norte, abierta en una alterosa tapia de una galería que sirve de pasaje entre la iglesia y el hospital. Precede a la entrada un vestíbulo con tejadillo, que mas parece mampara de convento que otra cosa. Allí se estaciona un centinela para impedir el escape de los presos o dementes que reciben asistencia médica en el hospital. Generalmente sólo se admiten mujeres en uno ú otro estado, cuando ni el delito es grave, ni la demencia de carácter furioso.

 

Una mujer caminando a paso vivo en la dirección del sur de la ciudad, por la calle de San Ignacio, no paró hasta llegar al vestíbulo de que antes hemos hablado. Empe­zaba a clarear el horizonte entonces por el lado de oriente. Era su ánimo entrarse de rondón, pero ya el centinela con el sable desnudo se paseaba de un extremo al otro del tejadillo, y se le encaró cerrándole el paso:


-Entrar, entrar y despejar el campo.


Apenas la mujer con el cilicio de cañamazo, puso el pié en el patio, vió asomar por el lado de la iglesia a la madre Soledad, con un farolito y detrás de ella un clérigo en sotana negra de sarga, sin bonete, llevando en ambas manos a la altura de su pecho un copan de plata, con tapadera de lo mismo. Ambos caminaban a paso largo y murmuraban ciertos rezos que en el silencio del patio resonaban como los zumbidos de muchos moscones. Se encaminaron derecho a la enfermería y atravesaron la sala de un lado a otro. Al pasar los dos por junto a la anciana: conoció ésta de lo que se trataba y cayó de rodillas exclamando:

 

–¡Los óleos! Dios reciba en su seno el alma del mori­bundo.

 

Después de derramar un mar de lágrimas en silencio, se sintió en actitud de seguir a la madre hasta la cama de la enferma por la cual se interesaba tanto. Se hallaba la tal a la sazón sentada, sin mas abrigo que la sábana que le cubría las piernas encogidas, las cuales sujetaba con ambos brazos desnudos, apoyando la frente en las rodillas. Tenia cortado el cabello casi de raíz, como se hace generalmente con los locos, y bajo la piel floja, descolorida y seca mostraba la armazon de huesos, tanto mas cuanto que la camisa, sola pieza interior que llevaba, no le cubría sino parte de la espalda. Por su posición en la cama y por una tos hueca y débil que a veces le acometía, se conocía que estaba viva. 


–Charo, Charito; -le dijo la madre con amabilidad-. Mira quién está aquí. Levanta la cabeza, niña. Anímate.

 

–¡Hija mía! -se atrevió a decir doña Josefa. Mírame. ¿Me oyes? ¿Me conoces, mi vida? Soy tu madre, quiero verte la cara. Respóndeme siquiera. Te traigo buenas noticias; pronto vamos a sacarte de aquí. Te llevarémos al campo para que te cures y tengas el gusto de conocer y abrazar a tu hija. ¡Ah! ¡Si la vieras! Está lindísima. Es tu retrato cuando eras de su edad.

 

Pero en vano empleó doña Josefa los medios que juzgó mas eficaces para moverla. En vano acudió a los ruegos, a las caricias, a las lágrimas; la enferma se mostró insensible a todo, no contestó palabra, no alzó la cabeza. 


En fin, se adelantaba el dia y era preciso que doña Josefa se apresurase a volver a su casa donde había dejado sola a la nieta. Dijo, pues, a la carrera a la monja Soledad, que el caballero que las protegía a ellas, se proponía hacer el último esfuerzo para curar a Charo, si es que aun tenia remedio, y que para ello la llevaría al campo, cerca del mar, en donde respi­rase otro aire y se bañase a menudo, bajo la vigilancia de un médico.

 


Era un día muy claro y calentaba bastante el sol, cuando doña Josefa volvió a su casita de la calle Aguacate. Al parecer nadie allí se había movido, excepto la gallina con sus polluelos, que buscaban la salida al patio por entre el borde y el quicio de la puerta. El primer cuidado de la anciana fue ver si la nieta reposaba en su lecho; y satisfecha de que dormía tranquila se quitó el chal de cañamazo, se desciñó la correa y se dejó caer en la butaca, desalojando para ello al gato, que al ruido de la entrada de su ama, se estiró, abriendo la boca y mostrando la roja lengua con los afilados dientes.  La anciana  sentía en la boca el cáliz mas amargo que jamas apuraron labios humanos. Su única hija languidecía en un hospital, privada de los cui­dados maternales, falta de juicio y devorada por la consunción, sin que ella pudiera valerle en nada. Que no tendría remedio ni alivio mientras continuara en ese lugar, plenamente conven­cida quedó en aquella mañana doña Josefa, si era que antes abrigaba dudas.
 
¿Por qué estaba la madre afligida separada, hacia tanto tiempo, de la hija doliente y moribunda? Esta separación tenia diez y seis años de fecha, porque, según recordará el lector, María del Rosario Alarcón había perdido el juicio a conse­cuencia del sentimiento y sorpresa que le produjo el secuestro de su hija recién nacida, para pasarla por la Casa Cuna. Cuando se la devolvieron, bien amamantada y rolliza, ya era demasido tarde, ya se había apagado en su mente el último rayo de la divina luz. Todavía, si su demencia hubiese tomado un carác­ter manso y tranquilo, habría sido posible dejarla pasar el resto de su vida al lado de la madre y de la hija; pero a veces le entraban accesos de furor, en cuya disposición era difícil sujetarla e impedir que se hiciera daño o le hiciera a los suyos.
 

Figúrese el lector la hija de doña Josefa, madre a su vez desgraciada, revelando al pueblo en sus arrebatos de locura los pasos, los medios y el nombre, quizás, de la persona o per­sonas por cuya agencia se veía en aquel tristísimo estado. No debía darse y no se dió semejante espectáculo; antes por do­loroso que fuese el sacrificio hubo que hacerlo todo entero, como que de ello dependían hasta cierto punto la salud y la felicidad de la inocente niña que babia sido la causa indirecta de la desgracia de su madre. Tampoco debía crecer y desarrollar su razón viendo que ésta la había perdido y era el ludibrio de los extraños. Ni había llegado el tiempo, creía la abuela, de que la hija y la madre se conociesen. La separación, pues, podía ser eterna. Tales pensamientos ocupaban el ánimo de la anciana con más fijeza, que nunca, en los momentos que llamaron a la puerta de la calle. Cual si despertara de un sueño pesado, se levantó a abrir y se encontró con el lechero, isleño de Cana­rias, que en el traje usual de los campesinos, con una botija debajo del brazo y un jarra de lata en la mano, la saludó en el tono peculiar de su país, con las palabras:
 
–Andese con cuatro ojos la casera, porque enseña el refrán, que el que tiene enemigos no duerme. 

–Yo no tengo enemigos, a Dios gracias.

–Eso cree la casera. Toditos tenemos enemigos ocultos en este mundo. ¿No tiene la casera una hija bonita?
 
–¿Hija? No señor, nieta.

–Es lo mismo. Pues en el palmito de esta nieta está el enemigo del reposo de la casera. No hay mozo que no se perezca por los buenos palmitos. El demonio me lleve, si esta madrugada misma no vino por aquí un lindo Don Diego. Ahora no me atrevo a decir si estaba juntito a la puerta o a la ven­tana ... Pero de que lo vi lo vi. 

Nuevo motivo de inquietud y de tormento para la desven­turada abuela. Sabia que un joven blanco, de familia rica, seguía a su nieta como la sombra al cuerpo, que la hacia re­galos costosos, que le facilitaba su carruaje para concurrir a los bailes de las ferias, que ella decididamente se pagaba de esas atenciones y obsequios; pero estaba muy distante de creer, siquiera de sospechar, que él se aprovechase de su ausencia en la iglesia o el hospital, para soplarle la nieta, corromperla y malograr su porvenir. Tampoco era fácil olvidar las últimas sentenciosas palabras del lechero, pues continuamente resonaban en sus oídos: “De que lo vi, lo vi. (...) También resonaron en los oídos de Cecilia la cual no dormía desde mucho antes que volviese su abuela de la iglesia; solo que le causaron impresión muy distinta.
 
En medio de aquella confusión de ideas, comprendió Cecilia sin mayor esfuerzo dos cosas importantes: una, que tal vez la abuela no estaba aun convencida de su culpa; la otra, que a la tranquilidad de las dos, pues que ya no había remedio, convenía disimular lo más posible hasta averiguar la verdad de lo que pasaba y tomar un partido. En esta disposición, se levantó con ahínco, se echó por encima de la blusa un traje y se asomó a la puerta de la alcoba. Aún se hallaba la anciana de rodillas y concluía la improvisada plegaria. Corrió a arro­dillarse a su lado, le pasó un brazo por la cintura y dándole un beso en la mejilla, le preguntó con exquisita ternura:

–Ma­mita ¿qué tiene su merced? ¿Por qué está tan afligida?
 
–Yo debía morirme ahora mismo.

–¡Jesus, mamita! No diga eso; -exclamó Cecilia sin alzar la cabeza-.
 
–¿Por qué, si tal es lo que siento? ¿Qué hago yo en el mundo? ¿De qué sirvo? De estorbo, nada más que de estorbo.
 
–Nunca había hablado así su merced.

–Si tú me quisieras como dices no harías ciertas cosas ...

–¿Qué ha podido ver ni oír su merced que no sea un chisme? Vamos, dígalo.
 
–Cecilia, lo que yo veo claro como la luz del día es que a pesar de mis amonestaciones y de mis consejos, tú buscas tu perdición, como la mariposa la luz de la vela.
 
–Y si cierta persona, que es a quien su merced se refiere, se casa conmigo, me colma de riquezas y me da muchos túnicos de seda, y me hace una señora y me lleva a otra tierra, donde nadie me conoce ¿qué diría su merced?
 
–Diría que ese es un sueño irrealizable, un disparate, una locura. En primer lugar él es blanco y tú de color, por más que lo disimulen tu cutis de nácar y tus cabellos negros y se­dosos. En segundo lugar, él es de familia rica y conocida de la Habana y tú pobre y de orígen oscuro ... En tercer lugar ... ¿Pero para qué cansarme? Hay otro inconveniente todavía mayor, más grande, insuperable ... Tú eres una chicuda casquivana ... Mujer perdida, sin remedio. ¡Dios mio! ¿qué he hecho yo para que me castiguen así?
 

La última exclamación la hizo doña Josefa, ya en pié y con las manos en los oídos, como para no oír por boca de la nieta la confirmación del mal juicio que se había formado a cerca de sus opiniones sobre el matrimonio. Cecilia se puso también en pié y quiso seguir a la abuela, sea con la intención de cal­marla, sea con la de justificarse, explicando o ampliando su idea; pero se detuvo de repente, porque en aquel punto asomó por la entreabierta puerta de la calle,-el bien conocido rostro de Nemesia.
 
–Santos días por acá; -entró diciendo muy risueña Nemesia- sin llamar a la puerta. 
Pero se quedó callada e inmóvil no bien echó de ver la cara y actitud de sus dos amigas. Por fortuna, también, para sacar a las tres mujeres de su embarazosa situación, llamaron entonces a la puerta de la calle, con un fuerte golpe de aldaba, modo desusado de llamar. Doña Josefa, siempre lista para estos casos, corrió a abrir, recibiendo, junto con un saludo profundo, un papel que le alargó un negro ya canoso, vestido decentemente de limpio.
 

Leída una y otra vez la carta para enterarse mejor del 
conte­nido, miró por encima de las gafas, primero a la nieta, luego a Nemesia.
 
–Ahora bien, hija, tú me vas a hacer un favor: te quedas aquí en la compaña de Cecilia, mientras tanto yo doy un saltico a la Merced y vuelvo en un santiamén. ¿Te quedarás?
 
Sin aguardar respuesta se ciñó de nuevo la correa, se echó el chal de cañamazo por la cabeza y salió a la calle. Y no bien lo hizo cuando Nemesia se volvió de improviso para Cecilia, la cogió por ambas manos y le dijo:
 
–¿Qué te cuento, china? Acabo de toparme con él.

–¿Con quién? -preguntó Cecilia-.

–Con tu adorado tormento.

–¿Y qué bienes tú con esa gracia?

–¿Es posible, mujer? Lo dices como si no te importara. Cuando digo que me he topado con él, es porque creo que te interesa saber cómo, cuándo y dónde le he visto. Vengo a buscarte.
 
–No sé que sacaré yo con ir contigo.

–Tal vez un desengaño.

–Pues para eso no voy. No quiero desengaños tan tem­prano.
 
–Es preciso que vengas, mujer. Te interesa, te lo repito. ¡Pronto...!
 
–Me da vergüenza salir a la calle de trapillos.

–Naide te verá. ¡Mujer! Ni que fueras a perder por eso el casamiento. ¿Vienes? Seria una lástima llevarnos chasco.
 
–¿Qué será? -pensó Cecilia entrando en el cuarto para pre­pararse, como lo hizo, en un dos por tres-. 


Había logrado Nemesia despertar la curiosidad y aun la alarma en el ánimo de la amiga, y de antemano saboreaba el placer de verla morir de celos. 
Detrás de las tapias del convento de Santa Teresa, opuesto a una casa de ventanas de poyo alto y rejas voladizas, había parado un carruaje, al cual se veían enganchados tres caballos apareados, de frente por la calle de la Muralla. Ocupaba el poyo de la ventana mencionada un grupo com­puesto de varias señoras y caballeros, todos conocidos nues­tros; es decir la familia Gomez, Diego Meneses y Francisco Solfa, despidiéndose de Isabel Gomez, que, en unión de su padre se volvía para Alquízar. En esto llegaban las dos muchachas por la parte del norte de la calle. Desde lejos reconoció Cecilia al jóven que hacia de lacayo, Leonardo Gamboa. Y aunque no había visto todavía a la dama del carruaje, ni a derechas la conocía tampoco, adivinó quién podía ser.

Andando, andando, formó la reso­lución de dar un buen susto a los dos, tal que les sirviera de castigo, si no de saludable escarmiento. Para ello, se adelanto a su compañera, le pegó un fuerte empujón a Leonardo, que, por no estar prevenido, perdió el equilibrio, resbaló y dió de costado en la concha del quitrín, a los pies de la sorprendida dama. Esta, ignorante de lo que pasaba, o juzgando que aquello no era mas que una broma, aunque pesada, sacó la cabeza por debajo de la cortina para ver a la agresora, en cuyo momen­to, creyendo reconocerla, entre asustada, pero con una sonrisa, exclamó:

–¡Adela!
 
En efecto, Cecilia sin el disfraz, pues se le había rodado el embozo a los hombros, la negra cabellera flotando, solo sujeta a la altura de la frente por una cinta roja, con las mejillas encendidas y los ojos chispeantes de la cólera,-era el trasunto de la hermana menor de Leonardo Gamboa, aunque de fac­ciones más pronunciadas y duras. Mas ¡ay! reconoció ella pronto su error. Apenas se cruzaron sus miradas, aquel proto­tipo de la dulce y tierna amiga, se transformó en una verdadera arpía, lanzándola una palabra, un solo epíteto, pero tan inde­cente y sucio que la hirió como una saeta y la obligó a es­conder la cara en el rincón del carruaje. El epíteto constaba de dos sílabas únicamente. Cecilia lo pronunció a media voz, despacio, sin abrir casi los labios:-¡Pu ... ! 


Nemesia se llevó por fuerza Cecilia, Leonardo se incorporó como pudo, el señor Ilincheta dio la orden de marcha, el calesero pegó con el pié en los ijares del caballo de varas, dejando caer al mismo tiempo la punta del látigo en las es­paldas del animal y el carruaje partió a buen paso, con lo que a poco más se perdió de vista en la esquina de la calle inmediata.
 
En la calle de la Merced, cerca del convento de este nombre, como quien va para la alameda de Paula, sobre la mano de­recha, hay una casa de azotea, la única de la cuadra. La entrada, aunque amplia, admitía hasta dos carruajes en fila, no era de las llamadas propiamente de zaguan. Delante de la puerta había estacionada una mala volante, a que se hallaba enganchado entre varas, un caballo que para no desdecir de aquella tenia más de Rocinante que de Bucéfalo. Encaramado allá en la alterosa silla, hecha así por la multitud de sudaderos para mejor resguardo de los lomos de la bestia, descansaba a horcajadas el calesero negro, cuyo traje y aspecto no desde­cían un punto del resto del equipaje.
 
Se le acercó doña Josefa por el lado de dentro y le dirigió la palabra repetidas veces, sin lograr que despertara o diera señales de vida. Bien es que ella por respeto, o natural timidez, ni alzaba bastante la voz, ni osaba tocarle. No sabia su nombre tampoco, pero sospechando que se llamaba José, le dijo ella repetidas veces en tono cariñoso: 

–José, José, Joseito, ¿está ahí el Doctor?
 
–Yo no me ñama José, me ñama Ciliro y mi amo el Dotor está ahí aentro, si no ha salío. Dentre, dentre.
 
Después de darle las gracias al amable calesero, entró en efecto la anciana. Había en la sala varias personas de aspecto pobre y ambos sexos, esperando por el médico. Volvía éste para la sala, como acostumbraba con la cabeza baja y el hombro derecho derribado, cuando se encontró de manos a boca, cual se dice, con doña Josefa, a la que preguntó con su voz gangosa:
 
–¿Qué quiere voz., buena mujer?

Por toda respuesta seña Josefa le alargó la carta de reco­mendación.
 
–Vuélvase voz por acá pasado mañana, que yo veré la en­ferma entre tanto y diré a voz lo que haya de hacerse. Quiero servir al señor Don Cándido, puedo servirle, y me parece que será con el beneficio de todos los interesados.
 

La hija mayor de los señores Gamboa, Antonia, hacia tiempo venía padeciendo de una neurosis de carácter agudo a la cara, cuyo asiento en la mandíbula superior daba lugar a presumir tenía por causa la carie de un molar. Por aquellos días llegó a la Habana, desde el campo el mágico dentista Fiayo, y, como de costumbre, se hospedó en casa del Doctor Montes de Oca. No bien llegó a oídos de doña Rosa la noticia, cuando dispuso le engancharan el quitrín, y sola, con la hija doliente, se dirigió a la calle de la Merced. La entrada de doña Rosa Sandoval de Gamboa con su hermosa hija Antonia no causó poca sorpresa en las personas pre­sentes en la sala, principalmente en Montes de Oca. 

No conocía él sino de nombre y de vista a doña Rosa, a pesar de la estrecha y antigua amistad que le ligaba con su marido. Pero a tiempo de acercársele y hacérsela presente, le pasó por la mente que tal vez, la inesperada venida de aquella respetable señora, tenía que ver algo con la enferma del hospital de Paula, de la cual hablaba precisamente con la anciana doña Josefa, en los momentos en que entró en la sala. Y una vez metido este extraño pensamiento en su cabeza, ya no hubo forma de sacarle de ahí.
 
–La señora esposa de mi caro amigo el señor Don Cándido Gamboa y Ruiz, si no estoy equivocado; dijo Montes de Oca.

–Servidora de Voz; -contestó secamente doña Rosa-.

–Me complace el ver que Voz tambien se interesa por la salud de la enferma en el hospital de Paula.
 
No teniendo noticias de semejante enferma, la madre y la hija se miraron azoradas.
 
–Diré a Voz. señora mía, con gran sentimiento, lo mismo que acabo de decirle a la anciana, madre de la enferma, con quien me ha visto Voz. hablando hace poco. No es nada favorable mi diagnóstico. Con Voz. aún puedo ser más franco que con la madre. Corremos riesgo de que se nos quede muerta entre las manos, que se apague la vela en cuanto le dé el aire libre del campo. Siento mucho no poder llenar los deseos del señor Don Cándido ...

En este punto hizo doña Rosa un movimiento de sorpresa, que llamó la atención aún del embelecado médico, obligándole a dejar trunca la frase. ¿Por qué disposición del cielo averiguaba en la hora pos­trera un secreto tras el cual venía corriendo hacia más de una década? Ya era poco menos que inútil la venganza. La muerte se interpondría en breve entre la esposa y la manceba.
 
Mientras revolvía todas estas cuestiones en la cabeza, obra que no le costó minutos, sino segundos de tiempo, y sentía que la sangre se asomaba toda a sus mejillas, le pasó por la mente lo de la niña en la Casa Cuna y su lactancia por María de Regla, la esclava ahora de enfermera en el ingenio de La Tinaja.
 
–Yo también siento en el alma que no se pueda hacer nada de provecho con la pobre ...
 
–Rosario Alarcón; -sugirió el médico, viendo que doña Rosa titubeaba-.
 
–Rosario Alarcón, -repitió ésta-. Lo más presente que yo tenía. Mi memoria es flaca en esto de recordar nombres. Se lo dije á Gamboa, que ya era demasiado tarde, y no dudo que el desengaño le causará un verdadero pesar. Luego la hija, así que lo sepa ...
 
–En cuanto a eso, -repuso prontamente Montes de Oca-, pierda voz cuidado, doña Rosa. La abuela ha tenido la habilidad de ocultarle a la hija hasta la existencia de la madre enferma. 

–¡Es posible! -exclamó doña Rosa-. Parece increíble ... Quiere decir, que Voz conoce a la mozuela. Estaría aquí con la abuela.
 
–No señora, no la he visto nunca. Hablo por boca de ganso, repito lo que me ha contado la abuela. Mejor dicho, no la veo desde el primero o segundo mes de nacida, cuando la Real Casa Cuna o de Maternidad estaba situada en la calle de San Luis Gonzaga, cerca de la esquina de la del Campanario Viejo.
 
–Luego tal es la niña para cuya crianza se tomó en alquiler a mi esclava María de Regla.     

–Puede ser, yo no sé de eso, ni jota.


–Vaya, señor Doctor, -repuso doña Rosa-. ¿Es olvido o pura modestia de Voz.?

 

–Ni lo uno ni lo otro, mi señora. Positivamente no tengo noticias de lo que Voz dice. 


–Así será; -dijo al fin doña Rosa advirtiendo que el médico se ponía en guardia-. Comprendo lo que pasa por Voz; no quiere que se hable mas de este asunto. No añadiré palabra. Eso no obsta para que yo le manifieste mi complacencia por el uso que hizo Voz de los servicios de mi esclava, cuando se le ofreció sacar de apuros a un amigo. Permítame le agregue, ya que se presenta la ocasión, que me negué a tomar un peso por el alquiler de la criandera, y que si al fin recibí el dinero fue porque se me dijo que de otro modo Voz no la aceptaba.

 


Ahora bien: A la vista de la persistente negativa del médico, ¿salió doña Rosa de su error? Difícil es la comprobación en tales casos y por lo mismo, nos limitamos a decir que, acla­rados ciertos particulares oscuros sobre la mujer enferma y las relaciones que con ella y con la hija tenía su marido, lo demás se caía de su peso, se infería sin esfuerzo, y no era digno de una señora el informar a una persona extraña, de secretos de fami­lia, que quizás realmente ignoraba. Desistió, pues, del ataque y concluyó pidiendo al médico que la perdonase las molestias que le había ocasionado, sirviéndose decirla, si Fiayo se hallaba dispuesto a examinarle la boca á su hija Antonia. Por sentado que lo estaba, y se ejecutó la operación con toda felicidad. Después, Don Tomás Montes de Oca tuvo la cortesía de acom­pañar a las dos señoras hasta el estribo del carruaje y de ayu­darlas a montar en él. Y una vez sentada y emprendida la marcha en vuelta de la casa, doña Rosa se cubrió la cara con las manos y dio a llorar y sollozar sin medida ni consuelo; todo esto con extrañeza grande de la hija, quien, ocupada de su propio dolor físico, no había echado de ver la transfor­mación del semblante de su madre, así que se alejó de la presencia del médico.

 

Conviene advertir aquí, que a consecuencia de un disgusto con su padre, por la salida a la calle tan de madrugada, según hemos referido ya, Leonardo hacia tres ó cuatro días que no paraba en su casa, sino en la de una tía materna. Esto contri­buyó a aumentar el pesar de doña Rosa. No solo se negó a sentarse a la mesa, lista para el almuerzo, sino a darle expli­cación alguna a Don Cándido, sobre los motivos de su senti­miento. En medio del llanto y de los suspiros, pronunció varias veces el nombre del hijo favorito, razón por qué las hijas, suponiendo que la ausencia de éste era la causa original de sus lamentos, despacharon a Aponte en su busca con el carruaje. Vino el joven y al punto doña Rosa, rodeándole con sus brazos, le cubrió la frente de besos y de lágrimas.

 

Al fin, esta señora, casada, madre de familia, halagada por los dones de la fortuna y de la naturaleza, al llegar a su casa se encontró rodeada de varias personas que la eran muy que­ridas, que la respetaban y que se apresuraron a enjuagar sus lágrimas, a ofrecerle consuelos y distracciones. Al fin, aquella angustia suya, dado que legítima, nacía de un mero desengaño en su vida conyugal, que por la época en que le recibió, bien se conocia que el ángel de su guarda se le había apartado de los ojos hasta la hora en que su conocimiento le fuese menos doloroso. Hasta allí un golpe de celos era lo único que venia a turbar la serenidad de sus días, por otra parte siempre plá­cidos é iguales.

 

Pero ¿qué había de común entre el pesar, el desengaño, ni los celos de doña Rosa Sandoval de Gamboa, y el pesar, el desengaño y la desolación de la pobre doña Josefa, mas desamparada y sola que antes desde el punto que se separó  del médico Montes de Oca y volvió a cruzar el umbral de su casita en la calle del Aguacate?


Nadie le preguntó por qué lloraba y se mostraba tan afli­gida. Cecilia, a quien encontró allí de vuelta, estaba harta disgustada para pensar en los disgustos ajenos. Nemesia tam­bién, guardó un profundo silencio, diciendo solo al despedirse de las dos,“-hasta después.”


La extraña conducta y las frases irónicas de su cara esposa traían alarmado a Don Cándido Gamboa. Nunca había usado ella un lenguaje tan sarcástico. Por el contrario, en sus arran­ques de celos, siempre había pecado por franca y desembozada. ¿Qué había averiguado de nuevo? ¿Dónde había estado aquella mañana, que la produjo tal cambio?


Ni tuvo que mantener larga expectativa tampoco, porque días después en la mesa del almuerzo, se habló de la neurosis facial de Antonia, y del alivio que sentía después de la ex­tracción de la muela por Fiayo. No necesitó de mas Don Cán­dido: su mujer había estado en casa de Montes de Oca, donde era notorio que aquel paraba y ejecutaba sus operaciones den­tarias.


El médico había sido todavía más franco, diríamos, más rudo con la anciana, que con doña Rosa. De una vez le quitó toda esperanza, cuando en el lenguaje vulgar, no en el de la ciencia, le desahució a la hija. De este golpe no se repuso más. Tras el llanto y otras de­mostraciones de dolor, acudió con doble ahínco que antes al rezo, a la oración, a la confesión y comunión casi diarias, a la penitencia continua, recayendo al cabo en aquel estado de indiferencia y apatía mental y corporal para los negocios del mundo, que tanto se asemeja a la fatuidad ó a la demencia.

 

Tal y tan repentino cambio rio pudo menos de llamar la atención de Cecilia, quien, si al principio se aprovechó de él para satisfacer sus pasiones y caprichos, sintió luego mayor compasión y ternura por su abuela. Conociendo que sin enfer­medad aparente, el día menos pensado se caería muerta, em­pezó a asustarse y ocuparse más de su propio porvenir. En breve se quedaría sola en el mundo, destituida de parientes, de amigos respetables, de amparo, y redobló sus cuidados con la abuela, fué con ella más amable y servicial de lo que jamás había sido en su vida. 



No era por cierto mucho más llevadera la situación de Don Cándido. Seguía guardando con él su esposa desusada re­serva, tal que rayaba en despego, al paso que, como por pique, hacia con su hijo Leonardo dobles extremos y de ca­riño y ternura. Así tuviese Don Cándido la calma del buey o la paciencia de Job, por fuerza que habían de cargarle estas cosas, más, hacerle hervir la sangre, no tanto porque la madre contribuía con sus halagos intempestivos a la perversión del hijo, cuan­to porque así tiraba a mortificar al padre. Tan hostigado se vio, que le dijo un día:

 

–Si de propósito te pusieras, Rosa, a perder al muchacho, me parece que no lo harías mejor.

 

–No eres tú quien puede hacerme el cargo; -contestó ella con mucho énfasis-.

 

–Eso no quita que yo mire con inquietud cómo la madre a posta echa a perder cada vez más al mozo.

 

–No creo que le importe mucho al padre que se pierda ó se salve.

 

–Me importa más de lo que Voz se figura, señora mía. Si no llevase mi nombre ...

 

–¡Lindo nombre en verdad, donoso! 


–Tan bueno es como el de otro cualquiera. Para mí vale mucho.

 

–He aquí cómo me explico,-continuó ésta sin hacer cuen­ta de la salida burlona de su marido,- el odio, sí, el odio, ni más ni menos, que Voz. siempre le ha profesado a mi hijo. He aquí el verdadero motivo del empeño de Voz en separarlo de mi lado, y mandarlo a comer cebollas y garbanzos en España. Temía Voz que descubriese lo que su madre acaba de descu­brir por una rara casualidad. Temía que le despreciase y tu­viese a menos el llevar el nombre de Voz, al ver con sus ojos los cenagales por donde Voz ha venido arrastrándolo. Temía que se avergonzase e indignara de que su padre, no un criollo jugador y botarate, sino todo un hidalgo español, se la pegaba a su madre con una mulata sucia, que purga sus penas y pe­cados en un hospital de caridad. 


–Espero que Voz acabe, para ...

 

–¿Que yo acabe espera Voz? -le interrumpió doña Rosa sonriendo desdeñosamente-. No tengo cuando acabar. ¿Para qué tampoco babia de acabar? ¿Ni qué puede decir Voz, si yo le oyera, en atenuación de su mala conducta con la mas leal y consecuente de las esposas? ¿Podría, se atrevería Voz a negar los hechos que le acusan?

 

–Negarlos a bulto no, explicarlos sí, y de manera que Voz misma se convenciese que no soy el malvado que su ima­ginación la pinta.


–No quiero oír más explicaciones. Sobrado tiempo me ha tenido Voz engañada con sus cuentos y enredos.

 

–Veo, pues, que Voz lo que se propone es desfogar su có­lera, no dar oídos a la razón y a la justicia.

 

–Lo que yo me propongo, señor Don Cándido Gamboa y Ruiz, -dijo su mujer alzando la voz y con ademan solemne,­ es que Voz no continúe derrochando mi dinero ni el de mis hijos en querindangos y en la familia de la querida. Sobre esto y sobre la de maltratar a mi hijo para que le pague sus desengaños en amor, mi resolución está tomada: o Voz se en­mienda, o yo me divorcio. [...] Con lo dicho Don Cándido se retiró a su escritorio callado y serio. Y en su retirada lo saludó doña Rosa con sinceros aplausos desde el fondo de su pecho. 


Cursaban las horas, los días y las semanas y no llegaban a la ciudad letras ni noticias de Isabel Gomez, desde su partida para Alquízar.  Salía Leonardo bastante preocupado de casa de las Gomez al oscurecer del 6 ó 7 de Diciembre, al propio tiempo que ba­jaba la calle en dirección a Teniente Rey, una mujer cu­bierta la cabeza con una manta oscura. Pareciéndole que la co­nocía, apresuró el paso, le ganó pronto la delantera, la observó de soslayo y la detuvo, visto que era Nemesia.

 

–¿Qué prisa es esta? la preguntó Gamboa.


–¡Ay! ¡Jesus! exclamó la muchacha. ¡Cuidado que el caballero me ha dado un buen susto!

 

–Si, el número 7. ¿Soy yo por ventura de ese número?


–El primerito.


–No lo creo, porque dice el refrán, que obra son amores y no buenas razones.

 

–¿Qué pruebas tiene el señor para decir eso?


–Muchas. Te daré una, la más reciente. El día en que me despedía de una amiga a la puerta de la casa de donde acabo de salir ¿quién trajo a Cecilia para que me viese y se ce­lara conmigo? Tú. Nadie mas que tú.

 

–No lo crea el señor, -dijo Nemesia retozándole la risa en los ángulos de la boca-. Créame el caballero, todo fue una pura casualidad. Yo iba a buscar costura en la sastrería de Señor Uribe y Cecilia quiso acompañarme.

 

–Sí, hazte ahora la santica y la inocente. Sábes que co­metes un pecado en declararme la guerra. Si lo haces porque te figuras que no hay en mi corazón amor más que para Cecilia, mira que te equivocas. Hay para ella, para la amiga en el cam­po y todavía queda para las, malagradecidas como tú un mundo de cariño. 


–¡Lisonjero! ¡Veleidoso! -exclamó Nemesia conocidamente pagada del requiebro-. Cuidado que los hombres son malos. Solo que a mí no me gusta partir con nadie, ni ser plato de segunda mesa.

 

–Cecilia está brava conmigo por tí. 


–Pero has escogido un mal camino para alejarme de ella. No le eches leña al fuego. Aquí, aquí, -añadió oprimiéndose el lado izquierdo del pecho con ambas manos,- aquí hay lugar para Cecilia y para su más tierna amiga. 


–No. Para que yo entrar ahí, habría de ser sola, solita. No quiero compañía en el corazón del hombre que yo ame. 


–¡Egoísta! -le dijo Leonardo echándole una mirada amorosa. Y se separaron-.

 


Había aquella oído de los labios del jóven, de quien estaba perdidamente enamorada, que cabía en su corazón juntamen­te con Cecilia. Tal vez la cosa no pasaba de una mera galan­tería. ¿Qué decimos? Leonardo sólo se propuso propiciarla, halagando de paso su vanidad femenina con la esperanza de que en cierta contingencia podría ver realizado su amoroso deseo. Más ella reflexionó, “que si cabía,” lo más difícil en su concep­to, bien podría suceder que entrase acompañada y se quedase sola y dueña del campo. Así que, el descubrimiento, ademas de causarle un regocijo indecible, le confirmó más en el plan sobre cuya ejecución venía trabajando hacia algún tiempo.

 

Para llevarlo a debido efecto, dos medios se ofrecían a su traviesa imaginación. Con el conocimiento que tenía de los rasgos mas marcados del carácter de su amiga, -una índole eminentemente celosa, unida a una soberbia desapoderada,­ -juzgó Nemesia, y juzgó bien, que si excitaba a lo sumo ambas pasiones, aún cuando no lograse que rompiera con el amante, ni suplantara en el amor de éste, haría al menos que él la abandonase. 


En la escena debía jugar José Dolores su hermano, un pa­pel principal. Daba por hecho que Cecilia no le amaría nunca. Esto poco importaba; porque una vez torcidos los amantes, no seria difícil infundir celos a Gamboa, por lo mismo que en su pique con el blanco, era natural que ella se prestase a coquetear con el mulato. 



Sucedió que al desembocar Leonardo Gamboa en la calle de O'Reilly, se separaba de la ventanilla de la casa de Cecilia un hombre que tenía toda la traza del hermano de Nemesia. Picó aquello su curiosidad, por lo cual, sin previo aviso, se acercó a media carrera y con la punta de los dedos levantó el canto de la cortina blanca. Detrás se hallaba Cecilia, sen­tada en una silla, con el codo descansando en el poyo de la ventana y su barbilla en la palma de la mano. Al reconocer a su amante en la persona que había levantado la cortinilla, no manifestó sorpresa ni alegría.

 

–Sí..., -le dijo él muy mortificado por lo que había visto y por la indiferencia con que ella le recibía. Sí, disimula ahora. ¿Quién la ve ahí? Parece que no quiebra un plato. ¿Qué haces?


–Nada; -contestó seca y lacónicamente-.


–No me hables con ese aire desdeñoso, despreciativo, diria, que me parece intolerable y ageno de tí y de mí. No disimu­les tampoco ni busques persuadirme que fué un duende y no un hombre de carne y hueso, el que acaba de alejarse de esta ventana, tras de la cual te encuentro sentada y al parecer muy tranquila.

 

-¡Ah! Ya, ese es otro cantar. Puede Voz haber visto un hombre parado donde está Voz ahora. Lo que yo niego y ne­garé siempre es que Voz le viera salir de aquí, porque él no puso los pies en esta casa.

 

–De todos modos salió de aquí, de este lugar, estuvo con­versando contigo y necesito saber quién es y qué buscaba.

 

–Necesito, -repitió Cecilia con desdén-. ¡Qué guapo! ¿Ha de ser a la fuerza? Pues no lo digo. 


–Tu abuela va a venir, agregó Gamboa. ¿Oyes? la vi rumbo acá en Santa Catalina; y yo no quiero que me vea. ¡Adiós! pues.. . ¡Ah! ¿ Me dirás el nombre de la persona que hablaba contigo cuando yo llegué?

 

–José Dolores Pimienta; contestó Cecilia en tono tan breve como solemne.

 

Sintió Leonardo que toda la sangre se le agolpaba al rostro y que le quemaba las mejillas, y como para mejor ocultar la impresión que le había causado aquel nombre en boca de Cecilia, se alejó de allí a toda prisa, a la sazón que los fieles salían del convento vecino. Por su parte Cecilia se dejó caer en la silla y lloró amar­gamente.

 


Llega una época en la vida de cada hombre, culpable de falta grave, en que el arrepentimiento es el tributo forzoso que se paga a la conciencia alarmada; pero la enmienda, como sujeta a otras leyes y dependiente de circunstancias externas, no siempre se cumple en la voluntad humana. Porque tiene eso de característico [la culpa], que, cual ciertas manchas, mientras más se lavan, más clara presenta la haz.

 


Bien quisiera Don Cándido romper de una vez con el pa­sado, borrar de su memoria hasta la huella de ciertos hechos. Pero sin saber cómo, sin poderlo evitar, cuando más libre se creía, sentía, puede decirse así, en sus carnes, el peso de los grillos que le ataban al misterioso poste de su primitiva culpa, Mucha parte tenían en esto los testigos y cómplices de ella. Las recordaba en su memoria sin cesar y se la ponían delante a donde quiera que tornase los ojos.  

Aquí tiene el lector algunas de las razones por qué, a raíz del serio altercado con doña Rosa, Don Cándido se hizo encontrar con Montes de Oca. No le riñó por las indiscre­ciones que había tenido con su esposa. ¡Qué reñirle! Al contrario, nunca le apretó con más efusión la mano. Es que le necesitaba para el arreglo de un proyecto en que venía me­ditando de poco tiempo a esta parte. Quería que, como mé­dico, certificase que sin riesgo de la vida no era posible la traslación de la enferma en el hospital de Paula, a la nueva casa de locos. Esto, en primer lugar. En segundo lugar, pre­tendía que se prestara a servir de conducto, por medio del cual, doña Josefa, o en su defecto la nieta, recibiera una pen­sión mensual de veinte y cinco duros y medio por tiempo indefinido. 

Estimulada la codicia de Montes de Oca con un espléndido regalo, no hubo dificultad en que despachara la certificación, ni en que aceptara el encargo de la mensualidad. Pero aún quedaba el rabo por desollar. ¿Cómo librar a Ce­cilia Valdés de los lazos que la tendian a su hijo Leonardo? Ellos se amaban con delirio, se veían a menudo, no bastaban a se­pararlos los regaños a ella de la abuela; ni las amenazas a él, por medio de doña Rosa, de Don Cándido. No había pues mas remedio que embarcar al galán y echarlo del país, o que se­cuestrar a la dama y ponerla donde no se viese ni se comu­nicase con él. Lo primero no había que pensarlo siquiera: doña Rosa se opondría con todas sus fuerzas. Lo segundo, era ries­goso en alto grado y estaba rodeado de dificultades casi insu­perables. Tales eran los pensamientos que más preocupaban el ánimo de Don Cándido y le hacia sufrir las torturas del in­fierno, por la época que vamos historiando. Ahora bien ¿convenía proceder desde luego al secuestro de la muchacha? Convenía, más no era de urgente necesidad en aquel momento, por dos razones principales, a saber: porque vivía la abuela, aunque achacosa y decadente; y porque den­tro de dos semanas marcharía la familia a pasar las pascuas en el ingenio de La Tinaja y se había acordado que Leonardo fuese en la partida. 

El motivo de la próxima reunión de las dos familias en el ingenio de La Tinaja, tenia por objeto presenciar el estreno de una máquina de vapor, para auxilio de la molienda de la caña miel, en vez de la potencia de sangre con que hasta allí se venia operando el primitivo pesado trapiche.
 
No quiso partir Leonardo sin tener una entrevista con Ce­cilia. La obtuvo fácilmente así porque ambos la deseaban, como porque a la fecha parecía que doña Josefa había perdido todo dominio sobre la nieta. Pero de nada valieron ruegos, halagos, promesas de mayor ventura, ni amenazas de rompimiento. Cecilia cerró los oídos a todo eso y se mantuvo firme, cual una roca, en negar su consentimiento a la partida del amante para el campo. El corazón leal la anunciaba que él corría a reunir­se con su temible rival; lo que equivalía a perderle para siem­pre. Otro que el atolondrado joven, habría parado mientes en la actitud y firmeza de la muchacha y le habría concedido admiración ya que no simpatía. Más él, ligero de cascos y so­berbio, principió por creer que vencería su resistencia y acabó por darse por ofendido y retirarse despechado. 


Esta vez no lloró Cecilia. Con el corazón partido de dolor, en silencio vió alejarse a Leonardo. No abrió los labios para llamarle ni consintió que sus lágrimas al verlo ir, viniesen a revelar la angustia de su alma, dando así, a sus propios ojos, muestra indigna de flaqueza. Antes que rendirse al rigor de la suerte, creyó la soberbia muchacha que debía armarse de valor a fin de tomar señalada venganza de su ingrato aman­te. Dicho y hecho, apenas se alejó de su lado, se vistió, después continuó derecho a casa de Nemesia. Conociendo ella bien las entradas y salidas, no tocó en ninguna puerta, sino que pasó de la calle al cuarto de su amiga, a quien sorprendió muy afa­nada cosiendo una pieza de sastrería, delante de una mesita de pino, a la luz dudosa de una vela de sebo de Flandes, en un candelero de hoja de lata.
 
–¡Qué atareada se ve a usted mujer! -dijo entrando-.
 
–Solita en alma, aunque José Dolores no tardará mucho. 

–¡Ay! ¡Nene! -continuó Cecilia-. La otra tarde me encontró Leonardo hablando con José Dolores por la ventana de casa. En mala hora. Me ha costado una tragedia con él.
 
–¡No me digas! -repuso Nemesia, sin poder ocultar del todo su contento-. Pero ya habrán hecho las paces. ¿No?
 
–¡Ojalá! -exclamó Cecilia suspirando-. Se puso bravo y se ha ido peleado conmigo. ¡Quién sabe cuando nos volveremos a ver! Tal vez ... nunca más. El es muy perro y yo poco menos.
 
Se disponía Nemesia a negar la exactitud del símil, cuando apareció por la puerta del patio José Dolores Pimienta, y si ella no pudo o no supo decir lo que pensaba, él se quedó mudo y estático en el quicio del cuarto. No esperaba seme­jante compañía, mucho menos a aquella hora de la noche. Repuesto luego de su sorpresa, la manifestó en breves y es­cogidas frases cuánto se alegraba de verla. Cecilia dijo que habia venido solamente a darle una visita a Nemesia, y se puso en pié para marcharse.
 
–Tengo una buena noticia que darles; dijo el músico. El baile de etiqueta de la gente de color, se ha convenido en darlo la víspera de la noche buena en la casa de Soto, esquina a Jesus María. Por supuesto la señorita está convidada en pri­mera línea y se espera que vaya Nemesia, y doña Clara, y Mer­cedita Ayala, y todas las amigas. Será un baile de ringorango. Hará raya, yo se lo digo a la señorita. 

–Lo mas fácil es que yo no pueda asistir, -dijo Cecilia-. Mi abuela no está buena y temo dejarla sola.
 
–Pues si falta la señorita, cuente que no habrá luz para alumbrar el baile.
 
–No sabia que Voz era tan lisonjero, dijo Cecilia sonriendo y moviéndose hácia la puerta.
 
–No debe la señorita ir sola, dijo José Dolores.

–Nadie me comerá, pierda Voz cuidado. No se moleste Voz ¡Adiós!

No obstante su negativa, el musico y su hermana acompa­ñaron a Cecilia hasta la puerta de la casa en que vivía. Con la frase baile de etiqueta o de corte, se quiso dar a en­tender uno muy ceremonioso, de alto tono, y tal, que ya no celebraban los blancos, ni por las piezas bailables, ni por el traje singular de los hombres y de las mujeres. Para entrar y tomar parte en la fiesta no bastaba el traje especial de los hombres, era preciso venir provisto de papele­ta, la que debía presentarse en el zaguán a la comisión allí constituida para recibirla y aposentar a las mujeres. Se observó esta medida estrictamente al principio; pero tan luego como llegó la hora de bailar, Brindis y Pimienta, principales apo­sentadores, delegaron el encargo en sujetos menos escrupu­losos y rectos. A semejante descuido se debió el que, tarde de la noche, penetrasen algunos individuos, que, si bien en traje de ceremonia, no presentaron papeleta ni eran artesanos tampoco.
 

De este número fue un negro de talla mediana, algo grueso, de cara redonda y llena, con grandes entradas en ambos lados de la frente, el negro de las entradas se hizo el blanco de las miradas de todos, desde que puso el pié en el baile. Dos ó tres veces se acercó al grupo que galanteaba o adoraba a Cecilia Valdés, a la más hermosa de las mujeres de aquella reunión heterogénea, la contempló de reojo largo rato y luego se alejó con visibles muestras de despecho.
 
Cualquiera mediano observador pudo advertir que, a vuel­tas de la amabilidad empleada por Cecilia con todos los que se le acercaban, hacia marcada diferencia entre los negros y los mulatos. Con estos, por ejemplo, bailó dos contradanzas, con los primeros solo minués ceremoniosos. Pero dio amplia rienda a su innato exclusivismo, cuando se la presentó el ne­gro de las entradas profundas y le rogó le admitiera como pareja para una danza o un minué. Eso sí, no llevó su ne­gativa hasta él no áspero y seco, le dio sus razones para no bailar con él, que tenía comprometida la siguiente pieza, que se sentía muy cansada, etc.
 
El hombre avanzó hasta tocar con la barba en el hombro de Cecilia, a la cual sin más preliminar le dijo:
 
–¿Con que no me ha creído la niña digno de ser su com­pañero esta noche?
 
–¿Qué dice Voz? -preguntó Cecilia más asustada que antes-.

–Digo, -continuó el negro, echando una mirada siniestra a Cecilia-, digo que la niña me ha hecho un desaire.
 
–Si lo cree Voz así le pido mil perdones, porque no he te­nido tal intención. 

–Yo no me equivoco. Sé lo que digo, como sé quien es la niña.
 
–Bastante hemos hablado; -le interrumpió Cecilia volvién­dole la espalda-.
 
–Como la niña guste, -continuó él altamente irritado-; más déjeme decirle que baje un poco el cocote, porque si su padre es blanco, su madre no es más blanca que yo, y ademas, la niña es la causa de que me vea separado de mi mujer por más de doce años.
 
–¿ Y yo qué tengo que ver con eso?

–Debía de tener algo, pues mi mujer ha sido la verdadera madre de la niña como que la crió desde que nació, no pudiendo criar a la niña su madre por estar loca ...
 
–El loco es Voz;-exclamó Cecilia en alta voz-.

Nemesia y doña Clara rodearon entonces a su amiga y tra­taron de llevársela para la sala. Pero se detuvieron al ver a Rolando, a Uribe, al oficial de éste y al mismo José Dolores Pimienta (bajo cuya protección implícita estaba Cecilia), que oyeron el grito y acudieron presurosos para averiguar lo que pasaba. El último nombrado fue el primero á preguntarle. 

–Nada. Ese moreno, -dijo ella con soberano desprecio-, se ha empeñado en tener un lance conmigo ... como me ve mujer. 

–¡Cobarde! -gritó Pimienta, convertido de repente en león en vez de cordero.
 
Y se abalanzó al desconocido para castigarle; pero hurtó el cuerpo y se puso en· guardia. En este punto intervinieron Rolando, Uribe y el oficial de sastre; sin cuya presencia, de seguro que se arma una riña 
san­grienta entre el galante músico y el desconocido de las gran­des entradas. El oficial dicho le dió el nombre de Dionisia Gamboa, y habiéndole rodeado todos poco a poco fueron em­pujándole hasta ponerle materialmente de patitas en la calle.
 
Afectaron un tanto a Cecilia la conducta y sobre todo las palabras del negro de las entradas. Daba la casualidad que cuanto dijo respecto de sus padres, coincidía extrañamente con lo que ella misma había antes oído y sospechado. El lenguaje misterioso que empleaba la abuela, siempre que del caballe­ro que las favorecía se trataba, era bastante para hacerla pensar a veces que debía de tener con ella alguna otra 
rela­ción que la de un mero galanteo, aún cuando no le pasara por la mente que fuese su padre el padre de su amante. Este no la amaría ni la prometería union eterna, si supiera, como debía saberlo, que ligaba a los dos tan cercano paren­tesco. Por lo tocante a su madre, la abuela, mejor autoridad que el cocinero de Gamboa, si bien no la aseguró jamas que hubiese muerto, no la afirmó tampoco que viviese, menos aún que estuviese loca. La mujer enferma a quien doña Josefa solía visitar en el hospital de Paula, según lo poco que se le había escapado de los labios en momentos de vivo pesar y honda tristeza, no era hija suya, siquiera sobrina; tal vez pariente de pariente de una amiga íntima de la mocedad. El cocinero Dionisia Gamboa ó Jaruco estaba por fuerza equivocado, re­petía meros rumores, hablaba de memoria.
 
En tal virtud, y teniendo en cuenta la edad y carácter alegre de Cecilia, no es de extrañarse, que, tras pasajera preocupación, se entregase de nuevo en brazos de los placeres que le brin­daba el baile. 
Después del ambigú y de otra danza, entre las doce y la una de la madrugada, terminó el baile y cada cual marchó para su casa. 


Se separo Leonardo Gamboa de su familia después del al­muerzo en la dehesa o potrero del Hoyo Colorado, y en la amable compañía de Diego Meneses tomó po entre Vereda Nueva y San Antonio de los Baños, la vuelta de Alquízar, rumbo al sudoeste de su punto de partida.
 
Leonardo Gamboa y su amigo, con los caballos algo sofo­cados, cubiertos ya unos y otros del polvo bermejo y sutil de la tierra llana, avistaron los linderos del cafetal La Luz, perteneciente a Don Tomás Gomez, en desviándose de la avenida que traían, alcanzaron a ver a las hermanas penetran­do en lo más intrincado del jardín, allí donde los rosales de Alejandría, los jazmines del Cabo y las clavellinas, competi­dores de los más bellos de que se precian Turquía y Persia, si no acertaban a envolverlas con sus ramas, sin duda que las envolvían con sus emanaciones aromáticas.
 
Tambien las jóvenes, por las pisadas de los caballos, se apercibieron de la presencia de los viajeros, reconociéndolos, especialmente al primero que puso pié a tierra, abandonando la montura a su albedrío, y fue Leonardo Gamboa. Rosa, mas jóven y cándida que la hermana, hizo una exclamacion invo­luntaria de alegria; Isabel experimentó sentimiento opuesto.
 
Aquella tarde y noche Isabel se dedicó a obsequiar y aten­der a Meneses; aunque no veía el momento de conciliación con Leonardo. Entre tanto juntos los cuatro fueron al en­cuentro de doña Juana y del señor Gomez, que venían a saludar a los recién llegados. De seguidas una criada avisó a Isabel que el mayoral la esperaba en el otro lado del pórtico. Pidió ella permiso a los huéspedes.
 
¿Quien era el mayoral? Un negro como un trinquete, del color de la pez, cari-ancho, de aspecto franco y mirada in­teligente. No bien se apareció su ama, la hizo una genuflexión, para pedirle su bendición, porque él mismo acababa de dirigir el rezo de sus treinta o más compañeros en medio del batey, a la luz de las estrellas.
 
–Niña, -le dijo-, aquí está la cuenta de lo barriles llenados hoy.

–Está bien, Pedro; -repuso Isabel-. No hay para qué estropear las matas, ni que tumbar el grano verde. Seria mucho menor la zafra el año entrante, si eso se hiciera. Escúchame, Pedro, con atención. Mañana bien temprano pon toda la gente a limpiar el batey y las guardarayas principales hasta las nueve. Tenemos visitas y quiero que todo esté aseado y bo­nito. Por la tarde es preciso que unos pilen y avienten el café seco, y que otros, las mujeres y los más débiles, a escoger. El caso es aviar todo el pilado y aventado mañana mismo, si es posible.

–Así será, niña.

–¡Ah! Lo principal se me olvidaba, -agregó Isabel en tono triste- .. A Leocadio que dé bastante maíz y yerba al trio moro y al trio dorado, porque tienen que emprender largo viaje pasado mañana. 

–¿Va a salir el amo?

–No, tia Juana, Rosita y yo, que vamos a pasar las pascuas en Vuelta Abajo. Bueno, confío en tí, Pedro. Es un gran descanso para nosotros, cuando salimos, dejar el cuidado de la casa y de la finca a un hombre tan racional y honrado como tú.
 
Volviendo de su breve diálogo con el mayoral, en­contró Isabel puesta la mesa para la cena en medio de la sala. Serian las ocho de la noche. [...] Tras la cena y una conversación agradable, se levantó Don To­más y se retiró a su cuarto, recomendando a sus hijas no detuvieran mucho a los huéspedes, quienes por fuerza esta­rían cansados y desearían reposar de las fatigas del viaje.
 
Por razones que es fácil corregir, las señoras no siguieron desde luego el ejemplo del amo de la casa. Los jóvenes no sentían inclinación ninguna a separarse por el resto de la noche, sin comunicarse, con una palabra, con una mirada aunque fuese, algo de lo mucho que bullía en sus cabezas. Así es, que por instinto casi, después de la cena, volvieron al pórtico fronterizo, y emprendieron paseos de arriba a bajo, en dos grupos, el de Isabel con su tía y Meneses y el de Rosa y Leonardo a retaguardia. 

Parecía que Isabel se proponía monopolizar por el resto de la velada la conversacion y la sociedad de Diego Meneses. La misma sospecha y con igual copia de razones podía abri­gar Isabel respecto de su hermana menor, dado que desde el principio se apropió las intenciones y compañía de Leonar­do. Más ninguno de los jóvenes estaban satisfecho de sí mismo ni del otro. Esta era la verdad, de suerte que se cansaron de los paseos mas pronto de lo que podía razonablemente espe­rarse, solo que en vez de sentarse, se apoyaron como por acaso en la barandilla, quedando, también casualmente, cual desea­ban en secreto, Isabel al lado de Leonardo, Rosa al de Mene­ses, y doña Juana fuera del grupo.
 
Había volado el tiempo. Diego Meneses, no obstante, sa­bedor de que a la ocasión la pintan calva, supo aprovecharla lo que bastaba para hacer a Rosa una formal declaración de amor. Ella que no había escuchado antes un: “te amo, Rosa;” dicho con intención y con fuego. Ella, que se sentía atraída hacia aquel joven, como la aguja al imán, como la avecina a la serpiente, no pudo desviar la atracción, deshacer el encanto, no encontró a mano gesto, palabra, ni ardid para negar que había sucumbido y que también amaba a su ten­tador desde la primer temporada que pasaron juntos en el cafetal La Luz.
 
Como novia de Cupido desde la víspera, Rosa Ilincheta, por el temor pudoroso de encararse con su cómplice a la clara luz del día, retardó cuanto pudo su salida del tocador. Pero Isabel tenía obligaciones que llenar y bien temprano apareció en el pórtico del sur de la casa, con la sombrilla en la mano derecha, una cesta calada al brazo izquierdo por el aro, y por todo abrigo el pañolón de seda bordado de realce. 


Asomaba entonces el sol por un ángulo de la casa, alumbran­do una parte del jardín y proyectando la sombra de aquella y de los árboles por largo trecho sobre el espacioso batey de la finca.

Había sido abundante el rocío de la madrugada. Em­papado estaba el césped, apagado el polvo bermejo de los ca­minos y las hojas de las plantas y las corolas de las flores, cuajadas de menudos aljófares; otros tantos prismas que des­componían la luz del almo sol, al recibirla de soslayo.
 
Echó Isabel una mirada inquisitiva por todo el país desple­gado ante ella y se aventuró fuera del pórtico; porque desde allí, echó de ver una rosa de Alejandría, que acababa de abrir­se al dulce calor solar en el cuadro del sudeste del jardín. La cortó sin punzarse ni mojarse y cuando se adornaba con ella la espléndida trenza de sus cabellos, volvió maquinalmente los ojos hacía la casa y le pareció que uno de sus huéspedes la observaba desde el postigo de la ventana del cuarto, en el extremo del pórtico, donde en efecto se habían los dos alo­jado. Era Diego Meneses, que por no haber disfrutado de sueño tranquilo, dejó la cama desde el amanecer y aspiraba el puro ambiente del campo, a la sazón que Isabel apareció en medio de sus espléndidas flores.
 
De tal modo la turbó este incidente, que por breve rato estuvo indecisa entre si volvía atrás, o seguiría adelante, por­que los actos de adornarse el cabello y de mirar para la casa, magüer que inocentes y casuales, podían interpretarse de di­versas maneras, y ella huía tanto de la frivolidad como de la necia coquetería. Pero tenía que salir y salió con firme paso. 

Por lo demás, se notaba bastante movimiento en todo el batey. De los esclavos de ambos sexos, quienes recogían con sus guatacas o azadones las hojas secas y briznas del suelo; quienes con los mismos instrumentos rozaban la yerba de los caminos. Ninguno de los que pasaban al alcance de Isabel, dejaba de darle los buenos días y de pedirle su bendición, doblando la rodilla en señal de sumisión y respeto. 

Seguía Diego Meneses con la vista los pasos de su amiga, y como hombre civilizado, no estaba dispuesto a conceder nada sobrenatural en ella, sí creía, como los de­más, que era una mujer extraordinaria. Desde su puesto de observación, daba cuenta fiel de lo que veía u oía a Leonardo, quien continuaba en la cama descansando y gozando de las finísimas sábanas cargadas de encajes y perfumadas con los pétalos de las rosas de Alejandría, obra toda de las indus­triosas manos de Isabel. 

Decía Meneses a Gamboa, entre otras cosas: 


–Es mucha mujer esa, amigo.
–¿No te lo decía yo? -contestaba éste satisfecho-.

–Vale un Perú. No se ven muchas como ella por ahí.

–¿Quieres cambiar? La cambio pelo a pelo por Rosa. Vamos. 

–No te burles, compadre, -contestaba Diego serio-. Que reconozca en Isabel prendas raras, dignas de encomio, no quiere decir que me guste más que otras mujeres, ni que esté prendado de ella. Pero la verdad es que cada vez me con­venzo mas de que tú no te la mereces.
 
–¡Pues qué! ¿Te figuras que ella es mejor que yo? -repli­caba Leonardo herido de la observación de su amigo-. Te equi­vocas, chico, de medio a medio. Ten presente que Isabel es hija de un antiguo empleado del gobierno, empleado cesante, un cafetalista arruinado, un pobretón, en suma; mientras que mis padres tienen potreros, cafetal, ingenio, son hacendados ricos y hacen diferente papel en la Habana. ¿Está Voz?
 
–Estoy..., sólo que no me referí a nada de eso cuando te dije que no te merecías esa muchacha. Hablando en plata, Leonardo, tú no la quieres. 

–¿Por qué supones que no la quiero?

–¡Qué! ¿Acaso no tengo ojos? Desde que llegamos vengo observando tus acciones y palabras y nada en tí me persuade que amas a Isabel.
 
–¡Hombre! Diego, te diré francamente lo que me pasa; dijo Gamboa tras breve rato de silencio. No siento por Isabel aquella pasión ciega y ardiente que sientes tú, por ejemplo ... por Rosa.

–Dí mejor, -le atajó prontamente Meneses-, que lo que tú sientes es por Ceci ...
 
–¡Calla! -exclamó Leonardo alarmado y medio incorporán­dose en la cama-. No se mienta la soga en casa del ahorcado. Te pueden oir: las paredes oyen. Ese nombre es vedado aquí.
 
–Poco importa un nombre. Es muy común y no creo que Isabel lo haya oído en su vida.
 
–Probable es que no, pero por el hilo se saca el ovillo, cuanto más que Isabel no tiene pelo de tonta.
 
–Y ahora que viene al caso ¿cómo te has compuesto res­pecto a la escena delante de la casa de las Gómez en el mo­mento de la partida de Isabel?
 
–Creo que sospecha algo y tengo para mí que sus primas le han contado o escrito sobre eso algún cuento. Ello es que Isabel se muestra recelosa y al parecer muy sentida conmigo.
 
–No dudo que las primas hayan despertado sus celos. La cosa fué, no obstante, muy clara, para que se dejase alar­mar Isabel y sospechar lo mismo que tú y yo sabemos. ¡Qué osadía la de aquella muchacha!
 
–¿Qué quieres? La cegó el demonio de los celos, com­prometiéndome a los ojos de Isabel y de sus primas. No puedes imaginarte cuánta fue mi vergüenza.

–Lo considero. Yo, en tu lugar, escondo la cara bajo siete estados de tierra. Más ¿de dónde sacó Isabel que podía haber sido tu hermana Adela?
 
–Ahí verás, Diego. Con todo, si bien recuerdas, se pare­cen mucho a primera vista.
 
–Ya había hecho yo la misma observación. ¡Qué malo que tu padre tuviese que ver con semejante parecido! 

–¿Quién sabe? A él le gusta la canela tanto como a mí. No tendría nada de extraño, que andando a salto de mata, como solía cuando mozo, hubiese dado un tropezón ... Lo que es de Ceci.... está que se le cae la baba. Me consta. 

–Luego no puede ser su padre.

–¡Qué había de serlo! Ni pensarlo. ¡Disparate!

–Pues por ahí se corre que lo es.

–Habladurías de las gentes, Diego. ¿Concibes que estaría enamorado de ella si me ligasen esas relaciones de parentesco con ella? 

–Quizas lo ignore, porque como tú dices, fue todo a con­secuencia de un tropezón. Quizas también la cela de tí sabedor del parentesco que media entre ustedes dos. Cuando el rio suena ...
 
–En este caso, el río no lleva agua ni piedra. Sólo por que da la casualidad que se parecen mucho C.... y Adela, se enca­pricha la gente y habla ... Lo que te sé decir es que él me ha hecho pasar mas sustos que pelos tengo en la cabeza. Cuando menos lo espero me doy con él cantero en la piedra. Casi me causa doble inquietud el músico Pi­mienta. Lo único que me tranquiliza por esta parte, es que ella desdeña tanto a los viejos, como desprecia a los mu­latos. 

–No te fies, sin embargo. Cosa sabida es que hijo de gato ratón caza, y que por donde salta la madre salta la hija. Mas volviendo a nuestro cuento, el resultado de estas misas es que tú no estás en el mejor pié con Isabel. 

–No. Como te decía, ella sospecha algo, o alguien le ha predispuesto contra mí. Isabel, es, ademas, muy perra para explicarse con franqueza, yo soy punto menos, de modo que así irémos pasando hasta que Dios quiera, o ella deponga el orgullo y se reconcilie conmigo.
 
–Esa misma conformidad tuya, -observó Meneses-, me con­firma en la creencia de que tú no amas a Isabel.
 
–O yo no me he sabido explicar, o tú no me entiendes, Diego. No habiendo puntos de comparación bajo ningún con­cepto entre las dos mujeres, no puedo querer a la una como quiero a la otra. La de allá me trae siempre loco, me ha he­cho cometer más de una locura y todavía me hará cometer muchas más. Con todo, no amo a esta, ni la amaré nunca como amo a la de la ciudad .. Aquella es toda pasión y fuego, es mi 
ten­tadora, un diablito en figura de mujer, la Venus de las mulata ¿Quién es bastante fuerte para resistírsele? ¿Quién puede acercársele sin quemarse? ¿Quién al verla no más no siente hervirse la sangre en las venas? ¿Quién la oye decir: te quiero, y no se le trastorna el cerebro, cual si bebiera vino? Ninguna de esas sensaciones es fácil experimentar al lado de Isabel. Bella, elegante, amable, instruida, severa, po­see la virtud del erizo; que punza con sus espinas al que osa tocarla. Estatua, en fin, de mármol por lo rígida y por lo fría, inspira respeto, admiración, cariño tal vez, no amor loco, no una pasion volcánica.
 
–Y pensando como piensas, Leonardo, ¿te casarás con Isabel?
 
–¿Por qué no? Precisamente así es cómo debe buscarse la mujer para esposa. El que se casa con Isabel está seguro de que no padecerá de ... quebraderos de cabeza, aunque sea mas celoso que un turco. Con las mujeres como Cecilia el peligro es constante, es fuerza andar siempre cual vendedor de yesca. No me ha pasado jamas por la mente casarme con la de allá, ni con ninguna que se le parezca, y sin embargo, aquí me tienes que me entran sudores cada vez que pienso que ella puede estar coqueteando ahora mismo con un pisaverde o con el mulato músico.
 
–Lo que prueba, amigo mio, que no hay forma de servir a dos amos.
 
–En negocios de amores, o galanteos, se puede servir hasta a veinte, cuanto y más a dos. La de la Habana será mi Venus citérea, la de Alquízar mi ángel custodio, mi monjita Ursulina, mi hermana de la caridad.
 
–Es que no se trata aquí de amores ni de meros galanteos, se trata de amar mucho a una y de casarse Con otra que no se ama tanto.
 
–Ya veo que tú no entiendes de la misa la media. Para gozar mucho en la vida el hombre no debe casarse con la mujer que adora, sino con la mujer que quiere. ¿Entiendes ahora?
 
–Entiendo que tú no has nacido para casado. 

Prosiguiendo Isabel en su excursión matutina, se llegó al pozo. Allí, como en todas partes, impuso respeto su presencia. No se detuvo Isabel en las otras dependencias de la finca por aquel lado del batey. De vuelta a la casa de vivienda, examinó la caballeriza y el salón en que se escogía el café. La esperaban en el pórtico los huéspedes, junto con su her­mana, su tía y su padre. Parecía natural que quien tan pun­tualmente había desempeñado las obligaciones de administra­dora de la heredad y de las cosas a ella adscritas, se sintiese satisfecha de sí misma y mas dispuesta para el desempeño de sus deberes como ama de casa.
 

Como las Gardenias siguen siendo frescas y de poco sol, pro­puso Isabel a sus amigos una breve visita al jardín fronterizo de la casa. Ese era su Edén. Más tarde la visita a los jardines la extendió Isabel a una excursión a caballo de los cuatro jóvenes por los cafetales vecinos. Sentía ella la necesidad de distraerse, más aún, de aturdirse con el continuó movimiento. Aparte de que no la había dejado satisfecha su explicación de la víspera con Leo­nardo, le dolía alejarse del apacible hogar y del amoroso padre, y ya la acometía aquella especie de fiebre, síntoma in­falible de la extraña dolencia conocida por nostalgia. Así cursó el 23 de Diciembre y vino la melancólica ma­ñana del 24. 

Deseosa Isabel de abreviar el doloroso momento del se­paración, abrazó á su padre de carrera, tomó el brazo que le brindaba Gamboa y con los ojos empañados por las lágrimas salió a la avenida del este para tomar el carruaje. Las señoras iban en el traje riguroso de camino de seda oscuro y el som­brerito de paja o gorra al estilo francés. El calesero llamó la atención hacia las riendas del caba­llo de fuera, y cuando Isabel pudo tomarlas en la mano, ya el quitrín y los viajeros habían salvado la portada y se hallaban casi en los límites por el oeste del cafetal La Luz.
 
Pasadas las diez de la mañana, atravesaron los viajeros los cañaverales del ingenio Valvanera, a la vista de sus grandes fábricas. Dos millas adelante se acercaron al pueblo del Quie­bra hacha. Entre la una y las dos de la tarde, bajo un sol de fuego, cuyos rayos los reflejaban las hojas de la caña, cual si fueran bruñidas espadas, se desmontaron los viajeros en la gran casa vivienda del ingenio de La Tinaja.
 

Bajo más de un concepto era una finca soberbia el ingenio de La Tinaja; calificativo que tenía bien merecido por sus dilatados y losados campos de cañamiel, por los trescientos ó mas brazos para cultivarlos, por su gran boyada, su numeroso material móvil, su máquina de vapor con hasta veinte y cinco caballos de fuerza, reden importada de la América del Norte, al coste de veinte y tanto mil pesos, sin contar el trapiche horizontal, también nuevo y que armado allí había costado la mitad de aquella suma. 
Cosa del medio dia del 24 de Diciembre de 1830, arrella­nados en cómodas butacas de vaqueta colorada, se hallaban los amos del ingenio de La Tinaja, junto con otras várias per­sonas, al abrigo de la reflexion solar, tras las cortinas de ca­ñamazo. Casí todos los caballeros, Don Cándido Valdés, cura del Quiebra hacha; el capitán del partido, y el médico, fumaban tabaco; doña Rosa, la esposa del capitán antes dicho, la mu­jer y cuñada del mayoral del potrero, y las señoritas Gamboa, comían unas dulces cañas de la tierra, otras naranjas de China y guayabas del Perú etc., productos estos de la estancia del ingenio. Por allí andaban, nuestros conocidos de la Habana Tirso, Aponte, Dolores, junto con otra de las negras que habían venido por mar, y dos ó tres mas de la dotación del ingenio, que por criollas y de mejor apariencia las habían destinado al servicio doméstico; todos haciéndose útiles.
 
Las mujeres se estrecharon fuertemente entre los brazos.  Adela lloró de alegría al apretar entre los suyos á Isabel, por la cual sentía afición extraordinaria. Para ella era la más mo­desta y amorosa de las mujeres. También doña Rosa distinguía a la mayor de las Gomez, y en la ocasión de que ha­blamos le mostró señalada cordialidad. Hasta Don Cándido, tan serio y desmañado, que no tuvo ni una sonrisa para su hijo, cuando éste· se le acercó a pedirle la bendición, recibió a las señoritas Gomez con desusadas demostraciones de ca­riño, y se las presentó a los caballeros que estaban de vi­sita, diciendo: 

–También éstas son mis hijas. -Y hablando con Isabel, añadió-: Hé aquí tu casa; espero que goces y te 
di­viertas en ella como en la tuya encantadora de Alquízar.
 
Ya no duró el recibimiento en el pórtico, sino corto rato. Sobre estropeadas las señoras del viaje necesitaban algún re­poso, asearse, cambiar de traje, antes de sentarse á la mesa. Ya de tardecita se sentaron a la mesa, en la gran sala de la casa de vivienda, entre señoras y caballeros, unas diez y seis personas, atendidas por la mitad de ese número de siervos. Doña Rosa hizo los honores. La secundó cuanto era compa­tible con su carácter Don Cándido, aunque éste guardó sus cumplimientos para el administrador de Valvanera en primer lugar, en segundo lugar para el cura del Quiebra hacha, en tercero para el médico de su finca y para el capitán del partido. Todos debían pasar la noche en el ingenio, para tomar parte en las ceremonias que iban a celebrarse al día siguiente, o pri­mero de pascua de Navidad. Fuera de la esposa y de la cuñada del mayoral del potrero, ninguno de los empleados del ingenio fue invitado a comer en la casa de vivienda, y el mismo Moya, que tenía vara alta con los amos actuales de La Tinaja, no tomó asiento, aún invitado por Don Cándido, so pretexto de haber comido.
 
Reinaron en el banquete la jovialidad y animación, tem­pladas por las maneras decentes propias de la buena crianza, aunque excepto Meneses, el joven Gamboa y el cura, nadie de los presentes había recibido educación esmerada, ni fre­cuentado el trato de la alta sociedad cubana.
 
Puesto el sol, terminó el banquete. Pero pasando la familia y las visitas al amplísimo pórtico, donde ya los criados habían enrollado las cortinas de cañamazo, pudo echarse de ver que hacia suficiente claridad en el campo circunvencino. Era que por un lado surgía la luna creciente de entre el bosque lejano y heria oblícuamente las hojas y flores de las cañas y los troncos blancos de las palmas, al paso que desde lo alto del cielo azul y diáfano como el cristal, vertían innumerables estrellas chispas de plata y oro. 
Por sus pasos contados, después del banquete, todas las personas reunidas en la casa de vivienda se dividieron en tres grupos. Doña Rosa, en compañía de doña Juana, la Moya, la mujer del capitán y Antonia, la mayor de las señoritas Gamboa, volvieron a ocupar los sillones de vaqueta colorada. Don Cándido, con el cura, el capitán y el mayoral del potrero, para digerir mejor la comida y saborear sus olorosos tabacos, daban cortos paseos y conversaban en una cabeza del portal.
 

Mientras en un extremo del pórtico ocurría la escena trazada ya, tenía lugar en el opuesto otra muy diversa. Formaban aquí grupo animado é interesante las señoritas Gomez, junto con las dos más jovenes de Gamboa, rodeadas por el medio círculo de los caballeros que las galanteaban o admiraban. Todos en pié. Las señoras apoyadas de espaldas en la barandilla y los caballeros pendientes de los labios de Rosa Gomez, que en pocas palabras, llenas de gracia y gráfica expresión, describía los pequeños incidentes del viaje, su mal manejo parte del camino, y sus propias impresiones.
 
Leonardo se sonreía, Coceo aplaudía, Mateu el médico hacia piruetas de gusto, y Meneses se mantenía serio de celos, por­que crecían con esto los admiradores de su linda amante. Adela e Isabel, dadas las manos, escuchaban y callaban. De pronto alguien le tiró de la falda a Adela por el lado de fuera del pórtico. Volvió ella el rostro con viveza y vio a una negra de buen aspecto, en traje muy diferente del que usaban las demás esclavas de la finca.
 
–¿Qué quieres? -preguntó Adela bastante asustada-.

–Su merced me dispense, niña. Venía por el médico. (No le veía por la oscuridad y las faldas de las señoras inter­puestas.)
 
–Y ¿quién eres tú?

–Soy la enfermera, criada de su merced.

–¡La enfermera! repitió Adela sorprendida.

–Sí, niña, la enfermera María Regla. ¿Y su merced, no es la niña Adelita?
 
–La misma que viste y calza.

–¡Ah! -exclamó la esclava; apretándole suavemente los pies a la joven, ya que no podía otra parte de su cuerpo-. Me lo decía el corazón. Ayer la ví pasar por el batey desde la ventana de la enfermería. Quedé en dudas de cual sería mi niña, si la niña Cármen o su merced. ¡Cuánto ha cambiado! ¡Qué linda se ha puesto mi hija, Virgen Santa! Pues yo quiero verte a solas. 

–Arreglaremos el modo. Con Dolores te avisaré. Y ¿para qué quieres al médico?
 
–Para un moreno que han traido del monte mordido por los perros.
 
–¡Mordido por los perros! -repitió Adela-. ¡Ay! Debe de ser muy serio el caso cuando llaman al médico.

–¡Si le habrán despedazado! Es probable. Esos perros son como fieras. ¡Qué horror, Dios mío! Mateu, -añadió en alta voz-, ahí le buscan.
 
Cosas bien extrañas en verdad empezaba Isabel a averiguar respecto de la familia bajo cuyo techo se hallaba hospedada y del ingenio tan ponderado de La Tinaja. Interesada viva­mente en la suerte de la enfermera, antigua nodriza de su tierna amiga, ahora desterrada de la casa solariega, y conmo­vida, horrorizada con lo que había oido respecto del esclavo, mordido por perros feroces, cosas todas inauditas para ella, -no pudo ocultar Isabel de Leonardo, ni su intenso disgusto, ni sus hondas emociones.

–¿Qué tienes? ¿Qué te ha dado? -le preguntó él-.

–No sé, contestó ella. -Me siento mal-.

–Me pareció, -continuó Leonardo-, que te había afectado el cuento del negro herido. No seas boba. ¿Qué apostamos a que no ha sido mayor la cosa? ¿a que no pasa de unos cuantos rasguños? Si conocieras a la enfermera pensarías como yo. Mamá no la puede ver por escandalosa. Ni hay que dar nunca entero crédito a lo que dicen los negros. Todo lo exageran y abultan.
 
–¿Qué fue, Adela? -preguntó doña Rosa desde su asiento oyéndola llamar al médico-.
 
La enfermera desapareció en un instante y antes que Adela contestase a su madre, se apareció el mayoral a caballo, prece­dido por sus dos hermosos alanos, para dar cuenta en voz campanuda de todo lo que había pasado. 

Comenzó diciendo:
 
–Santas tardes tenga el señor Don Cándido con toda la com­paña. Yo he venido a contarles que han traído a Pedro Brichi con algunas mordidas. Se resistió y fue preciso hecharle a los perros.
 
–¿Dónde le tiene Voz, Don Liborio? -preguntó el amo después de larga pausa-. 

–En la enfermería.

–Señor Don Cándido, continuó el mayoral, ese negro está pidiendo cuero como los muertos piden misa. 

Se sonrieron el cura y Don Cándido, y este dijo:
 
–A su tiempo, Don Liborio, a su tiempo se maduran las uvas. Por lo pronto no me parece conveniente azotarle. Se pondrá bueno de las mordidas, y entonces habrá lugar de casti­garle por su falta, una de las mas graves que pueden cometerse en estas fincas.
 
En aquel punto desfilaban en el batey del ingenio de La Ti­naja entre la casa de vivienda y la de calderas, los 300 y más esclavos de su dotación y el mayoral diciendo, «con licencia», fue a ponerse a su cabeza para pasarles revista y darles las últimas órdenes por medio de los contra-mayorales, que eran también esclavos. 

–¡Ajilar! gritó Don Liborio con su voz de trueno, recorriendo a caballo las desordenadas filas como un general que ordena una evolución. Con lo cual, sin tropiezo, por el mero hábito, la mayor parte formó; pero los perezosos, los torpes, los impe­didos por las prisiones, por la demasiada carga, ó por la prisa que se dieron los delanteros a cerrar las filas; esos se quedaron detrás, menos visibles que los otros. Contra estos infelices estalló la cólera del mayoral. Enarboló el látigo y empezó a repartir latigazos a diestro y a siniestra, sin distinguir ino­cente de culpable, hasta lograr la formación deseada.
 
Doña Rosa, mujer cristiana y amable con sus iguales, que se confesaba a menudo, que daba limosna a los pobres, que adoraba en sus hijos, que en abstracto al menos estaba dispues­ta a perdonar las faltas ajenas para que Dios, que está en el cielo, le perdonara las suyas, doña Rosa, sentimos decirlo, al ver las contorsiones de aquellos a quienes la punta del látigo de cuero trenzado del mayoral abría surcos en sus espaldas o brazos, se sonreía, tal vez por creer grotesco el espectáculo, o exclamaba, exclamación en que la hacían coro las personas de que se hallaba rodeada:

–¡Has visto gente más bruta!
 

Es de consignarse aquí, sin embargo, que no todas las se­ñoras presentes se unieron al coro a que antes se ha aludido. Doña Juana, al contrario, apartó los ojos para no ver, ya que la política la vedaba retirarse y era fatal el oir los latigazos y los quejidos sordos de las víctimas. En igual caso se hallaban las sobrinas de esta señora y las dos hijas menores de Gamboa; pero estas tuvieron siquiera el arbitrio de refugiarse en el patio. Allá las seguían Meneses, Coceo y Leonardo, a tiempo que Don Cándido llamó a este último y le ordenó acompañar al médico al hospital y se informase menudamente de lo ocu­rrido con el preso.
 
De aquel mandato imperioso de Don Cándido, nació el que Leonardo, repugnándole y todo la visita, ya que no le era dado desobedecer, ni excusarse tampoco, pretendió que le acom­pañasen sus amigas y hermanas. Cedieron éstas sin dificultad, lo mismo que Rosa, tanto más cuanto que se brindaron a ir de la mejor gana Meneses y Coceo. Isabel de pronto se negó; mas instada y reflexionando que tal vez habría ocasión de ejercer en aquella visita uno de los actos de misericordia, cedió también, y cuando salía del brazo con Leonardo, dijo al paso a doña Rosa en tono amable y risueño:

–Me llevan. 

A su tiempo volvieron de la enfermería las señoritas y caba­lleros. El médico dijo que el negro había recibido varias mor­deduras de carácter grave, no peligroso, en los brazos, ante brazos, canillas y carpos de las manos y de los pies.
 
Leonardo, hablando con su madre dijo de manera que lo oyese su padre: 

–Pedro apenas me reconocido a él como su amo; y se negó a declarar; dijo que no sabia nada de sus compañeros; Yo para intimidarle y obligarle a hablar le dije a Don Liborio que estaba a mi lado, que ahora sí no se escaparía del cepo y que ahí le tendría hasta que doblase el cogote, y el negro contestó riendo, que no había nacido el hombre capaz de sujetarle en ninguna parte contra su voluntad; Eso me lleno de indigna­ción y le di la espalda; y, cosa extraña esta es que le escuche decir que de­seaba ver a su amo, a papá.

–Lo esperaba, murmuró Don Cándido alejándose. Hay tiem­po mañana: no me molestaré ahora por su señoría.
 
Si se hubiera pedido informe a las señoritas sobre lo que habían visto en la enfermería, habrían referido muy diferente historia de la relatada por el médico y Leonardo. Hubieran dicho que el Hércules africano tendido boca-arriba en la dura tarima, con ambos pies en el cepo, con los hoyos cónicos de los dientes de los perros aún abiertos en sus carnes cenizosas, con los vestidos hechos trizas, por toda almohada para des­cansar la cabeza, las palmas de las manos a pesar de tener ras­gados los dedos y necesariamente doloridos, Jesucristo de ébano en la cruz, como alguna de ella observó, era espectáculo digno de conmiseración y de respeto. ¡Su arrepentimiento de haber concurrido a aquel lugar no podía compararse sino con el dolor que experimentaron, singularmente la piadosa Isabel, cuando se desengañaron que no podían hacer nada en alivio de esta otra víctima de la tiranía civil en su desventurada patria!
 
Por mostrar celo y actividad a los dueños o por equivocar la hora precisa, como que se guió por el canto de los gallos, el mayoral del ingenio de La Tinaja, en la mañana de pascua, puso la gente en pié mucho más temprano de lo acostumbrado.
 
Con el último solemne tañido de la campana, después de tomar sendas tazas de café, de encender un tabaco, y de ar­marse, descolgó la llave, llamó a sus perros y se encaminó a pie al barracón para abrir la reja de hierro. Metió resuelta­mente la ponderosa llave en la cerradura, quiso hacerla girar en la guarda y no pudo:

–¡Qué de Mongo! -dijo para sí-. Aquí han andáo. Me parece que voy a dar más cuero ... que Dios toque á juicio.
 
Salian en aquel punto los negros de sus bohíos y fue preciso que Don Liborio pensase en lo que había de hacer con ellos. Descorrido el cerrojo se plantó junto a la jamba de la puerta, para verlos desfilar uno a uno, según tenía ordenado. Por eso, aunque hacia bastante oscuro, pudo observar que una negra se parapetaba del compañero y queria pasar desapercibida. Malicioso y vigilante, no necesitó de más para echársele enci­ma, cogerla por un brazo y acercarle la lumbre del tabaco a la cara. Con sorpresa mezclada de alegría vio que era la negra Tomasa, prófuga hacía entonces precisamente dos semanas.

 Mientras sujetaba ésta, apareció recatándose también Cleto Gangá y tras él Julian Arará, Andres Bibí y Antonio Macuá; los cuales detuvo y colocó a un lado. Así que pasaron todos los demás y se formaron en medio del batey, echó por delante a los cinco presos y les ordenó hacer alto frente a frente del centro de la fila, tanto más larga cuanto que era sencilla. Seguidamente empezó el interrogatorio:
 
–Venga acá mamá Tomasa y dígame por vía suya ¿de a donde viene la niña ahora?
 
–De la monte; contestó ella imperturbable.

–¡Oiga! ¿Y qué fue a buscar al monte la niña Tomasa?

–Su mercé no me castigue, usted sabe que soy la preferida de mi su ama, mi madrina.

–¡Já! ¡já! déjame reir. ¿La señora tu madrina? Pues dile que se levante de la cama y que venga a salvarte del bocabajo. Mira, negra de Barrabás, vírate o te mato ...
 
–¡Mata! -repuso ella con arrogancia-. 

–¡Agárrala tú! ¡Túmbala tú! -gritó el mayoral, ya en el paroxismo de la ira, á los compañeros de la esclava-.
 
Tres de estos obedecieron sin tardanza. Dos la cogieron por un brazo y el otro por un pie, con lo que fué fácil hacerla perder el equilibrio y dar con ella en tierra boca abajo.
 
Clareaba el horizonte por el Este con las purísimas luces del alba. Descargado el primer latigazo con el aplomo y tino de quien posee brazo experimentado y de hierro, pudo conven­cerse el mayoral que la pajuela ó punta de cáñamo torcida y nudosa, con chasquido peculiar, había trazado un surco ce­niciento en las carnes de la muchacha. En seguida descargó otros y otros en mas rápida sucesión hasta hacer saltar pedazos la piel y fluir la sangre; sin que a todas estas la víctima exhalase una queja, ni hiciese otro movimiento que contraer los músculos y morderse los labios.
 
–¿Escuchas Cándido? -dijo doña Rosa entre sábanas a su marido-. Me parece que oigo el cuero. Temprano ha madru­gado hoy Don Liborio. 

–¿ Y qué querías que hiciera el hombre?

–Lo que toda persona decente hubiera hecho en su lugar. Irse á otra parte, lejos de la casa de vivienda, a castigar a los negros, si es que han cometido una gran falta y no podía dejar el castigo para luego. 

–Quizás no ha podido remediarlo.

–Lo que es a ese pícaro no pararé hasta botarlo ...

–Sería mala política despedir a Don Liborio a raíz de haber castigado con mano fuerte las desvergüenzas de los esclavos.
 
–Continúa el cuero, Cándido. Es preciso averiguar qué es eso. Haz que venga el mayordomo. Levántate: dispón alguna cosa.
 
–Ahí llaman. Dile a Dolores que pregunte, entre tanto me visto.
 
Esta dormía en el cuarto inmediato con las señoritas. A las voces de su ama se asomó a un postigo, y dijo:
 
–Es Tirso, con el café para el amo y para la Señorita. -Informó Tirso, temblando del frío o de miedo-, mis señores, aparecieron los negros fugados, y el mayoral los está castigando, y mató a Julian, y castigo duro a mamá Tomasa porque no había querido someterse.
 
–¿No te lo decía? -dijo doña Rosa-. Ni siquiera ha respe­tado que yo les servia de madrina. 


Según es de suponer, mucho antes que de costumbre, esta­ban en movimiento toda la familia y las visitas en la casa de vivienda del ingenio de La Tinaja. El sitio que ofrecía más desahogo y sombrío era el pórtico, y allá acudieron todos. El sol hería la casa por la espalda, proyectando la sombra por largo trecho adentro del batey, donde, entre las ocho y las nueve de la mañana, se hallaba tendida la dotación en 
escla­vos de la finca, en su traje ordinario, sucio y harapiento.
 
Se acercó Don Liborio al pórtico a caballo, se desmontó, le ató por el ronzal a la barandilla y ascendió la escalinata hasta situarse en el último escalón. Desde allí, quitándose respetuo­samente el sombrero, saludó a la compañía en general y en particular a doña Rosa, quien, sentada con mucha gravedad en el sillón más conspicuo, cual reina en su trono, y rodeada de sus hijas y amigas, contestó con un murmullo inaudible. No podía perdonarle esta señora  aquel hombre el mal rato, si es que Don Cándido se había dado por satisfecho después de oírle el relato parcial de lo sucedido por la madrugada. Don Cándido ordenó en alta voz, que les entregaran la ropa nueva traída de la Habana como regalo de pascua a la dotación del ingenio. 


No bien se retiraron los contra-mayorales cargados con las provisiones para ellos y sus compañeros, siempre por medio del mayoral hizo comparecer en su presencia al negro que denominaban Chilala. Acercóse despacio y con bastante trabajo, clamando, como le estaba ordenado: Aquí va Chilala, cimarron. 
Así que depositó la masa de hierro en el piso del pórtico, se arrodilló delante de doña Rosa, cruzó los brazos sobre el pecho y con gran humildad en su peculiar lenguaje, dijo:
 
–La bendición, mi su ama su Melce.

–¿Por qué huyes, Isidoro? -le preguntó el ama en tono compasivo-.
 
–¡Ah! ama su Melce; -exclamó dando un suspiro-. Tla­baja, tlabaja; poco comía: no conuca: no cuchina: no mujé: cuero, cuero, cuero ...
 
–Pues bien, Isidoro, ya que tú me prometes que no huirás más y que te portarás como hombre formal, haré que no te castiguen tanto, que no te hagan trabajar mucho, que te den bastante comida, y un cochino, y un conuco, y mujer con quien casarte. ¿Estás contento?
 
–Sí, siñora, mí su ama, su Melce, Chilala contento, mú con­tento.
 
–Mas todavía quiero hacer por tí, segura de que no me has de engañar. Don Liborio, -añadió en tono alto e imperio­so- quítenle ahora mismo los grillos a este negro. 

La larga esclavitud, la ignorancia crasa en que había vivido, el durísimo trato del ingenio, nada había podido borrar la sensibilidad, el sentimiento de la gratitud en el pecho del esclavo. Le costó trabajo y esfuerzo de imaginación entender lo que su ama le decía; más tan luego como entendió que iban a quitarle los grillos, faltándole las palabras apeló a las demostraciones para expresar su inmenso agradecimiento. Se echó de bruces a las plantas de doña Rosa, cual lo hiciera delante de un fetiche en su país natal, y con grandes aspavientos y exclamaciones incoherentes de una alegría loca, besó muchas veces el suelo que ella había hollado.
 
En todo son extremadas las mujeres de la índole de Isabel: o aman, o aborrecen; las medias tintas de sus pasiones se quedan para casos raros. En las pocas horas de su estado en el ingenio, había podido observar cosas, que, aunque oídas antes, no las creyó nunca reales y verdaderas. Vio, con sus ojos, que allí reinaba un estado permanente de guerra, guerra sangrienta, cruel, implacable, del negro contra el blanco, del amo contra el esclavo. 

Pero nada de esto era lo peor; lo peor, en la opinión de Isabel, era la extraña apatía, la impasibilidad, la inhumana indiferencia con que los amos no miraban los sufrimientos, las enfermedades y aún la muerte de los esclavos.
 
¿ Cuál podía ser la causa original de un estado de cosas tan opuesto a todo sentimiento de justicia y moralidad?
 
Repasando Isabel todas estas cosas en la mente, mientras los demás contraían su atención a las escenas que se represen­taban en el pórtico y en el batey, le ocurrió preguntarse ¿por qué quiero yo a Leonardo? ¿Qué hay de común entre mis ideas y las suyas? ¿ Llegaremos alguna vez a ponernos de acuerdo sobre el trato que ha de darse a los negros? Supo­niendo que sobre este particular cupiera concordancia entre nosotros, ¿me resignaría a seguirle a este infierno? Y siguién­dole ¿vería yo, como doña Rosa, tiene esa impasibilidad, y no le interesa los horrores e injusticias que aquí se cometen día y noche impunemente? ...
 
A los ojos de Isabel, la señora Gamboa se transfiguró, pa­sando de golpe, allá en su noble corazón, de las profundidades del desprecio a la más alta cima de la admiración. La vió entonces la más hermosa y buena de las mujeres. La hubiera estrechado en sus brazos con el mismo cariño que solía es­trechar a su madre sana y risueña tras días y horas de ausencia; la hubiera adorado de rodillas con el mismo fervor, que el 
pri­mer esclavo, objeto de la piedad del ama, le había mostrado su agradecimiento.-¡Qué dulce es, -exclamó-, perdonar las fal­tas de aquellos que dependen de nosotros! ¡Para esto única­mente es una dicha ser ama de esclavos! Y dio a llorar ya sin fuerzas para dominar su emoción.
 
–¡Qué! ¿Llora Voz, señorita? -le preguntó el cura compa­decido-
 
–No me es dado, contestó ella sollozando, contemplar las acciones generosas y caritativas con los ojos enjutos.
 
En seguida se procedió al bautizo de los 27 negros bozales de la expedición del bergantín Veloz que le tocaron en suerte a Don Cándido Gamboa; luego al casamiento de tres ó cuatro esclavas, cuya voluntad no se exploró ni por mera forma; en fin, se dio permiso para que hubiera tambor (baile) en la finca hasta la puesta del sol.
 
Por disposición de doña Rosa, el boyero tomó interinamente el bastón, quiere decir, el látigo, mejor, el mando de los esclavos del ingenio de La Tinaja.
 

Declinaba a toda prisa la tarde. Allá, por el rincón más apartado del batey aún se oía el rudo tambor con que los negros se acompañaban el melancólico canto y el baile salvaje de su país natal. Acá, por la casa de ingenio había gran agitación y ruido. Las torres o chimeneas de los hornos para hacer vapor y calen­tar las pailas del tren Jamaiquino, lanzaban al aire columnas de humo negruzco y espeso. 

El bozal del maquinista, reden llegado del granítico Maine, en los Estados Unidos del Norte América, con la alcuza de cuello largo y corvo en la mano, iba del trapiche para la má­quina, y de ésta para aquel, dando aceite a las juntas y ejes, a fin de moderar la fricción, causa fatal de las pérdidas de fuerza.
 

Impaciente y desazonado el maestro de azúcar, aguardaba la corriente del guarapo que debía poner a prueba su habilidad en hacer ese dulce con caña molida según un nuevo sistema. Por su parte los negros del cuarto de prima, miraban recelosos y azorados los preparativos que se hacían para resolver el pro­blema de hacer azúcar sin necesidad de las ariscas mulas ni de los cachazudos bueyes.
 
Más tarde, o entre dos luces, se sirvió el banquete de tabla en la casa de vivienda. En el intermedio de la comida a los postres, vinieron a avisar al médico que su presencia era nece­saria en la enfermería.  Volvió al cabo de media hora cariz bajo, asi como preocupado; Saliendo a recibirle Don Cándido con desusada solicitud para preguntarle:
 
–¿Novedad, Mateu?

–Novedad y gorda, señor Don Cándido; contestó el médico con el mismo laconismo. 

–Bien vengas mal si vienes solo; -dijo Don Cándido revestido de toda su calma-. Afuera con el embuchado.
 
–Acaba Voz de perder su mejor negro.

–Sea todo por Dios. ¿Cuál?

–Pedro carabalí. Se ha suicidado en el cepo. Vamos a la enfermería.
 
En esta excursión (no fue otra cosa) acompañaron a Don Cán­dido sus huéspedes y algunos empleados. El cura y el capitán del partido, meramente por hacerle honor, pues para el pri­mero ya había pasado la ocasión de ejercer su santo ministerio con el suicida; para el segundo ni antes ni después de la muer­te del esclavo habría tenido ocasión de ejercer el suyo, me­diante a que dentro de los límites de sus haciendas o dominios era ipso jure señor de horca y cuchillo Don Cándido Gamboa.  [...] Dispuso éste que retiraran el cadáver del cepo.
 
–¡Lástima de negro! dijo Coceo.
 
–Valía lo que pesaba en oro para el trabajo; dijo Don Cándido interpretando en su verdadero sentido la exclamación del administrador de Valvanera.
 
–He ahí la vera efigie de un salvaje africano; dijo el cura. Dios tenga piedad de su alma. 

–Veamos lo que dice María de Regla; dijo Don Cándido sin mirar de lleno a la cara de la enfermera.
 
Insensiblemente las personas que acababan de hablar se habían situado en torno del cadáver, que entonces alumbraba a medias con la vela de cera amarilla, desde el pié de la tari­ma, la negra mencionada por Don Cándido. Ella, con los ojos bajos, dijo:
 
–Le contaré á mi señor lo que ha pasado a mi vista; -dijo ella cual si hablara con el muerto y no con su amo-. Pedro, desde que le pusieron en el cepo se negó a comer y hablar. 

Solo esta madrugada bebió un poco de Sambumbia, que le hice tragar como quien dice de por fuerza. 
Estoy segura, -añadió la enfermera, con cierta timidez-, que más le dolieron los boca abajo a Pedro que aquellos a quienes se los dieron. ¿Qué tienes, Pedro? le pregunté. ¿Qué sientes? ¿qué te duele? ¿qué quieres? Me miró fijamente, dio un gran suspiro y dijo con la garganta, no con la lengua:-Llama. ¿Llama? le pregunté. ¿A quién llamo? ¿al médico? Se quedó callado. ¿Dí, Pedro, quieres que mande por el amo?-Abrió tamaños ojos, enseñó los dientes y repitió: Lamo, lamo ... su merced, -conclu­yó diciendo María de Regla con mayor timidez, sin levantar la vista para Don Cándido-.
 
Este no hizo más que sonreírse ligeramente y la enfermera prosiguió su gráfica narración.
 
–Yo le contesté, todavía no, Pedro, todo el mundo duerme en la casa de vivienda; velaré, y así que salga el amo, le avi­saré que quieres verlo. Pero en mala hora entró aquí Don Liborio a buscar algo que se le había quedado anoche. Venía furioso. Dijo que lo ha­bían botado por culpa de Pedro; pero que no se quedaría riendo el muy cachorro, pues había ordenado el señor Don Cán­dido que le dieran un novenario luego que se pusiera bueno y que si él no tenia el gusto de dárselo, se lo daría el otro mayoral. No se aparecía el amo y Pedro creyó que estaba bravo y que Don Liborio decía verdad. Desde este momento decidió quitarse la vida. Me asomé a la ventana para ver el baile de tambor por un instante, cuando sentí que Pedro se movía, volví la cara y noté que se andaba en la boca con los dedos. No pensé nada malo, pero hizo un movimiento cual si le entraran náuseas. Corrí a su lado ... Acababa de sacarse los dedos de la boca, apretaba los dientes y procuraba agarrarse de la tarima con las dos manos. Entonces le entraron convul­siones. Me dio horror, mandé llamar al médico y sin saber cómo ni cuándo se me quedó muerto entre los brazos. Así como está ahora le encontró el señor Don José (el médico). Muchos he visto morir desde que estoy aquí, pero ningún muerto me ha causado tanto horror.
 
Al día siguiente se armo en La Tinaja divertida cabalgata, compuesta de las señoritas Gomez y las dos más jóvenes de Gamboa, escoltadas por el hermano de éstas, por Meneses y por Coceo. Corriendo a la ventura, sin detenerse en ninguna parte, nuestros paseantes dejaron tras sí los terrenos de la estancia y entrando en los del potrero, por medio de un dilatadísimo palmar.
 

Cerraba la guarda-raya que recorrían los paseantes, un bos­que alterado, que servia de línea divisoria entre el ingenio de La Tinaja y el de La Angosta del otro lado. Según recordaba Leonardo, debía de haber una vereda que atravesaba dicho bosque, y siguiendo la cual podía llegarse a la finca del Conde de la Fernandina, en la mitad del tiempo que se emplearía en caso de ir por el camino real o de la Playa. La vía natu­ralmente era muy estrecha y estaría en parte obstruida por ramas bajas y espinosas de los árboles y plantas trepadoras, en las cuales bien podían dejar las señoras, como se descui­dasen, pedazos de sus vestidos. Esto entendido, les propuso acometer la ardua empresa. Rabia novedad en la propuesta, por lo mismo que se corría peligro; razón de más para que las señoritas, ganosas de aven­turas, la aceptasen de plano y aún con entusiasmo.
 

Penetraron todos en el sombrío bosque, llenos de alegría. Pero apenas anduvieron corto trecho, uno detras de otro, abriéndose paso a veces con las manos, cuando tuvieron que detenerse. Empezó a sentirse un hedor fuerte, como de cuer­po muerto; y en seguida descubrieron una vasta congrega­ción de auras tiñosas, rindiendo con su peso las ramas de los árboles que servían como de arcos triunfales a la vereda. La causa de su amenazadora actitud, se echó luego de ver: se entretenían en devorar el cadáver de un negro, colgado por el pescuezo de la rama de un árbol a orillas de la vereda, a interrumpidas en lo más interesante del festín, manifestaban su indignación de la manera dicha.
 
–¡Mira! -dijo Gamboa a Isabel, que le seguía de cerca-, in­dicándola, con el brazo tendido, el horrible cadáver contra el cual estuvo él mismo á punto de tropezar.
 
–¡Ay! ¡Leonardo! -exclamó ella horrorizada-.
 
Perdió el color y el habla y hubiera perdido también el co­nocimiento y caído de la silla al suelo, si Leonardo, advirtiendo su imprudencia, no revuelve a toda prisa el caballo, la coge de la mano, le da los dictados más cariñosos, la pide mil perdo­nes y la saca al limpio, invirtiendo el orden de la marcha.
 
Se averiguó que el muerto era Pablo, compañero de Pedro, que se quedó en el bosque, cuando los otros cinco prófugos, inducidos por Tomasa y con el apoyo de Caimán, resolvieron presentarse a los amos. 
Le estaba reservado a Isabel, en su breve recorrido por los campos del ingenio de La Tinaja, el encuentro no menos desagra­dable que el anterior. Dando la vuelta con lento paso, por una guarda-raya paralela a la que iban antes, no a fin de alargar el paseo, sino con el de distraer a Isabel, aún no re­puesta del choque, avistaron un cercado de regular tamaño, con puerta de tablas mal unidas y una cruz tosca de madera, sobrepuesta en el centro. Parecía indicar su destino este signo de la fe del cristiano; pero ante la ausencia absoluta de mo­numentos, losas o camellones de sepulturas, ante la lujosa vegetación herbácea del suelo, costaba trabajo creer que era el cementerio donde se enterraban los esclavos que morían en el ingenio de La Tinaja. El señor Obispo Espada había concedido su establecimiento en aquellas fincas rurales, por su lejanía de los centros de la población o de las parroquias, y para proteger la salud pública, por la conducción de los ca­dáveres. Sin duda porque todos, o casi todos, sabían el destino del cercado, nadie habló de él. Pasaron de largo, y tomaron otra guarda-raya en dirección del ingenio. Descendían luego una cuesta suave y prolongada a medida que la subían tres negros a pié. Dos caminaban delante, cada cual con su azadón al hombro. El otro, algo más atrás, conducía del diestro un ca­ballo de mal pelaje. A cierta distancia no era fácil conocer, al menos por las señoritas de la cabalgata, el objeto de la procesión ni la naturaleza de la carga. 

Para Leonardo todo este misterio desapareció desde el mo­mento que pudo ligar la idea del cementerio del ingenio, con la idea de los tres negros que marchaban en esa dirección, preparados para abrir la sepultura. 
La guardaraya era muy angosta. A un lado y otro se des­plegaban cañaverales extensos y cerrados. El encuentro se hacia inevitable. En tal aprieto, y deseoso Leonardo de ahorrar a sus amigas, en cuanto cabía, el nuevo mal rato que se les es­peraba, mandó picar el paso, so pretexto de que se hacia tarde y él mismo procuró tomar la derecha de Isabel y divertir su atención hacia el otro lado del campo. Inútil cuidado. Todas las jóvenes que entonces marchaban de dos en fondo, vieron y entendieron perfectamente de lo que se trataba, -y exclamaron- ¡pobrecito!, quien una lágrima silenciosa a la me­moria del muerto Pedro; el cual por ser negro y esclavo no era menos digno de compasión. Porque ellas, aunque criadas a la leche de la esclavitud,--como tiernas flores que abrían sus pétalos a los primeros rayos del sol de la vida, bien podían exclamar con el orador latino: hamo sum; humani nihil a me alienum puto. que traducido al español quiere decir: Soy un anzuelo; Creo que nada humano me es ajeno
 
Recibió doña Rosa a los paseantes con vivas muestras de cariño y regocijo. Tomó a Isabel por la mano y dijo hablando en general:
 
–Gracias a Dios que han vuelto. En verdad estaba muy preocupada. Me pareció que les había sucedido algo. Luego, me acaban de decir que ésta (Isabel) pierde el juicio en cuanto monta a caballo. Supongo que se han divertido mucho.
 
Isabel se sonrió meramente y se retiró a su cuarto con Adela; pero Leonardo, Meneses y Coceo protestaron del juicio con que todas las señoritas se habían portado en el largo paseo.
 
–Me alegro, me alegro; -dijo doña Rosa-. Más luego diri­giéndose en particular a su hijo, añadió:-¿Qué tiene? (Se re­fería á Isabel.) 

–Nada que yo sepa; replicó Leonardo.

–Me parece que ha venido más triste. ¿Se ha enfermado en el paseo? ¿O tú le has hecho algo?
 
–¿Yo, mamá? Jamás he estado más amable y cumplido con ella.
 
Entonces Leonardo refirió a su madre cuanto habían visto en su mal dado paseo: su encuentro con el negro ahorcado en el bosque y con el entierro de Pedro.
 
La familia de Gamboa, en unión de sus huéspedes, pasó la mayor parte de la noche del segundo día de pascua, en la casa de calderas. En su rápida excursión tuvieron su aventura Adela, Rosa y Dolores. Muy entretenidas se hallaban las tres, viendo batir la miel en una de las resfriaderas, a tiempo que se les acercó por la espalda una negra desconocida, que les preguntó con mucho misterio:
 
–¿Quién de las niñas es la niña Adelita?

–Yo, -contestó la misma precipitadamente y algo asustada-.

–Pues ahí fuera, detrás del aquel horcón aguarda por su merced su madre ... 

–¡Mi madre! -repitió Adela sorprendida-. Señorita, querrás decir... 

–No, niña, -digo la enfermera-.

–¡Ah! Dile que se acerque, que éntre.

–Ella no quiere que la vean los amos. No se atreve a entrar.
 
–Ve, Dolores. Mira que quiere tu madre. Si ella tiene miedo de entrar, más miedo tengo yo de salir. ¡Qué! ¡Si eso está tan oscuro! Como boca de lobo. Ni pensarlo.
 
A la vuelta dijo Dolores que su madre sólo deseaba darle un abrazo muy apretado a la niña Adela y decirle una cosa que no podía comunicársela por una tercera persona. Enton­ces la joven dio cita a la antigua nodriza para más tarde de la noche en su aposento de la casa de vivienda.

Efectivamente, entre once y doce de la noche mencionada, las dos señoritas más jóvenes de Gamboa se hallaban reunidas con las dos hermanas Gomez y su tía doña Juana García, en el cuarto de la casa de vivienda, asignado a estas desde el principio. A medida que se acercaba la hora de la cita, aumen­taba la inquietud de Adela, de modo que cuando llamaron a la puerta, arrastrando las yemas de los dedos en uno de sus tableros, de un salto se puso en pié y acudió a abrir. Dolores se presentó tan asustada como su ama y dijo:

–Ahí está.
 
–Que entre, -repuso ésta-; y en busca de conforte por la falta que al parecer cometía, hablando con Isabel, agregó: Mía no es la culpa si doy este paso ... No veo otro medio de ave­riguar por qué mamá está tan brava con la mujer que me crió ...
 
En este momento entró María de Regla conducida de la mano por su hija Dolores e interrumpió Adela su acto de contrición.
 
–¿Qué haces María de Regla? -le dijo Adela conmovida-. 

–¡Ay! ¡niña del alma! -exclamó la negra enjugándose las lágrimas con la palma de las manos-. Déjeme llorar, déjeme desahogar el corazón dolorido a los pies de mi adorada hija.
 
En seguida, la antigua nodriza continuó diciendo: 

–Verá ahora la niña la causa verdadera del rigor con que he sido tratada. Un día... no me acuerdo bien, solo sé que hace mucho tiempo, después de la tormenta grande de Santa Teresa, o el año en que ahorcaron a Aponte, me llamó el amo al comedor. Estaba solo, y me dijo:
 
–María de Regla, como has perdido al chico y tienes buena y abundante leche, he pensado que debe aprovecharse. En tal virtud, te he alquilado por medio del señor doctor Don Tomás Montes de Oca, con un amigo suyo para dar de mamar a una niña de algunos días de nacida. ¡Ea! con que estar lista para después de almuerzo. 


«Des pues de almorzar, el amo salió y se metió en la calesa. Yo seguí detrás de él para ir a pié. Pero me hizo subir y me sentó a su lado. Me quedé sorprendida. ¡Sentarme el amo en los cojines de la calesa, cuando los negros solo se sientan en el pesebron! Luego ordenó a Pío que arreara para allá fuera. ¿Qué será? ¿qué no será? Pensaba yo. Salimos por la puerta de Tierra, cogimos la calzada de San Luis Gonzaga todo derecho y no paramos hasta unas pocas casas de la es­quina del Campanario Viejo. Delante de una de dos ventanas de hierro y zaguan, mandó parar el amo junto a otra calesa vacía que se hallaba a la puerta. Creí que allí vivía el médico o el padre de la niña a quien iba a criar. El amo se apeó y me dijo: Apéate. Entró en el zaguan y yo atras de él. Entonces ví que había un torno grande, como para meter niños, en la pared de la derecha y que la vista del patio la ocultaba un cancel alto, con una puerta en medio.
 
«Se paró el amo y me dijo bajito y muy serio: María de Regla, llamarás a esa puerta, preguntarás por el señor doctor Montes de Oca, y harás al pié de la letra cuanto él te orde­nare. Oye bien lo que voy a decirte. Cuidado como hablas palabra con alma viviente de lo que aquí vieres, oyeres o en­tendieres. [...] 
Me abrió una morena vieja, y en cuanto puse el pie dentro, conocí donde me hallaba. De todas partes oí llantos y chillidos de muchos niños. Me hallaba en la casa cuna. Había de todo en ella, quiero decir, niños blancos y mulatos y crian­deras casi todas negras como yo. No tuve que preguntar por el señor de Montes de Oca, pues estaba en el comedor exa­minando un niño enfermo en los brazos de su criandera, y sin mas ni mas, me dijo: María de Regla Santa Cruz ¿eh? Antes que yo pudiera contestarle, sí señor o no señor, me cogió por la muñeca, me tomó el pulso, me hizo sacar la len­gua y me abrió los párpados con dos dedos para ver el color de los ojos. Todo esto callado o por señas. Luego me llevó al primer aposento. En el medio había una camita de caoba tapa­da con un mantón o velo grande de punto blanco, que el mé­dico levantó con una mano, mientras que con la otra señalaba para una niña blanca dormida entre pañales de holán batista bordados ó con encajes anchos. ¡Qué lujo, niñas, qué lujo! Me quedé boba. Debían ser muy ricos sus padres, más ricos que el Buey de Oro. El médico con su vocecita fañosa me dijo: Esta es la niña que vas a criar. Cuídala como si fuera hija tuya, que no te pesará. Tú eres jóven, eres buena y sana y debes tener mucha leche. Vé la marca azul que tiene en el hombro izquierdo. No se ha bautizado todavía. 
«Me hice cargo de la niñita y me propuse criarla como si fuera mi hija, no tanto por la amenaza del amo, como por la promesa del médico y porque me pareció una divinidad. Me encantó. Mejorando los presentes, no había visto niña mas linda en la vida. Solo podía compararse con su merced cuan­do nació. Se parecía tanto a su merced entonces, que si vive y no se ha descompuesto, es el mismo retrato de su merced. Ni gimaguas se hubieran parecido más.
 
–¡Qué blanca! -añadió la nodriza-, trazando a grandes rasgos el retrato de la chica en la Casa Cuna. El médico estuvo tres ó cuatro veces a ver a la niñita y él fue quien trajo al padre Bartolomez Hernández, cura de la Salud, para que la bautizara. Le pusieron por nombre Cecilia María del Rosario, de padres no conoci­dos, y, por supuesto, Valdés.
 
–¡Cecilia Valdés! -repitió asombrada Carmen-. Ese nombre no suena en mis oídos, es la primera vez. 
-Confirmó Adela el parecer de su hermana-; Si bien ninguna de las dos pudo recordar la época precisa, la ocasión, ni el lugar. Con esto se despertó mas vivamente la curiosidad y el interés de las señoras.
 
–Unos pocos días después de bautizada la niña vinieron a buscarla en un carruaje muy lujoso, por orden del médico. En­tramos en la Habana por la puerta de la Muralla, dimos mu­chas vueltas y fuimos a parar a una casita del callejón de San Juan de Dios. [...] Me recibió a la puerta una mulata gorda, bien vestida y hermosa. Diciéndome: Entra, María Regla (sabía mi nom­bre), me arrebató la niña de los brazos y por poco se la come a besos. Esta es la madre, pensé yo. Más luego me desengañé que no lo era, pues siguió con la niña hasta el segundo cuarto y se la presentó a otra mulata más joven, más bonita que ella, que se hallaba en una cama. ¡Charito! ¡Charito! le dijo. ¡Des­pierta! Alégrate. Mira a quien tienes aquí, a tu Cecilia. ¡Mira qué linda está! [...] Aunque estaba pálida como muerta, casi desnuda, flaca, con el pelo alborotado, se me dio aire a Cecilia, sí, se me pareció mucho a ella, me convencí de que era su madre. [...] Tardó mucho en despertar la tal Charito, pero más valía que no, porque se armó allí la San Francia. Abrió los ojos, miró para todas partes como azorada y se sentó en la cama. Me pareció que hacia como si estuviera loca; y lo estaba, niñas, no me quedó duda. Cuando la mulata gorda, que la llamaban Doña Josefa, le metía la niña por los ojos, ella empujó a las dos y se echó fuera de la cama furiosa. Agarró a Cecilia por el pescuezo con las dos manos y trató de ahogarla y la hubiera ahogado, si Doña Josefa no echa a correr para la sala con la niña y cierra la puerta del primer aposento. También entró una negra vieja, alta, que parecía un esqueleto andando y se apareció de repente por la puerta de la cocina, y yo, logra­mos sujetar a la loca y tumbarla en la cama. Fui a coger la niña, pues la oí llorar; y encontré las puertas cerradas por dentro con la aldaba de garabato, y aunque toqué varias veces no vino doña Josefa a abrirme. Supuse que por miedo de la loca y traté de espiar por un agujero, por si veía lo que estaba haciendo. La vi efectivamente de espaldas, asomada a un postigo de la ventana, presentándole la niña a un caba­llero que se hallaba en la calle y del cual solo alcancé a verle el sombrero negro de ala angosta y copa como campana. Era de los llamados del situayen, que estaban de moda y me pare­ció haberlo visto antes. [...] Sin duda con ese caballero hizo seña Doña Josefa para que el médico Rosain viniera, pues se apareció en la casa de buenas a pri­meras y derecho pasó al cuarto de la enferma y la estuvo exa­minando despacio. Su pronóstico fue fatal. Charito está loca de cepo, -le dijo sin rodeos a doña Josefa; y lo que es peor, hay que separar cuantos antes la hija de la madre ó la madre de la hija. [...] Pues a la esquina el médico, a poco volvió y comenzó a decir:

–Don Can... ...
 
–Calle, señor doctor, -le atajó mas azorada que nunca doña Josefa-. Calle, por vida suya, no diga más, yo sé su nombre y basta. 

–Bien está, --continuó el médico con toda su calma-, el ca­ballero de la esquina es de opinión que se lleve a Charito a Paula, y ahora mismo dispondrá que la conduzcan en una litera. ¡Ah! Tambien es de opinión que se quede la niña con su criandera en esta casa.
 
–¿Quién era el caballero de la esquina? -preguntaron Cármen y Adela.
 
–Yo no lo sé verdaderamente, niñas mías; contestó titu­beante la antigua nodriza. No me atrevería a jurar que el mé­dico dijo -Don Cán. Bien pudo decir en vez de Don Cán, Don Juan, Don San, ú otra palabra acabada en an.
 
–¡Cómo! ¡qué! -interrumpió Adela a la negra Carmen visi­blemente enojada-. ¿Acaso sospechas que fué papá?
 
–Yo no, niña de mi corazón; -se apresuró a decir la antigua nodriza-. Dios me libre de sospechar nada amo malo. Me equivoqué, niña Carmita, se me trabucó la lengua. Yo no quise decir amo, yo quise decir blanco. Los esclavos no deben pen­sar nada malo de los blancos. ¿Entiende ahora la niña lo que quise decir?
 
Hubo un momento de silencio, si penoso para la narradora, mucho más para Isabel, cuya viva imaginación traspasaba los límites del presente, junto con los del lugar, y, atando cabos, veía, como a través de un cristal, el cuadro nada limpio ni edificante de la familia con la cual iba a contraer lazos que no se rompen sino con la existencia.
 
–Vamos a ver; volvió a la carga Adela con su voz melosa y persuasiva expresión. Dí de una vez ¿quién te figuras que fue el caballero que viste por el postigo de la ventana?

–Voy a decirlo, porque sus mercedes me lo exigen, no porque me sale de adentro. Dios me castigue si digo mentira, y no me tome en cuenta mis palabras si levanto un falso testimonio. Pero me figuré, niñas, que el caballero que ví al postigo de la ventana besando a la niña era ... el amo. Se parecía mucho.
 
–¡Papá! exclamaron indignadas Carmen y Adela. Eso no puede ser. Te engañaron tus ojos. Papá no ha tenido que ver nunca con mulatas y gente sucia.
 
–Me engañé, niñas; -dijo la negra compungida-. Sus mer­cedes no deben dar ningún crédito a mis palabras. Me engañé, ví mal. Tomé a otro caballero por el amo.
 
Pasadas las doce de la noche entreoyó doña Rosa un mur­mullo de voces en el interior de la casa y no creyendo menos, sino que ocurría alguna novedad entre sus hijas, se levantó y empujando puerta tras puerta por toda la crujía de cuartos, no paró hasta el tercero, donde se celebraba el congreso feme­nil. Su primer impulso fue reprender a sus hijas, pero se contuvo, a la vista de las señoritas Gomez y de su respetable tía doña Juana Bohorques. Entonces trató de averiguar el motivo de la velada. 

–¡Mamá! -repuso Adela-, ella nos ha contado su historia y la creemos inocente de todo cuanto la acusan. Oyéndola hemos llorado como unas niñas.
 
–Está bien, Adela; -replicó doña Rosa después de breve rato de reflexión-. Por tí y por Isabelita (que no podía reprimir el llanto), perdono a María de Regla. Que vuelva a la Habana; pero no a servirme, ni a vivir en casa, sino para que se alquile por su cuenta. Yo le daré papel. Con eso, el jornal que gane será para que tú y Carmen tengan todos los meses algún dine­rito con que comprar alfileres.
Hasta la puerta de la casita en la calle de Aguacate acom­pañaron a Cecilia el sastre Uribe, Clara su mujer, Pimienta y su hermana Nemesia. Tan triste y miserable se sentía Cecilia, que hasta el mo­mento de meterse en la cama, no advirtió que la abuela era presa de una desazón terrible. La pobre anciana se retorcía y gemía sordamente, cual si estuviera a punto de acabársele la vida. Buscó entonces su frente y no bien le puso la mano encima, la retiró exclamando:
 
–¡Ay! ¡mamita! Su merced tiene calentura.
 
–¿Ya viniste? -replicó la anciana con voz moribunda-. Si tardas un poquito más no me encuentras viva.
 
Conmovida la abuela, puso una mano en la cabeza de la nieta, y dijo:

–¡Pobre Cecilita! Esto quiere decir, mi vida, que tú misma conoces que mis horas estan contadas. Digo mis horas, cuando pueden ser mis minutos, mis segundos ... y me preparas para la cena antes de emprender ... [..] No llores alma mía, que me afliges más de lo que estoy. Consuélate. Tú eres una niña todavía. Tienes delante un porve­nir risueño. Aunque no te cases nunca, todo te sobrará. Siempre habrá quien mire por ti y te proteja. Y si no, allá está Dios en el cielo, que no le falta nadie. Y a siento algún alivio. Tal vez el mal da tiempo ... ¿Qué sabemos? Vamos, hijita, cálmate. Valor. [..] Necesitas descanso. Si te acuestas ahora mismo, de aquí al día tienes dos horas de sueño para recu­perar las fuerzas ... Las muchachas de tu edad, son como la flor de la maravilla: cátala muerta, cátala viva. Ven, dame un beso, y ... hasta mañana. El ángel de la guarda te proteja con sus amorosas alas.
 

¡Qué había de dormir ni de reposar Cecilia! No bien abrie­ron las puertas de la ciudad y comenzó a oírse en las calles el cencerro desconchado de los arrieros de carbon, corrió en demanda de su cara amiga Nemesia para que se quedara al cuidado de la enferma mientras ella iba por el médico en la calle de la Merced. Días antes le había dado la abuela a pre­vención las señas de la morada del Galeno, con estas palabras: casa de azotea con una ventana de reja de hierro, puerta colo­rada de zaguan, en medio de la cuadra, acera del sur. No se equivocó la nieta, pero estaba cerrada y en silencio. ¿Qué hacer en aquellas circunstancias? El caso urgía y se decidió a llamar. Pegó un aldabazo y esperó en grande ansiedad el resultado. 
Perpleja y azorada la muchacha, giró en torno y casi se le escapa un grito del susto, cuando reparó que un hombre de cara larga y pálida, sin pelo de barba, cual si fuera de la raza india, cuya cabeza cubría hasta las orejas, un gorro mugriento de seda; la miraba fijamente con ojos de monos, a través de la reja de hierro, medianera entre el aposento y el comedor. 

–¿Qué traes? -le preguntó el hombre en voz gangosa de falsete-.
 
–Caballero, -repuso Cecilia dudosa-, vengo por el señor Don Tomás Montes ...

–Yo soy; -la interrumpió él-. ¿Qué se ofrece?

–Para mi abuela.

–¿Qué tiene tu abuela?

–¡Ay! Señor doctor, está muy mala. Se muere ... Si el señor doctor tuviera la bondad de ir ahora mismo ... 

–¡Ah! Dile a tu abuela que para allá iré así que me pon­gan la volante. El calesero debe haber ido a bañar los caballos al muelle de Luz ... Si no ha tomado un trago por el camino, ahorita está de vuelta; y detrás de ti. .. Ve. Dí a tu abuela que para allá voy. El señor don, don, don ... digo, que paga bien los servicios ... Es generoso, espléndido ... Ve pronto.
 
Puntual fue Montes de Oca a la promesa hecha a Cecilia, presentándose en su casa a las nueve de la mañana; con lo cual dio, además, prueba palmaria de que sabia llenar los compromisos que contraía con sus amigos.
 
Para asistir a la enferma, pues que no entendían de eso Cecilia ni Nemesia, ya se había constituido en la casita doña Clara, la mujer de Uribe, a quien no tuvo empacho Montes de Oca de comunicar en secreto el juicio que había formado acerca de la enfermedad, según el breve examen hecho. Lo único que dijo en general Montes de Oca fue, que ante todo y sobre todo, era preciso combatir con mano fuerte el síntoma comatoso que presentaba la enfermedad. 

Cecilia anegada en llanto acompañó al médico hasta la puer­ta de la calle, esperando sin duda una palabra suya de con­suelo antes de marcharse. Pero él o no la entendió, o estaba embebida su mente en cosas muy ajenas a la enfermedad de la abuela y al dolor de la nieta. Sólo se ocupó de decirle, que no le sentaba tamaño aflicción, que a su amigo (él) [..] (con énfasis en esta frase de doble sentido) la tenía muy presente, y que volvería por la tarde para ver que tal seguía la enferma. 

Puede afirmarse con verdad que doña Josefa no estaba en su cabal juicio y sentidos cuando se confesó, comulgó y reci­bió la extrema unción. A la conclusión de la tristísima ceremonia, todos los cir­cunstantes, que más que menos, experimentaron una especie de alivio interior, porque se cree en general que trae apare­jada la muerte.
 
El maestro Uribe con sus oficiales y amigos y los numero­sos amigos de Pimienta, velaron toda la noche y a la hora del entierro, condujeron las andas a hombro, relevándose de cuatro en cua­tro hasta el cementerio, situado en el pequeño arrabal de San Lázaro, al extremo de la calzada de este nombre.
 

José Dolores Pimienta, Uribe y algunos otros arrojaron un puñado de tierra sobre el ataúd de la que fue en vida Josefa Alarcón y Aleonado, no menos distinguida por su belleza, que por sus desgracias, su ardiente amor de madre y prác­ticas religiosas de sus últimos años; y el primero, que hacia de cabeza del duelo, a darles las gracias a sus amigos y des­pedirlos, no pudo evitar que se le humedecieran los ojos, acaso porque se le vino a la mente en aquel instante el cuadro de su idolatrada Cecilia, transida del dolor y desmayada en brazos de Nemesia.

 
A mediados de enero volvió del campo la familia Gam­boa: los criados por mar; los amos por tierra. Leonardo llegó algunos días después. Lo primero que hizo doña Rosa en la ciudad fue darle li­cencia o papel a María de Regla para buscar acomodo. 

En una mañana del benigno enero le dio a Cecilia un vuel­co el corazón y dijo entre sí: ¡Eh! Viene él hoy. Y desde ese momento no pudo pensar en otra cosa, ni hacer nada de pro­vecho. Veces infinitas se asomó al postigo de la ventana, cre­yendo la cuitada, que así apresuraría la venida del objeto de sus ansias; y otras tantas se dejó caer, desfallecida de alma y de cuerpo, en el columpio arrimado a la testera opuesta.
 
De poco le valió el volverse toda oídos y ojos. Por el con­trario, tal era la ofuscación de sus sentidos, que escuchando no oía, mirando intensamente no veía. Esto explica porque se pasaron algunos segundos antes que ella percibiera la presencia del amante, llenando el hueco de la entornada puerta de la calle, cual el reflejo al espejo se divisaba su imagen adorada. Entonces, olvidada por completo de sus propósitos de venganza, de los desdenes anteriores, de los supuestos agravios recibidos con sus veleidades y su marcha al campo; corrió a su encuentro con los brazos abiertos, le besó y se dejó besar por él en el delirio de la pasión. No cabe duda, el hecho de la corta ausencia, había obrado el milagro de convertirlos en íntimos amigos, en cariñosos hermanos, en ternísimos amantes.
 
–¿Estás sola? la preguntó él.

–Sola; contestó ella con lánguida expresión.

–¿Me esperabas? agregó tiernamente teniéndola estrechada todavía por la cintura.
 
–Con el alma y con la vida; -repuso la joven en su amoroso entusiasmo-.
 
–¿Quién te dijo que yo venia hoy?

–¡El corazón!

–No hables boberías y dejémonos de cosas que no tienen fundamento. “Es gana que busques motivos de quejas.” (expresión de la época que quiere decir <<se sincera>>) Tú no puedes ponerte brava conmigo. Dime ¿en dónde estuviste la víspera de noche buena?
 
–¿De mal á mal?

–De bien á bien, cielo mio. De tí no quiero ni la gloria de por fuerza.
 
–Eso sí. Pues venia del baile de etiqueta que dió la gente de color en la casa de Soto, allá afuera.
 
–¿Cómo fuiste?

–A pié.

–No quiero decir eso. ¿Quién te convidó? ¿Con quién fuiste al baile?
 
–Me convidó Uribe el sastre, que fué uno de la comisión, y fuí al baile con Clara su mujer, con Nemesia y con José Dolores su hermano ... 

Leonardo torció el ceño, y no supo ni pudo ocultar su disgusto.
 
–El que se pica ajos come; -dijo Cecilia sonriendo-. ¿Qué diré yo cuándo recuerde que voz fue al campo para seguir a una guajira?
 
–Veo que no pierdes la ocasión de zaherirme; -dijo Leo­nardo disimulando su desazón-. Y me parece que serías capaz de querer a cualquier hombre con tal de darme caritate.

–¿A quién he dado yo entrada? Vamos, explíquese.

–¿Quieres oírlo de mi boca? ¿Quién te acompañó al baile estando yo ausente? ¿Con quién bailaste? ¿En casa de quién vives ahora?
 
–¿ Y eso es lo que voz llama darle entrada a los hombres?

–Por ese camino al menos se va derecho al corazón de las mujeres.
 
–No al mio que está forrado y claveteado en cobre. Pero si de alguno no debe voz abrigar recelo es del hermano de Nene. Entre nosotros no ha cabido nunca, creo yo, más que una sincera y desinteresada amistad. Nosotros nos conocemos y tratamos desde chiquitos. Hemos jugado juntos a la ga­llina ciega y a la lunita, hemos crecido el uno al lado del otro, sin pensar en amores, al menos por mi parte. Sé que siente por mí un cariño entrañable; sé que se desvive por mí; sé que su mayor delicia es serme útil; sé que tiene orgullo en adivinar mis pensamientos; sé que si le pido un favor se aflige y se culpa a sí mismo porque no se adelantó a mi deseo; sé que no consentirá me ofendan ni las moscas; sé que es capaz de cometer cualquier locura por agradarme; sé que me cree el non plus ultra de las mujeres; sé que tiene celos de voz, que se lo comen vivo; pero aún no me ha hecho una declara­ción de amor. Sabe, el pobre, porque no tiene un, pelo de tonto, que yo no he de quererlo, ni casarme con él en la vida. Muchas veces, lo he sorprendido mirándome cual se mira a las santas; yo he hecho como si no lo notase ó enten­diese y él no se ha atrevido a declararse. De aquí no ha pasa­do desde que nos conocemos. En su trato es una dama, muy galán y respetuoso con las mujeres, bien criado con los hom­bres; solo le falta la cara blanca para ser un caballero en cual­quier parte. Le hablo con esta claridad de José Dolores, por que se me figura que a voz no le cae en gracia, que no lo ve con buenos ojos.
 

Se interrumpió a lo mejor el diálogo de los amantes, por la llegada de Nemesia, quien sintió gran disgusto de los presente. De Ce­cilia, porque así quedaba sumergida en el mar de confusiones, respecto de su suerte futura, quien le había arrojado la muerte repentina de su abuela. Con disgusto de Leonardo, porque después de lo averiguado acerca de la posición de Cecilia en aquella casa, comprendió que debía sacarla de ella cuanto antes so pena de perderla para siempre, y no había tenido tiempo de arreglar con su acuerdo el nuevo plan de vida. Por su parte Nemesia también experimentó un vivo dis­gusto; porque sin más argumento ni prueba que la presencia allí del temible rival de su hermano, cuando le creía más distante y olvidado de Cecilia, quedó convencida que ni los celos en ella, ni la ausencia en él, habían obrado el milagro de trocar en odio, siquiera en indiferencia, el profundo afecto que se profesaban los dos. -¡Pobre José Dolores! -exclamó Ne­mesia entre sí-. De esta la perdiste. ¡Tontos de nosotros que nos habíamos halagado con la esperanza de que se quedaría en el monte!




–Está de Dios, hijo, que no ha de ser tuya Cecilia; -dijo Nemesia con gran sentimiento a su hermano cuando volvió de la sastrería-. 

–¿En qué te fundas para darme tan mala noticia?- preguntó el hermano alarmado-. 

–Me fundo en que él ha vuelto. Los topé a los dos esta mañana como uña y carne.
 
–¿En dónde?

–En esta sala. Solitos ...  

–Luego él no fue al campo para casarse.

–¡Casarse! Tal vez se ha casado y ahora anda atras de la querida.
 
–¡Qué! ¿Crees tú que va a sacarla de aquí pronto?

–Cuando menos... Para ponerle casa.

–Cuando menos, no; -dijo José Dolores irritado a lo sumo-.

–No. Si la destina para querida, mientras más pronto se la lleve mejor; porque primero me dejo escupir a la cara que hacer el papel de tapa. No es él hombre para pasarme la mota y reírse de mí. Que no se ponga en mi camino. ¿Dónde está ella?
 
–Vistiéndose allá dentro. Eso es, que lo espera esta noche.
 
–Es posible. Así será, bueno que yo me arrime a un lado por ahora. Una tragedia le causaría más pesar a ella que a él. 

–Todavía no se ha perdido todo, José Dolores; -dijo Neme­sia pensativa-. Mientras la vida dura hay esperanzas.
 
–¿Qué esperanza, hermana? O él, ó yo. Los dos juntos no cabernos. ¿Me resignaría yo a servir de tapa tampoco? Creo que nó, Nene.
 
–Bobería, José Dolores; del lobo aunque sea un pelo. ¿Quién puede decir con verdad que es el primero en el có­razon de una mujer? Naiden. Ten por sabido que ella no es firmé ni de ley. Dice una cosa ahora y luego otra. Se dobla como la hoja del caimito: cátala colorada, cátala blanca. Si tú la hubieras oído cuando él se fue para el monte atrás de la muchacha blanca ... sabrías quien es ella.

Nemesia para si se dijo:

–¡No lo querré mas en la vida! No volverá a verme la cara. Aunque se me arrodi­lle, aunque me bese los pies, no le perdonaré lo que me ha hecho. De mí no se burla ni el sol de los hombres. Apurada­mente, con él no se acabaron los hombres. Hay muchos, me se sobran. ¿Cuántos, cuántos tan buenos mozos como él, no se darían santos con una piedra en el pecho, con tal que yo los quisiera? No seré de las que se quedan para vestir santos o cuidar sobrinos. Juro que el primero que me diga jí, le digo já. Y veremos quién pierde más, si él o yo.



H
abía llegado el momento de poner el plan ideado por Don Cándido antes de visitar el campo. La muerte de doña Josefa había arrojado a Cecilia en brazos de Leonardo, el cual, sabia su padre, no era tan simple ni tan virtuoso, que desaprovechase la ocasión que se le presentaba, de tomarla por manceba, con achaque de ampararla.
 
Mientras caminaba en la dirección de la calle Oficios, componía mentalmente un discurso regular en forma de diá­logo para presentar su caso, bajo la mejor y más plausible luz, ante el señor Alcalde Mayor. Sucedió, sin embargo, que en presencia de su señoría, se le fueron de la mente las es­pecies, cual pichones espantados del palomar y sólo acertó a decir:

–Que la Valdés le sonsacaba a su hijo Leonardo, le seducía con sus artimañas, y no le dejaba seguir los estudios de derecho y quería saber , ¿qué remedio podía poner la jus­ticia a tamaño escándalo?.
 
Le escuchó el Alcalde con una sonrisa de satisfacción y de mar­cada condescendencia, y dijo:
 

–¡Cuánto me alegro, señor Don Cándido de oírle! ¡Estoy encantado, sorprendido! ¿Pues no ha de llamarme la atención y complacerme, si desde que presido en este tribunal de jus­ticia, por disposición soberana, ha mas de un año, es voz el primero que se acerca a él en queja semejante? No es que no ocurran en la Habana casos iguales, no; ocurren a millares; es que tales son la ignorancia y la relajación de las costumbres, que sólo se consideran delitos los atentados contra la vida y la propiedad ajena, aquellos a que se sigue daño inmediato de la persona o de los bienes del vecino.
 
–Decía, señor Alcalde, -repuso Don Cándido cual si saliera de un sueño-; que una mozuela trae loco a mi hijo Leonardo, le seduce y encanta con sus mañas y no le deja concluir sus estudios de abogado ...
 
–Vamos por partes, -dijo O'Reilly con calma-. ¿Cómo se llama la seductora?
 
–Cecilia Valdés; -contestó tímidamente el querellante-.

–Luego la muchacha de que se trata, es bien criada, de vida honesta y no ha dado aun qué decir.
 
–Así es la verdad, sólo que, como de raza híbrida no hay que fiar mucho en su virtud. Es mulata y ya se sabe que hija de gata, ratones mata y que por dos salta la cabra, salta la que la mama.
 
–Pero (continuó con seriedad el Alcalde) como juez recto y de conciencia, demando las pruebas del delito.
 
–Por mi madre, señor Alcalde, que nunca pude pensar que fuese tan seria la cosa.
 
–Repito a voz, que la cosa no es tan fácil como parece a primera vista.
 
–¿Comprende ahora vuestra excelencia, cuál no será nuestra desgracia si nuestro primogénito, el hijo que ha de llevar el nombre de la familia, el título de nobleza, 1a administración de los bienes, etc., no estudia, no se recibe de bachiller, no se casa con la señorita con quien está comprometido, e infatuado con la Valdés, se la echa de querida? Sin el auxilio de vuestra excelencia., en estas circunstancias aflictivas, ¿qué serán de la paz y de la felicidad de mi familia?
 
–Pues hablara para mañana, señor Don Cándido; -exclamó el Alcalde-. ¿Por qué no hizo uso voz de esos argumentos desde el principio? El último, sobre todo, no tiene réplica; lleva el convencimiento al ánimo más reacio y frío. Me doy por vencido y desde este punto me tiene voz a sus órdenes.  ¿Qué quiere voz que se haga con la Valdés?
 
Extraña y honda impresión produjeron en el rico hacendado las últimas palabras del Alcalde. Como notase el Alcalde su perplejidad, repitió la anterior pregunta con mayor énfasis.

–No sé,-respondió Don Cándido a espacio-; no sé verdadera­mente. Lo que es en la cárcel. .. lo pensaría mucho. Sería de­masiado para la pobre muchacha. Estaba pensando que en mi potrero de Hoyo Colorado ... El mayoral es casado, con hijos pequeños y ese punto dista buen trecho; pero se ofrecen va­rias dificultades, grandes, insuperables. No, no, tal vez con­vendría más ponerla en el ingenio de un amigo mio, que ya conoce a la chica y está enterado ... Aquí cerca: en Jaimanita. El también es casado... entrado en años. Incapaz... ¿Qué cree voz?

–Yo no creo nada, señor Don Cándido; Voz es el que debe pensar y resolver. A mí me toca dar la órden de arresto tan luego como se me pida en toda forma.
 
–¿Qué quiere decir voz. con toda forma?

–No será en la cárcel.

–Nó, de seguro que ahí nó.

–Menos en Paula.

–Tampoco en Paula, y por obvias razones. En fin, la pondré en las Recogidas, en el barrio de San Isidro, bien recomendada a la madre.
 
–Está bien. Ahí no entran mozuelos, supongo.

–No que yo sepa. Tal vez uno que otro empleado. Ahora bien ¿por cuánto tiempo se le encierra?
 
–Por seis meses.

–Corriente: por seis meses.

–A ver. Pienso que será mejor por un año. Largo tiempo es; pero mi hijo no se recibirá de bachiller hasta Abril y no se casará hasta Noviembre. Sí, por un año ...
 
–Hecho. En cuanto a mí, concluyó diciendo el Alcalde con solemnidad; lo de menos es el término del encierro, lo de mas es la sinrazón, la tropelía, la arbitrariedad que se comete con esa muchacha. Entiéndalo Voz Don Cándido, no hago esto por consideraciones a Voz, con cuya amistad me honro, lo hago por respeto a las frases finales de su anterior perora­ción, por la paz y la felicidad de la familia; cosas para mí sagradas.
 

A
pretexto de tener que sacar a cierto amigo de un com­promiso de honor, logró Leonardo que su bonísima madre le hiciese un préstamo irredimible de cincuenta onzas de oro, de su caja particular. 
Con este dinero se apresuró el joven a tomar en alquiler una casa pequeña en la calle de las Damas, y con la misma premura se ocupó del ajuar. [..] Completados estos arreglos y altamente satisfecho de su obra, se dirigió a visitar a Cecilia y al llegar se encontró con una especie de arpía, con Nemesia, parada y fría, en medio de la sala de la casa en el callejón de la Bomba, cual estatua de llorona en el cementerio. Para su adentro sitió disgusto, y se esforzó en ser más amable y fino con la compañera y amiga de Cecilia.
 
–Llama a Cecilia.

–¡Qué la llame! ¿Eh? exclamó Nemesia con sarcástica son­risa. ¡Qué valor tiene el caballero!
 
–¿Se necesita de valor acaso para rogarte que llames a tu queridísima amiga?
 
–Le digo al caballero, -repuso Nemesia enfadada-, que yo no nací ayer, ni me mamo el dedo. Por Dios bendito, Nene, te juro que no sé de Cecilia desde hace cuatro días. 

–¿Se han peleado vosotros.? ¿La ha mortifi­cado tu hermano? ¡Ah! Dime, dime, por lo que más quieras en este mundo ¿qué ha pasado entre vosotros.? ¿Qué sabes tú?

–No me hallaba presente, repitió, pero una mujer de la casa, que vio cómo pasó la cosa, me contó que ayer por la tarde entró de repente El comisario Corta-piedra, preguntó por Cecilia y en cuanto ella salió, le dijo que estaba presa, la cogió por un brazo y sin más ni más se la llevó para no se sabe donde.
 
–Lo extraño es que Cecilia se dejara prender sin defenderse, sin averiguar el motivo de la prisión. ¡Ni que hubiera estado ella de acuerdo y avisada! Cosa que me resisto a creer. ¡Ay del miserable esbirro que le puso la mano encima! ¿No sabes a donde la llevaron?
 
–Nada hemos podido averiguar yo y José Dolores. El comisario se llevó a Cecilia en una volanta.
 
–¡Qué intriga! Tan infame, como audaz. Pero averiguaré la verdad y sea el que fuere el autor del ultraje, me la pagará con las setenas.
 
Sin más, partió Leonardo a la carrera en busca del comisario Corta-piedra, quien vivía en el recuesto de la loma del Angel, por el lado que mira a la Muralla. No se hallaba en casa y la querida informó al jóven que era posible estuviese en el pa­lacio de Gobierno, recibiendo órdenes.
 
Llegada la noche volvió Leonardo a casa del comisario y le encontró cenando con su querida.
 
–¡Ola! ¡Tanto bueno por aquí! exclamó el comisario muy risueño yendo al encuentro de Leonardo con la mano abierta y tendida. 

–¿Con qué autoridad prendió voz a Cecilia Valdés? -pre­guntó el joven imperiosamente-. 

–No con la que me ha investido el Rey Don Fernan­do de España, sino con la del señor Alcalde Mayor que firmó la orden de arresto a queja de un padre de familia.
 
–¿Qué Alcalde y qué padre de familia, se servirá voz de­cirme?
 
–No me es lícito revelarlo ahora. La conduje a donde se me ordenó.
 
–Importa poco que quiera voz echarla de reservado y de misterioso conmigo. He de averiguar la verdad y puede que todavía les pese al autor y al instrumento de esta intriga gro­sera e indecente.
 

Dicho lo cual, partió enojadísimo camino de su casa. En la noche se apareció en el Teatro de la Ciudad en busca de un hombre, cuyo puesto en el teatro sabía de antemano, pues como Alcalde Mayor debía presidir la función, desde el palco central en el segundo piso. Según calculó Leonardo a poco de concluido el primer acto, sintió pasos mesurados a través del salón, luego una mano que se posaba en sus hombros y de seguida una voz, que en tono dramático declamaba:


-¿Qué dice el amigo del valiente Otelo?
 
–¡Ah! ¿Eres tú, Fernando? Lo más distante que tenía de mi mente.
 
–¿Qué haces aquí tan solitario y perezoso?

–Vamos. ¿A qué negarlo? Tú estás enamorado y mal correspondido. Los síntomas todos son de amor. ¿Cuál es el origen real de tus cuitas? Confíamelas. Sabes que soy tu amigo.
 
–¡Mi amigo! -exclamó el joven con sonrisa irónica-. Creía que lo eras, pero me he desengañado que eres mi peor ene­migo. 

–¿Qué fecha tiene tu desengaño?

–La misma del flaco servicio que me has hecho. No sé cómo su memoria no te roe las entrañas.
 
–¿Va que has perdido el juicio? ¡Vamos, hombre! Ya caigo. Todo tu coraje nace... ¡Já! ¡já!
 
–No te rías; -dijo serio Leonardo-. No es esto paso de risa.

–¿Pues de qué es? -recalcó el Alcalde-. He aquí la primera vez, desde que nos conocemos, que te veo grave y ... bobo.
 
–No llames gravedad ni bobería a lo que toca en furor.

–Déjate de niñadas a estas horas. Tu enojo principal parece que es conmigo y si no estuvieras encalabrinado verías que lejos de odio me debes gratitud.
 
–No faltaba otra cosa, sino que tras de haberme herido por donde más me duele, esperes mi agradecimiento. ¡Qué frescura la tuya! ¿Sabias tú que Cecilia Valdés era mi mu­chacha?
 
–Lo supe el mismo día en que, según dices, te hice el flaco servicio ...
 
–¿Qué delito achacan a la muchacha para el atropello?

–Ningún otro, a lo que entiendo, que el de quererte demasiado.
 
–Si se han figurado que la triste huérfana no tiene quien la defienda, se engañan de medio a medio. Aquí estoy yo, que pondré el asunto en tela de juicio. 

–Mal harás, Leonardo; replicó el Alcalde con calma y dig­nidad. Mal harás, te repito. Por lo que a mí toca, tus lanzadas no me harían daño ninguno, rebotarían en la cota de malla de mi elevada posición, de mis títulos de nobleza y de mi valimiento aquí y en la corte. Por este lado soy inmune. Tu padre, tu bueno y honrado padre, vino a mi tribunal y esta­bleció querella en toda forma contra esa muchacha por se­ductora de un menor, hijo de familia rica y decente, con sus encantos y trapacerías.
 
–¿Con que tal es el epítome de la historia que te ha contado mi padre? ¡Escucha! Contempla ahora el reverso de la medalla. No hay tal seducción, engaño ni calabazas en este negocio. La muchacha es lindísima y me idolatra. ¿Por qué no había de corresponder a su amor? Pero resulta que desde chiquita viene papá siguiéndole los pasos, manteniéndola, vis­tiéndola, calzándola, celándola, rondándola, cuidándola mucho más y mejor de lo que jamas ha mantenido, vestido, calzado, rondado y cuidado a ninguna de sus hijas. ¿Para qué? ¿Con qué fines, preguntarás tú? Solo Dios y él lo saben.
 
–Eres injusto, muy injusto con tu padre y conmigo. Con él, porque no accedí a sus ruegos sino cuando me convencí plenamente de que eran rectas y santas sus intenciones res­pecto de ti, de la familia y de la misma Valdés. Conmigo eres injusto, porque viendo que tu padre estaba resuelto a cortar de cualquier modo, costara lo que costara, tus relaciones clan­destinas con la muchacha, decidí encerrarla en las Recogidas por un corto tiempo, digamos, hasta tanto que te recibes de bachiller y te casas como Dios manda y como conviene a tu clase y al caudal de tu familia. Que después, si te parece, volverás ... a los primeros amores.
 
Leonardo se quedó callado y pensativo y dijo luego con tibieza:

–¡Adios, Fernando!
 
Éste le detuvo por el brazo y repuso:

–No has de irte de esa manera, cual si hubiéramos reñido. Ven a mi palco: salu­darás a mi esposa y oirás a mi lado el segundo acto de la ópera. Para aliviar ciertos dolores no hay bálsamo comparable con el de una buena música. 

P
rodujo una verdadera revolución la entrada de Cecilia en la casa de las Recogidas. Su juventud, su belleza, sus lamentos, sus lágrimas, los motivos mismos de su prisión, <supuestos hechizos empleados para seducir a un joven blanco de familia millonaria de la Habana,> todo concurrió para inspirar curio­sidad, simpatía o admiración en las mujeres de varios colores y condiciones que cumplían términos más o menos largos de condena.
 
El guardador de estas ovejas descarriadas era un solteron verde, suerte de monigote, en quién los años, ni las penitencias habían domado las humanas pasiones. Hasta la fecha presente, solo habían ingresado en el establecimiento a su cargo, mujeres de baja extracción, viejas, feas y gastadas por los vicios. En condiciones bien diferentes vino Cecilia a aumentar su número.

Cecilia: Tal vez había pecado; pero de seguro que no por vicio, ni mala inclinación. Esto abonaban sus pocos años, su porte de­cente y modesto, su hermoso aspecto y el nácar de sus tersas mejillas. El dolor, la vergüenza de verse encerrada y confun­dida entre unas mujeres, conocidamente de mala conducta, era sin duda lo que la hacia prorrumpir en lágrimas y quejas con­tínuas. Tantos y tales extremos de genuino pesar eran incom­patibles con el delito. “¡Dios mio! ¡Dios mio! ¿Por qué culpas he merecido yo este tremendo castigo?”
 

El guardador se encontraba haciendo su ronda y en uno de esos momentos se le apareció María de Regla, con achaque de venderle frutas del tiempo y con­servas; negocio en que se ocupaba entonces. El hombre no queria comprar ni enredarse en una conversación que podia distraerle de sus agridulces pensamientos. Pero no por eso desistió de su propósito la vendedora.

–Otras veces me han comprado aquí frutas y dulces.

–No en mi tiempo. Sería cuando estaba el papanatas que suele reemplazarme.
 
–Está bien. El que manda, manda. Me iré; pero antes ¿no tendría la bondad de oírme el recado que acaba de darme un caballerito para el señor?
 
–¿Qué recado? Despacha; replicó con rudeza el hombre después de mirar fijamente a la vendedora.
 
–¿Tiene aquí el señor presa a una niña blanca?

–No tengo preso a nadie. No soy carcelero; soy un mero guardián de las recogidas por delegación del ilustrísimo señor obispo Espada y Landa. [...] ¿Qué pretende el tal caballero?

–Poca cosa. Quiere que el señor dé a la niña de su parte estas naranjas (escogiendo seis entre las más hermosas del tablero) y que le diga que él está metiendo empeños y gastando mucho dinero para sacarla cuanto antes de esta prisión. 

–¿Cómo se llama el caballero?

–La niña sabe; replicó María de Regla, marchándose bruscamente.
 
Dos ó tres días despues volvió esta, y el portero de las Recogidas no la recibió mal. Tenia nueva pretensión: la de hablar a solas con la presa en la prisión. 

–El caballero me dio para el señor esta media docena de onzas de oro, por si la niña necesitaba algo de comer, o de vestir, o cualquier antojo ... 

Este último argumento acabó por dar al traste con el resto de virtud o empacho del portero. Concedió la entrada. María de Regla encontró a Cecilia. 

–Mi nombre es María de Regla, humilde criada de su mer­ced y esclava del niño Leonardo Gamboa.
 
–¡Ah! -exclamó Cecilia poniéndose en pié y abrazando a su interlocutora-.
 
–¡Oiga! dijo ésta con sentimiento. La niña me reconoce y abraza como esclava del niño Leonardo, no como la madre de leche que soy de su merced.
 
–No, la abrazo por ambos motivos, sobre todo, porque su venida es nuncio de salvacion para mí. 

–Dígame, niña, ¿qué tiene en los ojos?

–Nada tengo en los ojos; -repuso Cecilia estragándoselos inocentemente-.

–¡Pobrecita! Su merced ¿está enferma?.

–-¡ Yo enferma! Nó, no; -dijo ella algo nerviosa-.

–Su merced ya es mujer del niño Leonardo.

–No entiendo lo que V.voz dice.

–¿Ha sentido su merced náuseas? ¿Así como ganas de vomitar?
 
–Sí, varias veces. Más a menudo desde que estoy en esta casa. Lo atribuyo a los sustos y pesares de mi injusta prisión.
 
–Uff. Ciertos son los toros. ¿No lo dije? La causa de la enfermedad de su merced es otra. Yo lo sé; lo adivino. ¿No sabe la niña que he sido enfermera por muchos años? ¿Que soy casada? Ya no hay remedio. Ninguno. ¡Pobre niña! ¡Ino­cente! ¡Desgraciada! A su merced le han hecho mucho daño, con esa carita tan linda que Dios le ha dado. Si su merced hubiera nacido fea, tal vez no le pasara lo que le pasa ahora. Estaría libre y seria feliz. Más ... lo que remedio no tiene, olvidar es lo mejor. En fin, diré al niño Leonardo el estado de su merced y segurito que se apresurará a sacar a la niña de esta maldita casa.
 
Afectaron fuertemente a Leonardo Gamboa las últimas nue­vas que de Cecilia le trajo la esclava. Sin pérdida de tiempo, como lo había previsto ésta, se evocó con su condiscípulo y amigo el Alcalde Mayor, que había decretado la orden arbi­traria de prisión, ante el cual hizo valer aquellos títulos, junto con esta circunstancia. Le reveló igualmente en secreto, el es­tado delicado de la muchacha. Derramó por todas partes el oro a manos llenas y tuvo la inefable satisfacción de ver coronados sus esfuerzos con el éxito mas completo hacía los postrimeros días del mes de Abril.
 

Cecilia era y ha sido siempre de él a pesar de la tenaz oposición de su padre. Al haber pagado tan alta suma de dinero, pudo al fin liberar a Cecilia y de la prisión la condujo a la casa que había alquilado en la calle de las Damas, ofreciéndole a Cecilia para su cuidado a María de Regla. No parecía que hubiese hombre más feliz sobre la faz de la tierra. Aún cuando todo esto se ejecutó con entera reserva de Don Cándido, nada ocultó Leonardo de doña Rosa.


Volando pasaba el tiempo con inconcebible rapidez. A fines de Agosto tuvo Cecilia una hermosa niña, suceso que, lejos de alegrar a Leonardo, parece que sólo le hizo sentir todo el peso de la grave responsabilidad que se había echado encima en un momento de amoroso arrebato.
 
A los tres o cuatro meses de esa union ilícita, fueron menos frecuentes y menos prolongadas las visitas de Leonardo a la casa de la calle de las Damas. ¿De qué valía que él colmase de regalos a la querida, que se adelantase a todos sus gustos y sus ca­prichos, si era cada vez más frío y reservado con ella, si no mostraba orgullo ni alegría por la hija, si no pudo lograr ja­más que cambiara siquiera por una noche la casa de los padres por la suya propia? [..] Doña Rosa, ademas, había averiguado por aquellos días la historia verdadera del nacimiento, bautizo, crianza y paterni­dad de Cecilia Valdés, contada ahora por María de Regla. 

–Estaba pensando, Leonardito, que es hora de que sueltes el peruétano de la muchachita ... ¿Qué te parece?
 
–¡Jesus! mamá; -replicó escandalizado el joven-. Seria una atrocidad.
 
–Sí, es preciso; añadió la madre en tono resuelto. Ahora, a casarte con Isabel.
 
Por carta de Don Cándido a Don Tomas Gomez, pidió doña Rosa la mano de Isabel para su hijo Leonardo, heredero pre­sunto del condado de Casa Gamboa.
 
En respuesta, la presunta novia, acompañada de su padre, hermana y tia, vino a su tiempo a la Habana, y se desmontó en casa de sus primas, las señoritas Gomez. Quedó pues apla­zado el matrimonio para los primeros días de Noviembre, en la pintoresca iglesia del Angel, por ser la más decente, si no la más cercana a la feligresía propia. La primera de las tres velaciones regulares se corrió el último domingo del mes de Octubre, pasadas las ferias de San Rafael.
 

N
o faltó quien comunicara a Cecilia la nueva del próximo enlace de su amante con Isabel Gomez. Renunciamos a pintar el tumulto de pasiones que despertó en el pecho de la orgu­llosa y vengativa, mulata. Basta decir, que la oveja de hecho se transformó en leona.
 
Al oscurecer del 10 de Noviembre llamó a la puerta de Cecilia un antiguo amigo suyo, a quien no veía desde su concu­binaje con Leonardo.
 
–¡José Dolores!, -exclamó ella echándole los brazos al cuello, anegada en lágrimas-. ¿Qué buen ángel te envía a mí?
 
–Vengo, repuso él con triste semblante y tono de voz te­rrible, porque me dijo el corazón que Cecilia podía necesi­tarme. 

–¡José Dolores! ¡José Dolores de mi alma! Ese casamiento no debe efectuarse. 

–¿Nó? ¡Nó...!

–Pues cuente mi Cecilia que no se efectuará.

Sin más, se desprendió él de sus brazos y salió a la calle. Cecilia a poco, con el pelo desmadejado y el traje suelto, corrió a la puerta y gritó de nuevo:

–¡José! ¡José Dolores! ¡ ¡A ella, a él, no...!


I
nútil advertencia. El músico ya había doblado la esquina de la calle de las Damas. Ardían numerosos cirios y bujías en el altar mayor de la iglesia del Santo Angel Custodio. Algunas personas se veían de pié, apoyadas en el pretil de la ancha meseta en que termi­nan las dos escalinatas de piedra. Por la que mira a la calle de Compostela subía un grupo numeroso de señoras y caba­lleros, cuyos carruajes quedaban abajo.

Ponían los novios el pié en el último escalón de la entrada a la iglesia, cuando un hombre, que venía por la parte contraria, con el sombrero calado hasta las cejas, cruzó la meseta en sentido diagonal y tropezó con Leonardo, en el esfuerzo de ganar antes que éste, el costado del sur de la iglesia: por donde al fin desapareció.
 
Se llevo el joven Leonardo la mano al lado izquierdo, dio un gemido sordo, quiso apoyarse del el brazo de Isabel, rodó y cayó a sus pies, salpicándole de sangre el brillante traje de novia de seda blanco. Rozándole el brazo a la altura de la tetilla, le entró la punta del cuchillo, camino derecho al corazón. [...]

Lejos de aplacar a doña Rosa el convencimiento, de que  Cecilia Valdés era hija adúltera de su marido y media hermana por ende de su desgraciado hijo, eso mismo pareció encenderla en ira y en el deseo desapoderado de venganza. Persiguió, pues, a la muchacha con verdadero encarnizamiento y no le fue difícil hacer que la condenaran como cómplice en el ase­sinato de Leonardo, a un año de encierro en el hospital de Paula. Por estos caminos llegaron a reconocerse y abrazarse la hija y la madre; habiendo ésta recobrado el juicio, como suelen los locos, pocos momentos antes de que su espíritu abandonase la mísera envoltura humana.
 

Por lo que hace a Isabel Gomez, desengañada de que no encontraría la dicha ni la quietud del alma en la sociedad dentro de la cual le tocó nacer, se retiró al convento de las monjas Teresas ó Carmelitas y allí profesó al cabo de un año de noviciado.



-FIN-