lunes, 13 de mayo de 2024

El cólera en La Habana

Ilustraciones de Hernán García

Adaptación: Roberto Fernández


I

En la primera noche del Carnaval del año de 1833 no había títere con cabeza, como suele decirse, que no estuviera en el baile de la Sociedad Filarmónica. Entendido se está que toda la concurrencia sería de personas decentes, que son las que deben y pueden asistir" a tal lugar. No sé si será efecto de la veracidad del espíritu humano, o si fue así; lo cierto es que ahora me parece que no ha habido un Carnaval en La Habana (de los que yo he visto, se entienda) tan loco y di­vertido como el de 1833.

 

Sería inútil pretensión describir los trajes, chistes, imper­tinencias y aun intrigas de las máscaras. Dejemos tal trabajo a algún curioso observador de nuestras costumbres, y entremos a tratar de lo que más atañe al asunto de esta historia. 


En aquel soberbio estrado donde presidía la elegancia y la hermosura, y a lo largo del cual paseaban los obsequiosos ca­balleros, deteniéndose a examinar cada belleza, descollaba una entre éstas, a quien era forzoso que a contemplar se detuviera todo hombre que tuviese ojos en la cara y corazón en el pecho. Aún me parece que la estoy mirando. Iba vestida con un túnico de gasa sobre viso color de rosa, y estaba colocada de manera que las luces de la araña caían sobre su rostro, como los rayos del sol en un espejo. ¡Pero qué rostro el de aquella muchacha! Muchas veces he soñado con una belleza ideal, y habría dado cualquier cosa por que se hubiesen revestido de humana forma mis fantasías, mas nunca llegaron mis ilu­siones hasta el punto de figurarme una joven como aquella; no porque fuese tan acabada su beldad, sino porque estaba circundada de un cierto no sé qué y encanto, que aunque el alma bien lo puede percibir y saborear, no es bastante a ima­ginarlo ni a definirlo.

 


No era blanca como las tibias hijas del Norte, porque el sol de los trópicos había derramado algunos leves tintes en aquel cutis tan terso y delicado, como el centro de un ca­racol. ¡Qué bien caían sobre aquella garganta, tan linda y torneada, los rizos de su cabello más negro que el azabache! Sus ojos, oscuros como el velo de la noche, derramaban, don­de quiera que se dirigían, luces de vida e ilusiones de ventura; y en su frente pura y serena tal me parecía que estaba viendo pasar los angelicales pensamientos de su alma, así como pasan las cándidas nubes por el azul inmaculado de los cielos. 


Delante de esta joven se había formado un cerco de ad­miradores, que hablando entre sí le tributaban mil elogios; pero lo particular era que ninguno de ellos la conocía, de modo que bien pudiera figurarse la mente exaltada de un poeta que aquella joven peregrina era un ángel que había descendido a la tierra para darle a los hombres una idea de las bellezas celestiales.

 

También las señoritas que iban caminando se detenían en­frente de la desconocida, pues ya su fama había volado por el baile, y querían satisfacer su curiosidad todas las damas; una de éstas, que pertenecía al número de aquellas mujeres con quienes la Naturaleza ha sido avara de sus dones, y que deberían adoptar el partido de hacerse amables, en vez de vituperar las ajenas gracias, después de haber mirado a la joven de pies a cabeza con un aire desdeñoso, le dijo a su compañero: 


–¡Vaya, vaya! ¡Esta es la linda! ¡La ponderada! ¡Qué no­veleros son los hombres! En cuanto se presenta una mujer nueva, todos se van tras ella como gansos.

 

–Muchas gracias por la lisonja, señorita -contestó el com­pañero, que la echaba de entendido con sus ribetes de malig­no-. En cuanto a esa dama, me parece que usted no la ha ob­servado bien, porque, a la verdad, es encantadora. 


La señorita hizo un gesto de desdén, y repitiendo entre dientes la palabra "encantadora,” añadió:


–¿Y de dónde habrá salido esa mujer?


–Por ahí han dado en llamarla "la linda cubana": no tengo otro informe de su genealogía. 


En esto se alejó nuestra pareja, y se ingirió al mismo tiempo en el grupo de los admiradores un elegante mancebo, que habiendo contemplado a la linda cubana, pues así la llamaremos por ahora, empezó a pedir informes de quién era.

 


–Hombre, Pepe -dijo nuestro elegante, dirigiéndose a un joven bajo de cuerpo, aunque arriscado, con rostro moreno, negra y abundante barba, de ojos vivaces y benévola sonri­sa-; Pepe, tú que conoces a todo el mundo, debes saber quién es esta muchacha.

 

–Yo te lo diré -contestó Pepe-; a esta muchacha la he visto yo por el Diorama; en la calle de la Amistad, me pa­rece; yo no sé cómo se llama; me dijeron el nombre, pero tengo tan poca memoria para nombres ... ¿Tú sabes quién te puede dar razón de ella? El licenciado Osorio, que estaba en su casa el día que la vi. 


–Esta muchacha -dijo uno que estaba pendiente de la conversación- es de la ciudad de Santiago de Cuba, y dicen que ha venido aquí a recoger una herencia. 


–¡Ah!, ya caigo; ésta debe ser una familia de que me ha hablado el licenciado. Dime, Pepe, ¿nadie la ha sacado a bailar? 


–Nadie: parece que como no la conocen; ninguno se ha atrevido. 


–Pues yo seré el que me atreva; la voy a citar para esta contradanza.

 

Nuestro joven se acercó a la dama y le hizo su petición; ella, antes de acceder, miró a la madre buscando alguna señal de aprobación, obtenida la cual admitió el convite. Le ofreció el mancebo su mano, y fueron a colocarse a la cabeza de una contradanza que se iba a principiar. No había máscara que no tuviese que decir alguna cosa a la pareja. 


–Adiós, linda cubana -le decía uno-.


–No en balde tiene Santiago de Cuba tanta fama por sus hermosas -decía otro-. 


–No te fíes de tu compañero -le decía un tercero al oído-.


–¿ Y quién es mi compañero? -preguntó ella con mujeril curiosidad. 


–¿Qué, no le conoces? -dijo el máscara-. Pues él no tie­ne careta -y diciendo esto se reía como de una ocurrencia muy graciosa.

 

–Bien, mascarita, yo conozco su cara, pero lo que quiero saber es su nombre.

 

–Pues bien, se llama Jacinto de Leiva, de familia rica y muy decente; mira si le puedes echar el guante, que no es un partido maluco.


El rostro de la joven se encendió, pues parece que no es­taba habituada a oír estas libertades, y vino muy a tiempo para ella el que empezase la música, y tener que salir bailan­do, pues así se desprendió del máscara.

 

Si bien estaba la doncella en el estrado, mejor parecía en la danza. Aquí fue donde desplegó toda la gentileza y donaire de su cuerpo, y por figurarse estuvo el joven con quien baila­ba que las formas de aquella hermosura tenían algo de aéreo, pues tal era la morbidez, el compás y la ligereza de sus mo­vimientos. 


Permítaseme, de paso, una observación, y es que las hijas de este suelo tienen cierta blandura de ademanes, una flexi­bilidad en sus miembros y actitudes, debidas tal vez a la vo­luptuosidad del clima, que las distingue mucho de las mu­jeres de otras tierras, y se deslizan en la danza con la misma suavidad y elegante presteza que la garza sobre las aguas, y que una vaporosa nube por los aires. 


Cuando acabó de bailar la contradanza volvió a sentarse la joven al lado de su madre. Estaba bañado su semblante de alegría; pero no aquella alegría de que se embriaga la coque­ta, si infunde admiración y rinde voluntades, sino de la pura alegría que experimenta una doncella cuando oye por la primera vez un lenguaje del cual se habían ya formado los ecos en el fondo de su alma. 


-¡Qué mozo tan fino, mamá! -dijo la niña-. Me ha pro­metido papeletas para el baile de Sublet, que es el último día de Carnaval, y ha quedado en ir a casa mañana en la tarde con el licenciado Osorio para que lo presente a usted. 


–¿ Y tú sabes quién es ese mozo, niña?


–Todo el mundo lo conoce aquí, mamá: no hay máscara que no le hable por su nombre; se llama Jacinto de Leiva, y me han dicho que es muy decente.

 

Siguieron conversando madre e hija cosas que ningún inte­rés pueden prestar al lector, mientras que el don Jacinto de Leiva hablaba a su vez con aquel joven, cuyo retrato hemos hecho, y a quien nombramos Pepe.

 

–¡Ay, Pepe de mi alma! -le decía-, ¡qué muchacha! Tal me parecía que estaba cercado de una atmósfera celestial, que llevaba una divinidad en mis brazos; su aliento me olía a per­fume del paraíso, y sin duda que hube de hablarle un len­guaje muy animado, porque noté que sus ojos brillaban con más fuego algunas veces, y que sus párpados se elevaban al cielo, como si quisiera irse a la morada de los ángeles.

 

–¡Fuego de Dios, qué poético estás esta noche! Ya tene­mos en casa un nuevo amor que te trastorne el juicio, pero a bien que a ti se te pasa pronto la inspiración, y entonces veremos qué tal te parece la linda cubana. Creo que como este arrebato has tenido lo menos dos o tres en la semana pasada, ¿no es verdad?

 

–Hombre, no hables tonterías. Te digo que esta mucha­cha me gusta, y tan de veras que mañana mismo voy a visi­tarla, y pierdo las narices si no consigo que me corresponda. 


–Pues, señor, que buena pro le haga al rematador -dijo el otro, usando una frase de venduta-. 


A este tiempo los rodearon una multitud de máscaras que los aturdieron con sus gritos atiplados y los inundaron de un diluvio de necedades. La linda cubana siguió bailando todo el resto de la noche, pues ya habían experimentado los jóvenes su disposición en la danza que bailó con Leiva, y cuando el lucero del alba anunciaba la venida del día, bajó las escaleras de brazo con el favorecido joven que la acompañó, haciéndole la corte a ella y a su madre, hasta el estribo del carruaje.

 

II


Era el licenciado Osorio, a quien hemos mentado en el ca­pítulo antecedente, un abogado ramplón, si los hay, que nunca hubiera tenido muchas medras a no ser por la fama de práctico que supo granjearse entre los oficiales de causa y picapleitos. Podremos decir en descargo de su incapacidad fo­rense que había emprendido la carrera sin vocación, pues más se le alcanzaba al licenciado de cocina y buenos platos que de leyes, y más recetas y curaciones milagrosas sabía que una vieja mendigante. Estas eran sus virtudes domésticas; pero no les iban las cívicas en zaga. Daba contento oírle cuando, echando un polvo de tabaco, empezaba a trazar mercados, componer calles, limpiar zanjas, tirar caminos y, saliendo mu­chas veces del estrecho círculo de tareas municipales, se en­golfaba en el maremagnum de la política, desentrañando se­cretos de gabinete y dirigiendo las altas potencias a su voz. En fin, para repostero, médico y diplomático, cada profesión de por sí, o todas reunidas, valía lo que pesaba; pero en verbo de abogado, es menester confesarlo, la había errado.

 

No obstaba esto a que fuese honrado por demás, y exce­lente padre de familia, que, por cierto, tenía mucha. En la mañana que sucedió al baile de máscaras, se hallaba precisamen­te ocupado en la función médica de untarle el vientre a uno de sus chicos con no sé qué unto, para calmarle cierta 

irrita­ción, a tiempo que recibió una esquela de Jacinto de Leiva, anunciándole que estuviese listo a las cinco de la tarde, que iría a buscarle para que lo presentase en casa de una cliente suya.

 

Le causó sumo contento esta ocurrencia, pues había antiguas relaciones de amistad e interés entre ambos caballeros; a lo que se agrega que el licenciado estimaba como una prueba de la amenidad de su trato y de su influencia social el cautivar la atención de un distraído elegante, y servir de introductor a un joven rico y bien nacido.

 

Concluyó más de prisa su tarea, y dándole orden a su señora esposa, que estaba abanicándose en un sillón, para que man­dase poner la mesa, se fue en persona a la cocina, pues no era función ésta que el buen licenciado delegaba a nadie. Exami­nó si el caldo de la olla estaba bien cuajado: reconvino al cocinero por el inmoderado uso del ajo en ciertos platos, y disponiendo cómo habían de servirle un bacalao a la vizcaína, condimentado por él mismo, se fue a la mesa a esperar la comida, pues ya sonaban las dos en las campanas de todas las iglesias.

 

Fue puntual el joven a la cita, y a las cinco de la tarde ya marchaba con el licenciado a su destino. Le. instruyó éste por el camino de todo lo concerniente a la familia que iban a visitar. 


–La señora -le dijo- es natural de Santiago de Cuba, de muy buena familia. No sé si usted habría oído mentarle a su madre a don Benigno de Acacia. El y yo visitábamos mucho la casa del abuelo de usted. ¿ Usted me entiende? 


–Sí, me parece que lo he oído mentar, y yo aquí en La Habana conozco a unos Acacias.

 

–Pues, señor, pariente de esos, pariente. Yo le diré a usted. El tenía otro hermano que se casó aquí con doña Francisca Ordóñez, de quien son hijos esos Acacias que usted conoce, que ahora están en Matanzas. ¿Me he explicado?


-Sí, señor.


–Pues, señor, la muchacha ésta es prima de esos Acacias.


–Hija de don Benigno, ¿no?


–Allá voy. El don Benigno fue a Cuba, a desempeñar una tenencia de Gobierno, y me dejó sus poderes en La Habana. Allí conoció a doña María de la Rosa, que estaba entonces como su hija ahora y se enredó de patas, como se enredará usted, y como me enredé yo, que ya tengo ocho hijos al coleto ¿He dicho algo?

 

–Bastante, licenciado. ¿Y con qué objeto han venido a La Habana?

 

–A eso iba. El don Benigno era hombre muy laborioso, pero de constitución rebelde, y tiene usted que su tempera­mento lo mató, amigo, lo mató. El era encogido de hombros, tenía los pulmones muy comprimidos, y yo siempre le estaba diciendo: Benigno, guárdate de una tisis, y así fue camarada, porque tengo boca de profeta; le atacó una tisis, que dio con él en el camposanto en tres meses. ¡Buen sujeto era, bueno!

 

–¿Y qué tiempo habrá que murió?


–Hace año y medio. Nos criamos juntos, y se acordó de mí hasta la hora de su muerte.


–Vuelvo a preguntarle a usted, licenciado: ¿qué objeto las ha traído a La Habana?

 

–Le diré a usted. Don Benigno tenía un ingenio en Ma­tanzas a la mitad con ese otro hermano, de quien hemos hablado, y la viuda ha venido a arreglar los asuntos de la compañía, para lo cual me ha nombrado su director, y como es natural, ha traído a su hija, que se llama Angélica.

 

–¡ Lindo nombre!

 

–Ya lo sabía usted, ¿eh?


–Sí, anoche me dijo que así se llamaba.


–Pues sépase usted que es hija única, y que tiene muy buena educación, muy buena.

 

En estos coloquios iban entretenidos ambos caballeros, cuan­do el licenciado, que guiaba el carruaje, mandó parar a la puerta de una linda casa de zaguán, con dos ventanas a la calle, y aca­bada de fabricar, de modo que estaba toda flamante, pintada con el más primoroso gusto, y respirando novedad y frescura. Al ruido que hizo el carruaje se asomó una joven a la ventana, y sus curiosos ojos se encontraron con la mirada ávida y 

pe­netrante del caballero, que estaba a la puerta y que se detuvo como si le diesen un tirón, para hacerle una misteriosa incli­nación de cabeza antes de pasar adelante.

 

La joven, como ya habrá adivinado el lector, era Angélica. ¡Angélica! ¡Qué encanto no tiene para el corazón el nombre de la mujer a quien se adora! Es como la palabra mágica que sirve de conjuro a algún espíritu. Toda el alma se estremece al escucharlo y es más consolador, más deleitoso, más divino, que la música de las canciones que oímos en los días de nuestra felicidad, que los primeros ecos de la lengua nativa oídos en un país inculto y extranjero, y que los acentos de la voz humana después de haber vagado errante por el desierto entre las fieras. Para un ser indiferente nada tiene de significativo la combinación de dos o tres sílabas; pero para el que ama, aquella palabra es el emblema de su felicidad, así como para el cristiano, por ejemplo, el solo signo de la cruz es la historia entera de su redención. 


El caballero y el licenciado fueron bien recibidos de ambas señoras, según era de esperarse; la conversación, como en visita de etiqueta, fue general, y nada ocurrió en ella de interesante para nuestros lectores, si exceptuamos las miradas y apoyaturas de voz con que iban algunas palabras 

acompa­ñadas. 


Sin embargo, de ser la primera, se alargó bastante la visita, pues el licenciado poseía la virtud de no acabar nunca una conversación, y Jacinto sabía despertar la curiosidad y el interés de tal manera que todo asunto era nuevo en su boca, y daba ocasión a que le hiciesen preguntas, y le dieran contestaciones, en que se iba pasando el tiempo sin sentir. 


No era Jacinto de Leiva uno de estos hermosos personajes de novela; su figura no pasaba de regular, y aun para muchos era feo; pero en esta misma circunstancia estaba su mayor mérito, pues nunca los hombres muy bellos han sido los más interesantes en el mundo, sino en las leyendas. Tenía tal gra­cejo y elegancia, sabía revestir sus pretensiones de tal idealismo y desinterés, y era tanta la vehemencia y brillantez de sus discursos, que toda mujer de talento había de amarle, y las necias, por lo menos, se lisonjeaban.


Añádase a esto, que po­seía el don de animar toda concurrencia, y que así que se marchaba, se sentía su ausencia, como el violín cuando cesa de tocar en un concierto. Las muchachas citaban a cada paso sus dichos y opiniones; no se olvidaban nunca de sus finezas, ni de los parajes donde lo habían visto, y en la casa que visi­taba, a cada punto equivocaban el nombre de todos los con­currentes con el suyo.

 

Dotes eran éstas, que a querer prevalerse de ellas hubieran hecho demasiado peligroso en la sociedad a nuestro caballero; mas él tenía en alta estima la virtud, y profesaba mucho res­peto a las costumbres públicas para comprometer su opinión en escandalosos galanteos. No dejaban de achacarle, sin em­bargo, algunos ocultos amoríos, y el aire de misterio con que se referían estas aventuras despertaba, naturalmente, a su favor, la curiosidad y el interés del bello sexo.


Nuestra joven cubana no conocía, sin embargo, la repu­tación del caballero, y en el interés que él logró inspirarle, no tuvo parte otra cosa que aquella oculta inclinación que llaman simpatía, la cual parece que nos va arrastrando por entre todos los entes de la creación sin fijarnos en ninguno, hasta que nos conduce al lado de aquel ser que ha de duplicar nuestra existencia; así el polen de las plantas atraviesan en alas del viento los bosques y los prados, y no va a caer sino, sobre la corola de la flor a que la naturaleza lo destina.

 

En el tiempo que ha empleado el lector en leer el retrato de Jacinto y mis cortas observaciones, llegó la hora en que le pareció a nuestro caballero ya oportuno el despedirse, y des­pués de haberle pedido una contradanza a la joven para el baile del día siguiente, se puso en pie, e invitó a lo mismo al licenciado, que estaba intrincado con la señora en el laberinto de una conversación que no bastara el hilo de Ariadne para salir de ella, y así lo mejor era darle, cual otro Alejandro, al nudo Gordiano, un corte con la despedida. Antes de que par­tiera, le hizo la señora a Jacinto los cumplidos y ofrecimientos de estilo, pero con la mejor fe del mundo, y cuando se 

des­pidió, se asomó la linda niña a la ventana para recibir su última salutación, y aún esperó allí a que sacase el caballero dos tres veces la cara por el postigo del quitrín, antes de qui­tarse.


Y no era esto por cierto coquetería, sino aquel delicado instinto que conduce a las damas a manifestar de un modo indirecto su inclinación, sin que nadie sea osado a censurarlas, y ni aun el mismo favorecido se atreva a confiar en tales preferencias, a pesar de que comprenda la intención que ellas envuelven.

 

III 


Una tarde, después del Carnaval, estaba la joven Angélica sentada a la ventana en un taburete, y su madre al lado de ella en un sillón. Hablaban madre e hija de lo divertido que habían estado las máscaras.


 

–¡Ay, mamá! -decía la niña-: ¡Qué alegre es La Haba­na! Nosotras debíamos quedarnos aquí de asiento.


–Muy lejos está el que nos vayamos todavía.


–¡Cuánto me alegro! Jacinto de Leiva me ha dicho que se está haciendo por conseguir licencia para el baile de Piñata, que toda la gente está muy embullada. ¿Y nosotros iremos también; no, mamá? 


–Como tú quieras, hija mía; pero por ahí andan voces de que el cólera se ha introducido en La Habana, y esto de dar baile en un día de Cuaresma no me parece muy bueno para aplacar la ira del Señor.

 

–¡Qué pensamiento tan triste, mamá! ¿No dicen que en esta Isla nunca ha habido pestes?

 

–No tan calvo, hijita mía, que bastante gente se ha muerto de la viruela y el colorado; pero no se puede negar que la Santísima Virgen nos ha mirado siempre con predilección, pues nunca hemos sufrido las calamidades de otros pueblos.

 

–¡Ay, mamá!, por ahí viene el quitrín de Leiva, y creo que trae al licenciado, porque distingo dos personas. Sí, sí, ellos son. Me alegro que venga el licenciado; con eso la dis­traerá a usted hablándole de sus asuntos. En efecto, el quitrín paró a la puerta, y un instante después ya estaban en la sala el licenciado y Jacinto.

 

Nuestros jóvenes se saludaron como personas que aunque hacía tan corto tiempo que se trataban ya habían establecido entre sí tal comunión de sentimientos que sus almas y sus inteligencias se tocaban. No parecía Jacinto tan alegre y jovial como de costumbre, y la joven le preguntó con interés cuál era, la causa de tal alteración.

 

–Corren noticias muy desagradables, señorita: se asegura que el cólera está en La Habana, y en este barrio de San Lázaro ha muerto positivamente de él un tal Soler.

 

–¿Y qué? ¿Por uno que ha muerto se va a conocer que es el cólera?

 

–Ese es el que se sabe, aunque los médicos aseguran que es el primero, y se vanaglorian de haberlo caracterizado al instante, cosa que no ha sucedido en ninguna parte.

 

–No hay que creer nada todavía -dijo el licenciado-; siempre ha habido en La Habana enfermedades de esa especie por este tiempo, y cuando estaban los barracones en el Paseo, había una gran mortandad todos los años. 


–Pero el que ha muerto ahora -expuso la señora, no es negro, licenciado.


–Sin embargo, señora, sin embargo; ese sujeto había pasado corriéndola todo el Carnaval ¿y cuál quería usted que hubiese sido el resultado? Ese es el fruto que se saca de las más­caras. 


–¡Qué máscaras, licenciado! -le interrumpió Jacinto-. Entonces se hubiera muerto media Habana. ¿Y cómo me explica usted lo que sucedió en Matanzas?

 

–¿Qué sucedió? -preguntó Angélica-.


–Que estaban unas cuantas niñas de un colegio reunidas en una sala, y pasó una ráfaga de aire que las enfermó a todas simultáneamente, y no sé si murió alguna.

 

–¡Jesús de mi alma! -exclamó la señora-.

 

–No hay que temer, no hay que temer, señora -dijo el  licenciado-; aunque sea cierto que venga el cólera, obser­vando un buen régimen, no hay cuidado. 


Diciendo estas palabras el licenciado, se oyó el ruido de un carretón de los del tráfico, y vieron que venía en él atravesado un ataúd, cosa que por ser fuera de costumbre llamó la aten­ción de todos, y asomándose el licenciado a la ventana, le preguntó al carretonero:

 

–¿Qué muerto es el que lleva ahí, muchacho?


–Un moreno que se murió del cólera en el manglar, señor, y el teniente del barrio me cogió para que lo llevase corriendo al camposanto.

 

Se quedáron pálidas las dos señoras, y suspenso el caballero al oír esta noticia; pero el licenciado, hombre impasible cuando se trata de enfermedades, pues se creía invulnerable bajo el protector escudo de la medicina, continuó diciendo:

 

–Es lo que digo, habiendo buen régimen, no hay cui­dado. De esta enfermedad no muere sino gente pobre y des­arreglada. En primer lugar, no comer ninguna cosa pesada; nada de frutas ni de dulces; que el estómago se conserve siempre en calor. Para esto recomiendan los médicos el uso del té, y de alguna bebida espirituosa; yo me tomo todos los días a las once un trago de aguardiente de caña con azúcar, y me va perfectamente. Ahí en una botica han salido de venta unos pomos de no sé qué espíritu, que dicen ser muy eficaz en el momento que invade la enfermedad; bueno será comprarlo, y llevarlo en el bolsillo o el ridículo, junto con un turrón de azúcar para empaparlo en el tal espíritu y tomarlo en caso necesario. El uso del agua de soda también dicen que es excelente, porque corrige los ácidos del estómago. Por supuesto que es necesario desterrar la ensalada y toda menestra, y no hacer uso de ninguna salsa: carne asada, y nada más; pero lo que dicen que preserva sobre todo es el tabaco; de manera que con llevar uno su puro en la boca, bien puede tenérselas tiesas con el señor cólera, y mire usted si en La Habana hay quien fume. ¡Bendita sea la tierra en que ha colocado Dios tan útil y deliciosa planta! 


Trazas llevaba el licenciado de no dejar meter baza a nadie, si la señora, aprovechándose de la suspensión en que dejó su discurso con la última exclamación, no le hubiera interrumpido diciéndole:

 

–Yo, por mi parte, no pienso que se haga ninguna inno­vación en casa; acá tenemos un médico muy arreglado; y si nos sucede alguna desgracia, será por voluntad de Dios, no por disparates. 


A todas estas permanecía Jacinto cabizbajo, y con­testando por monosílabos a la señorita, que en vano procuraba interesarlo en alguna conversación.

 

–¿Qué tiene usted, Leiva? -le preguntó por último-. Pa­rece que está usted muy impresionado con el asunto del cólera. ¿Tiene usted miedo?

 

–¿Sabe usted lo que es el cólera, Angélica? ¿Tiene usted noticias de lo que es una peste?

 

–Yo sé lo que sabe todo el mundo, y es que el cólera ha matado mucha gente.

 

–Pues confórmese usted con saber eso y nada más, que yo no quiero impresionar su ánimo ofreciéndole el lastimoso cuadro de una ciudad apestada. Lo único que le diré a usted es que la más sangrienta guerra, con todos sus horrores, pare­cería una fiesta en comparación de una peste.

 

–Muy horrible debe ser cuando sólo el anuncio de ella lo ha puesto a usted de un humor tan negro. Me parece que sería mejor variar de conversación, porque ésta, a la verdad, es muy triste, y sea dicho sin que usted se ofenda, caballero, muy poco galante.

 

Razón tenía la joven en decir esto, aunque poco provecho sacó de su advertencia, pues por más giros que se le dieran a la conversación no sólo en aquella tertulia, sino en todas las de La Habana, no había discurso ni asunto, por extraño que pareciese, que al cabo no fuera a parar en el tema universal del cólera, así como los ríos por muchas revueltas que tengan siempre van a terminar en el océano su carrera. La mayor singularidad que representaba esta monomanía era la de ser los hombres los más pertinaces en ella, y en vano trataban las damas de distraer la atención y fijarla en otra cosa, pues ni los jóvenes más finos se cuidaban de faltar indiscretamente a la galantería, ni de incurrir en la tacha de medrosos. Anuncio fue esto del raro fenómeno que se ofreció a nuestros ojos en el rigor de la epidemia. La tímida y débil mujer se revistió de la fuerza y ánimo varoniles, y el hombre tuvo que aban­donar sus atributos de protector, para entregarse ignominio­samente a los cuidados del sexo protegido. Delicada es la investigación de las causas, cuya influencia pudieron producir este fenómeno; yo me guardaré bien de entrar en ella, y sólo pondré aquí algunas observaciones fundadas en el conocimiento que todos tenemos de la naturaleza y condiciones del bello sexo. 


La mujer que se estremece al aspecto de aquellos peligros que afectan estrepitosamente los sentidos, porque su fibra es más delicada que la del hombre, despliega una constancia he­roica cuando tiene que someterse a la resignación y el sufri­miento. Su posición social la obliga a ejercitar continuamente esta especie de valor pasivo, y podrían citarse muchas víctimas de la tiranía doméstica, en cuya boca vemos vagar la sonrisa de los mártires, hallándose en las mismas circunstancias, en que un hombre se lanzaría al crimen, o se pegaría un pistoletazo. 


Pero no está en esto la explicación de todo; la mujer, emi­nentemente sensible y generosa, nunca ama más, ni piensa menos en sí, como la historia lo comprueba, que en las pú­blicas calamidades.

 

Entonces todo su ser se convierte en amor, y las miserias que arrancan del corazón del hombre el brillante prestigio de la vida, y lo conducen a la indiferencia, el egoísmo, o la des­esperación, parecen despertar en ella, por el contrario, las más nobles y angelicales pasiones, y las vemos sacrificarse por los objetos de su ternura con el más ardiente cariño y entu­siasmo. 


En cuanto a nuestra cuestión tópica de si las mujeres tu­vieron menos miedo que los hombres en La Habana, me atreveré a aventurar la aserción de que tal vez no habrá suce­dido lo mismo en los pueblos septentrionales que el cólera haya visitado, y es la razón, que en los climas cálidos parece ejercer el hombre mayor tiranía sobre el sexo débil, y gusta de abandonarse a su cuidado, porque siente la continua nece­sidad del amor y del halago, que debilita en su alma los resortes de la energía; no así en aquellos climas donde falta tan pode­rosa atracción entre los sexos, porque el hombre adquiere allí el hábito del aislamiento, y el de bastarse a sí mismo en sus domésticas penalidades. No quiere decir lo expuesto, sin em­bargo, que todo hombre se acobardó, sino que en general las mujeres temieron menos que los hombres; pero de entre éstos los hubo que se complacían en contar el número de las víctimas en el mismo campo de la muerte y los hubo que se aprovecharon de la consternación y el público abandono, para provocar la ira de los cielos con todo género de acciones cri­minales. 


Mis amables lectores perdonarán esta enfadosa digresión, que no he podido excusarme de ella, por ciertas presunciones que tengo acá para mi coleto, de que algún día allá en los siglos venideros, desentierre del fondo de alguna arca de papeles des­echados, el único ejemplar que reste de esta obra, húmedo y apolillado, algún fantástico novelista o curioso anticuario, y le sirva a aquél para argumento de una leyenda romántica, como entonces se llamaren, y a éste para ilustrar algún punto dudoso en la historia de las pestes.


Perdón pido de nuevo, pues parece que hoy se ha desarro­llado en mi cerebro el órgano de las digresiones, y casi tengo que violentarme para tomar de nuevo el hilo de esta historia, e irme en busca de los personajes de ella, los cuales, sin cui­darse en nada de la materia que podían haberme dado para concluir más airosamente este capitulo, ya habían disuelto su tertulia, y se hallaban gozando de las delicias del sueño, si no es que tuviesen algún cuidado que los desvelara.


Continuaban reuniéndose todas las noches Jacinto y el licen­ciado en casa de la joven cubana, pero la tertulia había cam­biado enteramente de carácter. En vez de aquellas cortesanas pláticas en que tanto brillaba la discreción y galantería del enamorado mancebo, sólo se trataba ahora de higiene, de métodos curativos, de las conversaciones del pueblo, del nú­mero de los casos, y todo esto se refería con aquel tétrico y pavoroso colorido que presta el terror a las palabras; de modo que nuestro caballero de tan galán y discreto como era se había convertido por la omnipotencia del cólera, a la manera de otros muchos, en un solemne mentecato.

 

En la ciudad, entretanto, a cada día que pasaba se iban disipando las lisonjeras dudas de los incrédulos, y aumentán­dose la consternación y el miedo de los creyentes en el cólera. 


Al principio, como la epidemia se cebó de preferencia en aquellos barrios distantes, en donde habita la parte más mise­rable de la población, se forjaron entre la gente pobre y de color mil fábulas en que atribuían a causas odiosas y extra­vagantes el origen del mal que los afligía, y murmuraban con encono, al ver que las personas de viso y acomodadas se conservaban ilesas como por encanto. Estos, por su parte, no dejaron de lisonjearse con la idea de que la enfermedad sólo invadía a la gente miserable; pero el tiempo vino a traer bien pronto el bárbaro consuelo de los unos, y el cruel desengaño de los otros.

 

Y a se iban escaseando los corrillos del paseo de extramuros y demás parajes públicos, en los cuales se ventilaban al princi­pio las acaloradas cuestiones sobre el cólera: señal era ésta de que ya en todos había entrado la convicción y el desaliento, y de que la peste se rebullía de los lugares donde parecía haberse aposentado, y que asentaba indistintamente su garra sobre todas las clases de la sociedad. Pocos eran los carruajes de particulares que levantaban con sus ruedas el sosegado polvo de las calles, y en lugar de ellos veía la curiosa doncella, que se asomaba a la ventana al sentir las herraduras de un caballo, cruzar por las esquinas, como un ave de mal agüero, alguna volante de alquiler con un negro ataúd atravesado en el pe­sebre, u otra a cuyo lado brillaba la macilenta luz del farol que acompañaba al Santo Oleo. Lo que más subió de punto la consternación del público fue el ver henchirse de enfermos los nuevos hospitales establecidos por el Gobierno, y sentir el sordo ruido de los carros construidos de antemano para conducir los cadáveres, y cuyo uso había hecho indispensable el exceso de la mortandad. 


Multitud de familias huían de la ciudad, y se llenaron de gente los pueblos comarcanos en donde la epidemia no se había manifestado. Las personas que aquí quedaban vivían segregadas de todo trato y comunicación, de modo que La Habana parecía el cadáver de lo que había sido; todo en pavoroso silencio y abandono; los pleitos sin curso, el comercio paralizado, las calles sin vivientes. 


No deja de ocurrírseme la idea de que será fastidiosa para la mayor parte de mis lectores la relación de un hecho que ellos habrán observado, cuando menos, tan bien como el que escribe; pero dos razones me han inducido a referirlo: es la una, que muchos pusieron pies en polvorosa en cuanto se sintieron husmeados por el toro, y para estos tales mi historia tendrá tanta novedad como la más peregrina leyenda, y es la otra, que según he dicho, tengo mis barruntos de que este libro sirva de algún provecho a la posteridad, y no quiero sacrificar mi gloria póstuma a la intolerancia de aquellos que no gustan más que de sus propias observaciones. 


Volviendo a nuestro amigo Jacinto de Leiva, sin embargo del miedo, no había dejado de asistir a su tertulia ninguna noche todavía: eso sí, con todas las precauciones que su pru­dencia le dictaba, envuelto en una ancha capa para evitar el contacto del aire, con el tabaco en la boca, y siempre en com­pañía del licenciado, pues de otro modo dudamos que hubiese osado atravesar las desamparadas calles. Era el licenciado un excelente amigo de epidemia, pues su conversación, que en tiempos salubres apestaba a botica y enfermería desde cien leguas, tenía en las actuales circunstancias un poderoso en­canto, puesto que él hablaba como facultativo de todas aque­llas miserias de la humanidad, las cuales no se mencionan entre gentes de buen tono, y que habían llegado a ser, sin embargo el más interesante tema de las conversaciones. 


Una tarde estaba la joven Angélica sentada en la sala de su casa y esperando con impaciencia la llegada de sus tertu­lianos, pues tardaban ya más de lo acostumbrado. A cada ruido que oía en la calle se asomaba al postigo de la ventana, que era el único claro por donde entonces se le permitía la entrada al aire exterior, y eso, en caso de alguna cosa curiosa como la nuestra, pues ya se hubiera alegrado cualquiera de dar con un mago de aquellos de otros tiempos, que lo hubiese encerrado herméticamente en su cuarto sin comer ni beber a manera de los encantados.

 


Se asomó una vez al sentir un ruido sordo y desusado, y vio venir un carretón a semejanza de los que usan los hospitales, pero mucho más grande, todo de madera y pintado de color de sangre. Desde luego conoció que era aquél uno de los carros destinados a conducir los cadáveres de los coléricos, pero fuese por curiosidad o por dominar un movimiento de terror de que se sintió agitada, permaneció fija en el postigo. Dos hombres blancos conducían el carro; iba el uno montado sobre la bestia que lo tiraba, y el otro sentado encima de la cubierta, sin cuidarse nada de que bajo aquella delgada tapa llevaba apiñadas y humeando una parte de las víctimas de aquel día, y alguna de ellas tal vez aún palpitante.


Tenía este último hombre un rostro más bien de bestia que de humano. Su frente era estrecha, y el nacimiento del pelo casi se le confundía con las cejas, que eran anchas y pobladas. Sus ojos no tenían color determinado, y circundaba sus órbitas una lista roja, efecto del aguardiente, y la pupila fija y chis­peante se parecía en su expresión a la mirada de una hiena hambrienta cuando contempla bajo sus garras un cadáver. Fuertes sus miembros y corpulentos, bien se echaba de ver que se habían endurecido con el rigor de la intemperie, el látigo y las prisiones, y en fin, para hacer en una palabra su retrato, este individuo parecía el tipo ideal de un asesino. Y lo era en efecto, porque como todo el mundo sabe, en aquellas críticas circunstancias hubo que echar mano de los malhechores, porque a no haberse hecho así se hubieran que­dado insepultos los cadáveres.

 

Al pasar este hombre enfrente de la joven, contrajo sus labios una risa brutal y maligna, que descubrió sus espesas encías y ennegrecidos dientes, y le dijo con bronca voz y aire desfachatado a la doncella: 


–¿Quieres venir, buena moza?


La joven hizo un gesto de horror y sorpresa, que fue notado por el del carro; Éste soltó una carcajada, y agregó con mayor insolencia:

 

–¿Qué? ¿Tienes miedo, palomita mía? Pues haz por librarte, que el gavilán anda bien cerca.

 

La niña se quitó del postigo, y no oyó más; pero la fisono­mía de aquel hombre, y el aspecto del carro, quedaron en su imaginación tan profundamente grabada, que como una visión la perseguía por todas partes. Para aumento de pena y sobresalto, Jacinto no venía y las horas pasaban, hasta que llegó la de recogerse.


El no haber faltado ninguna tarde hasta entonces ni él ni el licenciado, indujo a la joven a creer que les habría ocu­rrido alguna desgracia, cosa nada extraña. Manifestó a la madre sus temores, la cual procuró con buenas razones sosegarla; pero la pobre niña pasó una noche agitadísima, y turbada de mil sueños borrosos, en los cuales venía a mezclarse con 

fre­cuencia la memoria de Jacinto, con el tétrico espectáculo del carro, y el rostro salvaje del hombre que lo conducía. 


Al día siguiente muy temprano fue su primer cuidado mandar a saber en casa del licenciado qué novedad había ocurrido. El mensajero trajo por respuesta que el caballero Leiva había estado indispuesto aquel día, y que como él (el licenciado) no tenía carruaje, no había podido ir en casa de las señoras. Aquel mismo día recibieron un recado de Jacinto que calmó algún tanto los temores de Angélica. Como ella apenas tenía relaciones en esta ciudad, no había experimentado del cólera todavía más que la soledad espantosa que la rodeaba; pero cuando temió ver roto el vínculo más delicioso que la ligaba a una tierra forastera, entonces empezó a comprender toda la fuerza de aquella pregunta que le había hecho Jacinto:


– ¿Sabe usted lo que es el cólera, Angélica?

 

Aquella tarde se sentó en la sala como de costumbre, y cogió un libro para distraerse. Sabía ella el italiano, y acertó a dar con la novela de Manzoni I promessi esposi, (Los Prometidos) que antes de la epidemia le había prestado Jacinto. Abrió por aquel paraje en que el autor describe la peste de Milán, único asunto que podía contraer su atención, porque se hallaba tan poseída de una idea semejante, que ningún otro sería poderoso a distraerla, y sólo aquél, halagando sus pensamientos, podría sacarla de los campos de la realidad para lanzarla en los campos de la imaginación. Llegaba precisamente al pasaje aquél en que le entrega una madre su hija a los sepultureros, descrito con tan maestra mano por el autor, cuando sintió venir el carro del día antes. 


Había logrado, en efecto, distraerla la novela, pero el ruido que escuchaba la volvió en su acuerdo. Por un impulso que no pudo dominar abrió el postigo para asomarse y se en­contró facha a facha con el hombre del día anterior.

 

–¡Ja, ja! -le dijo éste-, ¿con que te asomas a verme, santísima? Eres la única cara viva que he visto desde ayer en una ventana. Mira, preciosa, no dejes de salir mañana a decir­me adiós que te traeré buenas noticias. Hoy llevamos aquí catorce muertos, y ayer fueron dieciocho. 


La joven se quitó prontamente arrepentida de su curiosidad. Al bajar de la ventana se tendió suspirando en un sofá, y allí pasó toda la velada sumergida en las más tristes cavilaciones. 



Amaneció el 21 de marzo, día de amarga recordación para La Habana. El sol, dividiendo la línea equinoccial, difundía por iguales partes su luz a todas las regiones de la tierra, y parecía alzarse más esplendoroso que nunca a solemnizar la fiesta de las flores. En el cielo, en los campos, en el aire todo era amor y poesía; pero que el alma contemplativa que con­servaba suficiente serenidad para admirar el cuadro de la natu­raleza se guardase de fijar sus miradas en el hombre. El trán­sito de un espectáculo a otro, sería más horrible y tormentoso para su espíritu, que lo fue para el ángel rebelde la caída de la luz a las tinieblas, y podría compararse el efecto de este contraste, al que sentiría un enamorado que embebido en contemplar las gracias de su amada se mostrase de repente a sus ojos toda la asquerosidad y miseria del esqueleto que se ocultaba bajo la cubierta de tan bellas formas. 


¿Se hallaría en toda La Habana un corazón que palpitase de amor en aquel día? ¿Habría quien pensase en la unión simpática de dos almas, en la abnegación de su cuerpo y sus potencias, cuando todos los sentimientos humanos parecían haberse reducido a uno solo; el de la propia conservación? Si en aquellas circunstancias pudiera encontrarse algún ser que se ocupara en pensamientos de amor, éste sería, sin duda, una mujer: y con efecto, a ellos estaba entregada la joven Angélica. Acababa de recibir una carta del licenciado en que éste le daba aviso de que habiendo seguido la indisposición de Jacinto, se había llenado el joven de tanto terror que la madre, temiendo por su vida, puso en movimiento toda la familia y habían partido al amanecer para San Antonio de los Baños, en cuyo punto ya estarían. 


Esta noticia le hizo sentir a la joven todo el horror de la situación en que se hallaba. Bien quisiera ella acusar de in­grato y egoísta al caballero, pero le venía el pensamiento de que no tenía derecho para hacerlo, pues aunque ambos com­prendían que se amaban, ningún compromiso había mediado. Por otra parte, ella estaba casi a punto de aplaudirle que hubiese puesto en seguridad su vida; sólo no podía disculparlo de que la abandonara en el peligro, porque esto lo achacaba a indiferencia, sin acordarse de la vergonzosa pasión de que estaba el joven dominado, pues las mujeres cuando aman ad­vierten por rareza las debilidades de su amado.

 

Embebida estaba en estas reflexiones cuando sintió a des­hora el ruido del carro que acostumbraba pasar por las tardes. Tentación tuvo de asomarse a la ventana, pero la detuvo el oír la bronca voz del conductor, que considerando que no saldría a verle por ser a hora desusada, iba cantando para llamarle la atención aquellos versos tan vulgares de la canción del canelo:

 

Palomita blanca, 

Pico de coral, 

Llévale a Virginia,

Canelo, 

Este memorial.


No sé qué diabólica influencia tenía aquel hombre y su carro sobre la joven, que siempre despertaban en ella un pensamiento vago, el cual le indicaba de un modo oscuro e in­definible que había en su destino alguna relación con aquellos objetos horrorosos. 


Pasó la joven todo el día abrumada de tristeza, y cuando por la tarde se sentó en la sala con su madre, trató de invitarla a que hiciese alguna cosa que las distrajera. 


–¡Ay, mamá! -le decía-, ¡qué horrible está La Habana! Cuánto daría yo porque en este mismo instante nos fuésemos para Santiago de Cuba. 


–Pues no decías eso antes de ahora, hijita mía.


–Es que las circunstancias han variado mucho.


–¡Cómo ha de ser! Es necesario conformarse con la vo­luntad de Dios.

 

–Pero, mamá, ¿qué hacemos aquí encerradas entre cuatro paredes, como unos presos? Vamos a respirar un poco el aire libre a la calle, y a ver alguna cosa que nos distraiga. 


–¿ Y qué vamos a ver, hija, si en la calle no se encuentran más que muertos?, y, por otra parte, ¿quién sabe si la impre­sión del aire nos hará mal? 


–¿Pues aquí no hay el mismo aire que en todas partes? Vamos a salir, mamá. Mire usted, ayer me dijo el hombre del carro que llevaba menos muertos que anteayer, y hoy, como es natural, habrán sido menos. ¿Hasta cuándo ha de durar el rigor de la epidemia, mamá?

 

La pobrecita ignoraba tanto como su madre que se hallaban en el día espantoso de la crisis del cólera, y que los carros habían tenido que hacer dos viajes, y aún más, para poder conducir todos los cadáveres al cementerio. 


Era la hora del crepúsculo cuando las señoras entraron en su carruaje, y le dieron orden al calesero de que las llevase a su elección por las mejores calles, pues no tenían otro objeto que el de pasear. No habían salido de su casa desde el carnaval en que La Habana estaba tan llena de estrépito y de vida. ¡Qué espectáculo tan distinto el que ahora presentaba! En medio del silencio y soledad de las calles retumbaba el ruido del carruaje, así como retumban los pasos en los salones de un palacio abandonado. Causaba una impresión extraña y pavo­rosa atravesar por en medio de los apiñados edificios, todos pintados de blanco, como entonces estaban, que parecían cu­biertos de un paño funerario. 


Si penetraba aquel silencio sepulcral alguna voz, era el lasti­mero grito de un colérico que pedía agua, y se revolcaba en su lecho, y lidiaba desesperado con las últimas angustias de la muerte, y si animaba aquella espantosa soledad algún viviente era un hombre pálido y presuroso que recorría las calles como un fantasma, e iba en busca del médico o del sacerdote. No advirtieron otros lugares concurridos las señoras en su paseo, que las sacristías de las parroquias, las casas de los médicos y los contornos de los hospitales. La media luz del crepúsculo, indecisa y melancólica, le daba a las cosas un aspecto fantástico y sepulcral, lo que unido al silencio que reinaba, hacía parecer los objetos a la manera de visiones. Pero si en vez de la luz del crepúsculo iluminaba este cuadro la roja llama de un barril de brea de los que ardían en las puertas de los hospitales, y si a esta claridad siniestra y funeraria se mezclaban los ge­midos y maldiciones de los coléricos, el ruido de los carros, y la vista de los cadáveres y sus conductores, entonces llegaba a impresionarse el ánimo de manera que se le representaba todo aquello como una escena del infierno. 


Llenas de consternación las señoras, muy arrepentida la madre de haber condescendido a las instancias de la hija, le dio orden al calesero de que las condujera a toda prisa para su casa. Tomó éste por la puerta de Monserrate para salir de la ciudad; al llegar a ella venía en dirección opuesta, atravesando el puente a buen galope, un hombre a caballo; llamó la aten­ción de las señoras el estrépito de las herraduras, que con el silencio retumbaban, y habiendo sacado la cabeza para ob­servar mejor, notaron que el jinete vacilaba sobre los arzones, y que haciendo una horrible contorsión cayó redondo al suelo como una piedra. Ambas lanzaron un grito de espanto; pero bien pronto la compasión superó en ellas a todo otro sentimiento, y mandando detener al calesero invocaron el auxilio de la guardia. Llegó el sargento que la hacía, y habiéndose informado de lo que pasaba, dio una vuelta al derredor del hombre, observándolo en todas direcciones, pero sin acercár­sele ni tocarle, y hallándose moralmente convencido de que estaba muerto:

 

–Todos los días hay de esto -dijo-. Bien pueden ustedes seguir sin cuidado su camino.


–Pero que ¿no habrá ningún remedio para ese infeliz? -preguntó la señora-.


-¡Qué remedio! Ahora cuando pase el carro se lo llevará para el camposanto, y yo guardaré aquí el caballo -y diciendo esto echó al animal por delante, y dándole una patada en la barriga agregó-: ¡Arre, bruto!, tan infestado estarás tú como tu amo.

 

–Pero tóquelo usted a ver si no está muerto -insistió la señora-. 


–¿Yo? Al diablo que lo cargue -contestó el soldado-. Ya llegarán los del carro y lo tocarán bien duro. Adiós, señoras, sigan ustedes su camino, y al que le dé la gana que se muera. 


–Vámonos, por el amor de Dios, mamá -dijo Angélica-.


–Vamos, vamos aprisa, muchacho -repuso la señora dirigiéndose al calesero-. Ojalá que no hubiéramos salido, y nos habríamos ahorrado tantas angustias y sobresaltos.

 

–¡Cómo ha de ser mamá! Yo no pude figurarme que nos iba a suceder esto.

 

Muy comprimido tenían ambas el corazón para continuar hablando; así permaneció cada cual concentrada en sus pen­samientos hasta que llegaron a su casa. Otro motivo tenía a más la madre para estar silenciosa, y era un dolor que le aquejaba el estómago hacía rato, y del que no había dicho nada por el temor de que su hija se asustase. Este llegó a ha­cerse tan violento, que bien se le pintaba en la cara lo que sufría, de modo que la joven lo conoció, y le preguntó que si estaba indispuesta. No pudo negarlo la señora, le dijo que sí, y que iba al instante a recogerse, y que le preparasen algún cocimiento de los que le habían oído recomendar al licenciado para tales casos. No creyeron aquello cosa de importancia en un principio, pero pronto se presentaron los síntomas del có­lera de un modo tan violento y positivo que a pesar de su inexperiencia ambas lo caracterizaron al instante. Cuál sería la consternación de la joven puede presumirse.

 

Forastera, desconocida de todos, a quién volver los ojos en aquella situación, cuando ni los parientes, ni los amigos eran para nada, y aún los más relacionados morían a veces en la soledad y el abandono. Ella no tenía en La Habana otros amigos que Jacinto y el licenciado y ni de éstos se acordó en aquel instante. Pero lejos de entregarse al abatimiento y la desesperación, conoció que sólo de su ánimo podría depender la vida de su madre, y el amor filial le infundió un valor y resolución más propias de un varón fuerte que de una tierna y tímida doncella. 


Despachó los negros que había en la casa a buscar médicos por las calles, pues a ninguno conocía, y entre tanto apuraba ella con las criadas todos los recursos de su corta experiencia, aplicándole a la madre los medios que más se oponían a la acción del mal en su concepto, para cuya empresa no le 

sir­vieron poco los recetarios del licenciado, que guardaba en la memoria.

 

En toda su vida había probado un placer más grande que el que sintió cuando le anunciaron la visita del médico, pues tal se figuró que era un ángel que venía a salvar a su madre de las garras de la muerte. Salió a toda prisa a recibirlo, y aunque iba con los brazos abiertos, y tal vez hasta con 

inten­ciones de abrazarlo, el aspecto de éste la contuvo algo, y jun­tando las manos le suplicó con lágrimas en los ojos que salvase por Dios la vida de su madre.


Hizo el médico un gesto desdeñoso al oír esta petición, y dejando caer el embozo de la capa, que entonces casi todos usaban por precaución, descubrió un rostro moreno y abultado, en que contrastaba la dureza de sus facciones con el asombrado aire de su fisonomía.

 


–¿Dónde está la enferma? -preguntó con una voz que indicaba demasiado la repugnancia con que ejercía en aquella ocasión su ministerio-.


–Venga, venga usted conmigo -le dijo la joven cogiéndolo y arrastrándolo apresuradamente al cuarto de la enferma-.

 

–Mire usted que esta enfermedad es muy contagiosa, seño­rita -dijo el facultativo deteniéndose en el quicio de la puer­ta-; es necesario tomar algunas precauciones, deme usted un poco de vinagre para mojar mi pañuelo, a fin de no respirar esa atmósfera infectada.

 

–¡Entre usted, por Dios! -dijo, tirándole por el brazo la doncella, cuya energía, superior a la resistencia del facultativo, logró al cabo dominarlo. Entró al fin en el cuarto nuestro hombre, y con la misma retención que se acerca un caballo al objeto que lo ha espantado, se fue llegando al lecho de la señora. 


El corazón se le sobrecogió a la vista de aquellos ojos de colérico entreabiertos y cenicientos, de aquellos labios lívidos y contraídos y de aquel rostro flaco y amarillento como el de un cadáver de tres días. Hizo un esfuerzo, sin embargo, para tomarle el pulso con la punta de los dedos, y tocarle ligera­mente el pecho y el estómago, cuya frialdad glacial se le 

comu­nicó a él por las manos hasta el corazón.

 

Después de esta operación salió a toda prisa de allí, pidiendo cloruro para lavarse. Lo siguió la joven, preguntándole qué le parecía su madre, y que cuál era el plan que debían adoptarse para salvarla.

 

–Señorita, el cólera que tiene es fulminante, indiano legí­timo, me parece que no dura ni una hora. 


–¿Cómo? -gritó la joven desatentada-. ¿No hay ningún remedio? ¿De qué le sirve a usted ser facultativo? 


–Los facultativos no hacen milagros, señorita; sin embargo, mande usted a hacer un cocimiento de guaco, y que la admi­nistren una taza cada cuarto de hora; puede ser que así se logre la reacción, aunque lo considero muy difícil, porque ya está en el período álgido.


Con tales palabras destrozaba aquel hombre el corazón de la afligida doncella, y sin conocer el daño que le causaba, pues además de haberse hecho muy común este lenguaje desengañador, él tenía fuera de concierto la razón, con la batalla que en ella se estaban dando tres contrapuestas pasiones que la combatían: el terror, la codicia y el deber. 


Viendo la joven que al decir las últimas palabras se había envuelto otra vez en su ancha capa:

 

–¿Dónde va usted? -le preguntó-. ¿Tendrá usted valor de abandonarnos? Yo no tengo a quien volver los ojos. ¡Qué­dese usted aquí, por el amor de Dios!

 

–Me es imposible, señorita, de toda imposibilidad; tengo obligación de ir a otra parte. Yo volveré antes de las nueve. Usted podrá pagarme por la visita lo que guste, añadió notando que la joven no daba indicios de ocuparse de este particular. 


–Tenga usted -dijo ella metiendo la mano apresurada­mente en la bolsa y sacando lo primero que cogió-; no deje usted de venir, por Dios. 


–No tenga usted cuidado; antes de las nueve.


Bien pudo notar la joven, a pesar de su confusión, que de la ciencia y valor del médico no había que prometerse mucho; pero en el abandono en que se hallaba, la asistencia de un hombre le parecía un favor divino. 


Viéndose en tal desamparo, no por eso desmayó; dio sus órdenes a las criadas, y puesta toda la confianza en Dios, se arrodilló al lado del lecho de la madre, y apoyándole la cabeza sobre su seno, le preguntó cómo se sentía.

 

La madre había guardado hasta entonces un profundo si­lencio, sufriendo sin quejarse los más agudos dolores, por no aumentar las angustias de su hija. En aquel instante, sin em­bargo, no experimentaba padecimiento alguno: Había perdido ya la sensación interna de los órganos, y como si le fuese extraño aquel cuerpo, que todavía habitaba su alma, se hubiera considerado desprendida de él, a no ser porque sentía aún los latidos del corazón, y porque ejercía con tanto tino las facul­tades de su cerebro como en el mejor estado de salud.

 

–¡Hija mía! -le dijo con una voz profunda, y como si saliese de las cavidades de un sepulcro-. ¡Hija mía!, yo me voy a separar de ti para siempre. 


La hija, sin pronunciar una palabra, la estrechó contra su corazón y prorrumpió en so­llozos. 


–¡Hija de mi alma! -continuó la madre-, no llores por mí. En este instante en que voy a presentarme ante los ojos del Señor, yo he examinado mi conciencia, y creo que, aunque criatura frágil y pecadora, jamás he cometido ninguna culpa con intención. Hija mía, el que muere sin pecado es venturoso. No llores así, te lo suplico. ¡Ay!, no es mi muerte la que debe afligirte. ¡Bien sabe el cielo que yo la recibiera de sus manos como un don, a no ser por ti, tierna e inocente criatura, a quien dejo sin apoyo ni protección entre los peligros y miserias de este mundo. 


–¡Madre mía!, ¡madre mía! -dijo Angélica procurando re­primir sus sollozos; usted no está tan mala. Hablemos de otra cosa. Por Dios, mamá, no se aflija usted de esa manera.


Y mientras decía estas palabras, procuraba volver el rostro, para que la madre no advirtiese las lágrimas que a raudales le brotaban de los ojos.

 

–¡Angélica! -le dijo la enferma-, la primera virtud cris­tiana es la resignación. Si yo no te hubiera criado en el amor de Dios, tal vez temería hablarte en este instante con cla­ridad; pero hija mía, yo conozco que me muero.

 

–¡Oh…! -exclamó la joven, y dando rienda a los sollozos, escondió su rostro en el seno de la madre.

 

–Escúchame, Angélica -continuó ésta-; escúchame y gra­ba en tu corazón mis últimas palabras. Aunque tú quedes en esta vida huérfana y sin protección, acuérdate, hija mía, que Dios es padre de los desvalidos, y que si él se sirve llevar mi alma a la morada de los justos, yo estaré perennemente a los pies de su Santísima Madre, rogándole por tu felicidad y tu salvación. ¡Hija mía!-agregó con voz más fuerte y solemne-; no te separes nunca del sendero de la virtud: tu madre te lo suplica en su última agonía. 

Hubo un instante de silencio, las lágrimas de Angélica se habían detenido como por un sobrecogimiento religioso. La madre, variando de tono y fisonomía, continuó: 

-Hija mía, si Jacinto de Leiva pretende tu mano, cásate con él, yo te doy mi consentimiento y mi bendición.


En esta repentina transición de amor divino al amor te­rrenal recobró Angélica su distraída sensibilidad, y levantán­dose con violencia, iba a dirigirse hacia la puerta, cuando sus ojos se encontraron con los de un joven que apoyado en el respaldo de un sillón la miraba tiernamente, y conservaba aún en el rostro las huellas de dos lágrimas que no se cuidaba de enjugar. Este joven había presenciado, sin que lo echasen de ver, la escena que acabo de describir. 


–¿Quién es usted? -le preguntó Angélica sorprendida-.



–Yo soy un médico, señorita.


–¡Un médico! ¿Quién lo trajo a usted?


–Me llamó un criado de la casa.


–¡Ay, caballero! Este es sin duda un favor de la providencia. Vea usted el estado de mi madre -añadió en voz baja y derramando lágrimas-. Ella cree que se va a morir, y yo no podré sobrevivirla, porque es mi único bien en este mundo. 


–No se entregue usted al dolor de esa manera, señorita -dijo el joven procurando ocultar la emoción que lo agitaba-. Todavía no se han apurado los recursos: vamos, cobre usted un poco de ánimo y confiemos en la misericordia de Dios, que tal vez premiará nuestra diligencia.


–¡Ah!, usted es un ángel, sin duda -exclamó la joven pal­pitando de esperanza-. Vamos, vamos a salvarla.

 

El generoso mancebo, no con el interés de médico, sino con el entusiasmo de un héroe y el amor de un hijo, apuró todos los recursos del arte y de su ingenio para ver si le arran­caba al cólera aquella víctima; pero ya el monstruo la había exprimido entre sus garras, y al hombre no le quedaba otro arbitrio que confesar la impotencia de sus esfuerzos.

 

–Señorita -dijo el joven con aire desmayado, y conside­rando el desamparo en que iba a quedarse aquella desgraciada criatura-, señorita, ¿usted no tiene ninguna parienta, ningu­na persona de su confianza que pueda acompañarla?

 

–Somos recién llegados, y no tenemos relaciones con nadie.


–¿Con nadie absolutamente?


–Con el licenciado Osario -pronunció trabajosamente la moribunda, que, aunque callaba, no había perdido el cono­cimiento, y haciendo otro esfuerzo, añadió-: El credo, hija, y el crucifijo. 


–Que vayan volando por los óleos -le dijo el joven a una criada, mientras Angélica se dirigía con pasos firmes a la mesa donde estaba el crucifijo, y tomándolo en sus manos, lo colocó a la cabecera del lecho de su madre; después, sin derramar una lágrima, se puso de rodillas y en voz conmovida, pero clara, exclamó


–Creo en Dios Padre, Todopoderoso -y continuó así hasta acabar; y el joven, olvidado de sus funciones de médico, iba repitiendo también de rodillas las palabra de la fe. Cuando llegó el sacerdote, ya apenas daba señales de vida la señora, y como si sólo esperase su alma la extremaunción para romper las ligaduras de la carne, expiró en el mismo instante de recibirla.


Durante la suspensión que produjo aquel acto, se salió el jo­ven de la casa con el intento de ir por el licenciado Osorio, a quien conocía, y persuadirlo de que se hiciese cargo de la infeliz Angélica, en su desamparo. Era el licenciado hombre humanísimo; así fue que sin la menor dilación entró en el carruaje del joven, y no veía la hora de llegar al lado de aque­lla desventurada, a quien consideraba en la más cruel desola­ción, pero se frustraron sus buenos deseos, porque ya era muy avanzada la noche, y al llegar a las puertas de la ciudad se las encontraron cerradas. 


VI


Mientras oleaban a su madre se había echado Angélica en un sofá, y se quedó allí sumergida en un profundo letargo. Al re­cobrar sus sentidos alzó el rostro, miró en torno de sí y se halló sola, pues hasta los criados habían huido de aquel lugar, por un instinto de horror. Se figuró al principio que recordaba de un pesado sueño. Era muy tarde de la noche, y la pálida luz del velón que ya estaba por expirar no le dejaba percibir los objetos con bastante distinción. Vio un lecho delante de sí, pero sus potencias estaban tan ofuscadas que no pudo darse cuenta de aquello. ¿Estaré yo soñando?, decía. En este punto se animó la lámpara con un súbito resplandor; su moribunda luz se reflejó por un instante en las lívidas facciones de un cadáver, y luego se extinguió. Angélica dio un grito y se lanzó sobre el cuerpo de su madre. ¡Infeliz! Ya había vuelto a la realidad. 



En esta vez tomó su dolor un carácter frenético; estrechando con abrazos convulsivos el helado cadáver, se golpeaba la ca­beza contra las varas del lecho, y lanzaba agudos alaridos que rompían el silencio de la noche. 

Aquella escena de angustia y desolación se envolvía en la profundidad de las tinieblas, sin que ninguna mano protectora sujetase la golpeada frente de la joven, ni ninguna voz amiga derramase una palabra de consuelo en sus entrañas. ¡Oh, An­gélica! En las noches de regocijo tenías la luz de mil 

antor­chas para iluminar los encantos de tu hermosura y la gloria de tus triunfos; la lisonja inundaba a torrentes tus oídos, y los corazones recogían tus sonrisas y tus miradas, como las en­treabiertas flores el rocío y la luz de la mañana. Todos se disputaban el placer de estrechar en la contradanza tu cin­tura esbelta y flexible como el tallo de los lirios, y la ardiente juventud te rodeaba y respiraba con embriaguez los perfumes de tu belleza, así como los zunzunes en torno de los azahares del naranjo. ¡Oh, Angélica! En las horas del pla­cer tuviste de sobra compañeros, y en las del dolor no tienes uno. Así es la vida: para gozar se necesita de otro; para pa­decer basta uno solo. 


El llanto de Angélica corría desatado como un raudal, y gritos sin interrupción se lanzaban de su pecho. De repente, las lágrimas se le cuajaron en los ojos; quiso gritar, y la voz quedó ahogada en su garganta; se sintió el corazón oprimido con violencia, y le pareció el aire tan espeso, que en vano hesitaba por alcanzar la respiración: intentó levantarse, pero las coyunturas se le desmadejaron; un frío glacial se fue ex­tendiendo por sus miembros, le llegó hasta el corazón y dejó de sentir la vida, al mismo instante en que un ruido de rue­das retumbó sordamente en sus oídos. 


Llegaba a esta sazón a la puerta de la casa un ministro de Policia acompañado de un carro, pues el joven de quien he­mos hablado tuvo la precaución de pasarle oficio al cura de la parroquia y al capitán de partido, recomendando al cuida­do de este último el abandono en que iba a quedar aquella casa. Entró el ministro seguido de los dos conductores del carro, y trabajo le costó hacerse obedecer de los domésticos, de los cuales algunos yacían sumidos en estúpido sueño, y otros, retirados en el fondo de la casa y llenos de terror, sólo atendían a su propia conservación, sin cuidarse en nada del estado de sus señoras.

 

–¡Hola! ¿Que, no hay gente en esta casa? -gritó el mi­nistro-.

 

–¡Taitas, despierten! -dijo uno de los del carro sacudien­do sendos latigazos a dos o tres negros que dormían tendidos por los asientos del comedor-. 


–¡Señor!, ¡señor!, ¡señor! -exclamaron, levantándose des­pavoridos.

 

–¡Al cuarto donde está el muerto, animales! -añadió el ministro-. Vamos, traigan luces, y llamen a toda la gente de la casa.

 


Al punto se reunieron sumisos los criados, pero tuvo el ministro que emplear toda su autoridad para hacerlos entrar por delante en el cuarto de la difunta señora; tal era el horror que le habían cobrado a la enfermedad.

 

–¡Cómo! -exclamó el ministro al ver dos cuerpos tendi­dos en el lecho-, el parte no habla más que de un muerto, y aquí hay dos.


–Sí, señor -contestó una de las criadas, que parecía ser la más racional-, la señora nada más era la muerta. 


–¿Y quién es esa otra?


–Esa es la niña.


–¿No está muerta también?


–Yo no sé, señor; ella hasta ahora mismo estaba gritando, pero como esa enfermedad es el demonio ...


–Pues bien, tócala a ver si está caliente.


–¡Yo, señor! -contestó con horror la criada-; yo no la toco.

 

–¿Cómo no, cachimba?-dijo el ministro encolerizado--. ¿Pues no es tu ama?

 

–Sí, señor, pero mire su merced a la niña cómo se murió en cuanto tocó a la señora, y yo no me quiero morir de esa enfermedad. 


–¡Cállate, bruta! -dijo el del carro_, que si en eso con­sistiera, ya estaría yo comiendo tierra. Si por fuerza la tengo de tocar, más vale que lo haga desde ahora -y diciendo esto estrechó en sus manos uno de sus pequeñitos pies, que se había descalzado sin duda con las convulsiones y movi­mientos.

 

–Más frío lo tiene que un granizo -continuó el hombre, y asentándole después las manos sobre aquel seno virginal nunca tocado, pronunció en tono decisivo-: Está más muerta que un difunto. ¿No te lo decía yo, 

palomita -añadió, enca­rándose con la niña-, no te decía yo que te guardases de las uñas del gavilán: lástima que un granito de oro como tu se lo vaya a comer la tierra.

 

Sin duda que el lector habrá reconocido ya en este hombre al mismo que solía dirigirse a Angélica las veces que ésta se asomaba a la ventana. 


–Fuera conversaciones, y al asunto -dijo el ministro-, que hace como veinticuatro horas que no duermo. 


Al instante envolvieron nuestros hombres en las mantas del lecho los dos inanimados cuerpos, en el mismo estado en que se hallaban, y los condujeron al carro con ayuda de los criados, que no se prestaron a la maniobra sino después de muchas amenazas y algunos latigazos.

 

El ministro hizo cerrar las habitaciones principales, y to­mando posesión de la casa en nombre de la justicia, la dejó al cuidado de los siervos, quedando en volver al día siguiente. 


VII 


En la misma línea en que está ahora el Paseo Militar, a poco andar de la población de los Sitios, había una casa de emba­rrado y guano que servía tanto para depósito de los enseres y materiales que podían necesitarse en el cementerio estable­cido provisionalmente en aquel campo, como para posada de los sepultureros y conductores. 


En esta hora, que sería la de madrugada, ocupaban la sala de la casa varios individuos de todas razas y colores, de los cuales unos dormían profundamente tendidos en petates y tari­mas y otros, que serían hasta cuatro, estaban sentados en banquillos alrededor de una gran cazuela, cuyo contenido aca­baban sin duda de engullirse, puesto que aún se notaban en el fondo algunos restos. De seis botellas que decoraban el sue­lo, tres estaban de todo punto vacías, y otras tres a medio vaciar, aunque por la prisa que se daban en llevarla a la boca nuestros comensales, era de presumirse que quedarían bien pronto igualadas con sus compañeras; por el fuerte olor que despedían se apreciaban que no eran de vino, sino de aguardiente y cascarrón. No sabemos si los que dormían deberían alguna parte de su sueño al benéfico licor que ocupó las tres vacías botellas, pero según el aire con que empinaban las llenas los despiertos, era de temerse que ellos solos las hubiesen vaciado todas.

 

Iluminaba esta escena una enjuta vela de sebo, sostenida en una taladrada naranja, a guisas de candelero. A la escasa luz que despedía, que bien pudiera decirse que no servía más que para alumbrar las sombras, se divisaban los feos rostros de aquellos cuatro hombres, aunque mejor los llamara demo­nios, pues tales los hacía aparecer su situación y las horribles palabras que vomitaban:

 

–Daca la pelona -decía uno de ellos a otro de tez cobriza y pelo retorcido, forcejeando con él para arrancarle la bote­lla-, ¡daca la pelona o te reviento la crisma!

 

–¡Por la hostia consagrada! -dijo el otro, separándosela de los labios-, que tú solo te has bebido tres botellas.

 

–Y me beberé cincuenta, ¡voto a Cristo!, y te las iré rom­piendo después una a una en la cabeza.

 

–La barriga te rompería yo a ti, hijo de una perra; con eso vaciarías todo el aguardiente que has tragado. 


–¡Ea, caballeros! -dijo el tercero interponiéndose-, no estén ustedes hablando disparates; todos somos aquí amigos, y cada uno puede beber lo que le dé la gana.

 

–Así será, tío Trabuco; pero este pícaro mulato no tiene razón para beber más que la gente blanca. 


–Pícaro lo será usted y toda su casta -contestó el mulato poniéndose en actitud de combate y mi dispuesto, pero el otro que estaba a su lado le pegó un tirón que lo sentó en el suelo.

 

–Está bueno, camarada -dijo el mulato, cambiando de tono la caída-, aquí son tres contra uno, pero arrieros somos ... ¡Voto va Dios! -dijo el de la pendencia soltando la car­cajada cuando lo vio caer-, si no te doy la mano, te caes.

 

–Arrieros somos ... -repitió el mulato sin levantarse del suelo.

 

–¡Ea, hermano! -añadió el otro-, toma esos cinco y le­vántate, que tú no puedes ni con tu alma. 


El mulato le tomó la mano, y se levantó sonriéndose, pero sin muestras de rencor alguno.

 

–Siempre amigos -dijo el otro-; toma el último trago que queda en la botella. Dígame usted, compadre -continuó encarándose con el que le había dado el tirón al mulato, y que parecía el menos borracho de los tres-, ¿no pudiste pescar nada anoche en aquella casa que tú sabes?

 

–¿Dónde dices tú, hombre?


–En casa de aquella real moza que ahora está tomando el sereno.


–¡Qué diablos, hombre! Si estaba allí el alguacil.


–¡Mal rayo lo parta! Si no hay allí tanta gente, lo metemos en el carro con los muertos, y hacemos ganancia, por­que en aquella casa había merengue. 


–¿Te acuerdas de aquella vieja? -dijo el otro, riéndose. ¡Bendito sea el cólera! -exclamó el primero-, porque es el padrino de los pobres, y de toda la gente buena. 


–¿Qué vieja es ésa? -preguntó otro-.


–Una vieja que pedía limosna y tenía doce onzas en la almohada.

 

–Y cuando llegó al campo santo -agregó el primero- que­ría resucitar; pero ya el capellán le había dado su licencia para el otro mundo. 


–Pero, hermano, yo no fui el que la enterré -interrumpió el otro-.

 

–No tengas cuidado, hombre, que aunque tú no la ente­rraste, te cogiste la mitad del dinero, y lo mismo cargará el diablo tu alma que la mía. Lo único que siento yo es no poder enterrar a más de cuatro que andan por el mundo. (…) ¡Voto va Dios! -gritó de repente, poniéndose las ma­nos en el estómago y doblando el cuerpo de tal modo que casi al mismo punto pegó en el suelo las rodillas y la frente.

 

–¿Qué es eso? -gritaron los otros, asustados.


–¡Un rayo me parta! -gritó él revolcándose en el suelo y arrojando espuma por la boca entre inmundas bascas y alaridos.

 

–Ese es el cólera -dijeron los demás-.


–¡Confesión, confesión! -exclamó el colérico ya en la última agonía, y al pronunciar la palabra "¡Misericordia!" callaron sus labios para siempre. Todo esto pasó en menos de cinco minutos. 


Se quedaron los tres sobrecogidos, a pesar de lo avazados que estaban a esta clase de espectáculos, pues raro era el día que no veían desaparecer algunos del mismo modo. No tenían tan perturbada la razón que dejasen de conocer la necesidad de dar parte al mayoral que los gobernaba de aquel hecho; pero éste, que se había acostado en uno de los cuartos inte­riores, con el estómago tan bien aforrado de aguardiente como ellos, apenas se informó del asunto, y dijo con destemplado e imperativo tono: "¡Que lo entierren!.”

 

Colocaron el cadáver en unas parihuelas y cargaron con él dos de los compañeros, mientras el otro marchaba por de­lante armado de un azadón. 


–Pese a mi alma -dijo uno de los que cargaban-, que lo mismo se muere ahora una persona que un cochino. 


–¿Se acuerda usted de lo que dije yo, hermano? - le preguntó el otro. 


–¿Qué dijisteis?


–Que arrieros somos ...


–Calla, bruto, que si te oye el otro que ya por delante, que era su compañero, puede ser que te afirme un guantazo.


–Yo no le guardo ningún rencor, camarada; esto no es más que decir que Dios es grande. 


–Mira, compadre -dijo el otro-, aunque tú seas mulato, nosotros somos compañeros, y tú y yo nos entendemos. En cuanto dejemos este muerto, su compañero que le eche tierra, y tú y yo vá­monos a buscar gente con el carro, que ya tú oíste lo que hicieron éstos con la vieja, y es menester. Hay que buscar fortunas antes de que pase el tiempo bueno. ¿Ya me entiendes?

 

–Demasiado. Adelante, y larguemos la cruz, que ya me pesa.

 

Llegaron a la orilla de una zanja recientemente abierta, y volteando en ella las parihuelas, dejaron caer el cadáver y se marcharon.

 

Sonreía el cielo con el primer albor de la mañana, y así derramaba su luz por los alegres y aromáticos vergeles, como sobre aquel horrible y fétido campo de la muerte. Largas hi­leras de cal se levantaban a guisa de canteras, marcando con su blancura las zanjas que estaban ya rebosando de cadáveres, al paso que otras nuevamente abiertas indicaban que la pre­visión del hombre calculaba todavía mayor número de víc­timas.

 

El individuo que había quedado solo era, según se ha dicho, el compañero del otro conductor del carro, que ya conoce el lector, y que acababa de morir.


 Se diferenciaba este hombre tanto en el alma como en la figura de su 

compa­ñero. Aunque de membrudo cuerpo y zafio continente, bien se leía en la audaz y firme expresión de su semblante que estaba familiarizado con el peligro, mas no con el delito. Haciendo uso del azadón, se puso a derribar sobre el cadáver del otro alguna tierra de la que estaba apilada a la orilla de la zanja. Se veían allí agrupados sin enterrar todavía algunos de los cadáveres que se habían conducido por la noche, y aun parece que pertenecían al carro de aquel hombre, puesto que des­pués de cubierto el cuerpo de su compañero, empezó a arras­trar muertos del montón que cerca de él estaba, y a arrojarlos en la misma zanja.

 

Al remover un cadáver se mostró a la luz del sol el rostro de una mujer, tiernamente inclinado sobre la tierra, como el lirio que, pisado por el bruto, se dobla sin resistencia sobre los surcos del arado. Aún estrechaban los débiles brazos de esta joven el cadáver de otra mujer, en cuyo lívido y descarna­do semblante había estampado el cólera su profunda huella, de manera que a su lado parecía la joven más bien dormida que muerta, pues su cuello de cisne y su blanquísima espalda resplandecían a la luz de la mañana con todo el brillo de la hermosura y de la vida. 


–¡Ella es! -dijo el hombre reconociendo a Angélica-. Por María Santísima, que no he visto muerta más hermosa. ¡Ah! Si mi compañero te viera como te estoy mirando ... ¡Voto a Cristo! El muy salvaje se había enamorado de tu 

cuerpeci­to ... , pero ya murió, y Dios lo haya perdonado, aunque lo dudo. Lo más que puedo hacer por su alma es mandarle a decir en misa los reales que deja por ahí enterrados. Vamos, linda moza, vamos al hoyo. ¡Pobrecita!

-exclamó, contem­plándola antes de tocarla-. Si yo hubiera sido rico y 

ca­ballero, me habría casado sin duda con una muchacha tan linda como tú ... ; pero nací pobre, me cayó la quinta, y ahora soy presidiario; mas Dios sabe que no tengo otro delito que haber desertado del servicio; y eso lo hice por no romperle el agua del bautismo a mi sargento, que me traía sofocado ... Sin embargo, todas las muchachas bonitas me desprecian. ¡Ah! -añadió, suspirando-; no era así cuando yo estaba en mi tierra y tenía veinte años. Allá en mi pueblo de Valencia ha­bía cada muchacha más linda que una primavera; todos los mozos nos íbamos a la siega, y cada uno venía después con su hembra al lado, y nos poníamos a bailar más alegres que las flores. ¡Ay, Anita! Yo me iba a casar contigo el mismo mes que me quintaron. Tú te echarías otro novio al momento, y ya puede ser que tengas hasta nietos, mientras que tu pobre Antonio anda pasando trabajos en América. Hiciste bien, Ani­ta. ¡Maldita sea mi vida!Quién sabe si tú tendrás algún no­vio que te llore -continuó volviendo a fijar los ojos en An­gélica-, pero seguro está que se tome el trabajo de venir aquí a enterrarte, como lo ha de hacer el presidiario Antonio.

  

Lo mismo que tú tenía el pelo mi Anita: negro como el aza­bache, y los brazos más blancos que la azucena; eso, sí, la cara parecía un jazmín, como todas las muchachas de Valencia, porque yo no sé qué tiene esta tierra, que la gente es pálida como la cera. Pero echemos a un lado tanta conversación, y vamos al hoyo, que ya va siendo hora de marcharse.

 

Al decir estás palabras, agarró el cuerpo de la joven para arrastrarlo al foso; pero ¡cuál fue su sorpresa al sentirlo en su calor natural, como si tuviese vida!

 

–¡Diablo! -exclamó-, esta muchacha no está muerta.

 

Le púso la mano en varias partes del cuerpo, asentándola en la frente, y le pareció sentir el tenue latido de una arteria.

 

–¡Por María Santísima que está viva! -dijo-. No, a ésta no le sucederá como a la vieja que enterró mi compañero. ¡Caramba! Yo cargo con esta muchacha y me la llevo a su casa, sin que lo sepa ni la tierra. Quién sabe la convenien­cia que me traerá esta obra de misericordia, porque ella pa­rece que es persona rica y principal. .. Pero, ¡qué diablos!, aunque no me diera nada; si vive, buen provecho le haga, y si no, la volveré a traer de nuevo al camposanto.

 

Diciendo estas palabras, envolvió cuidadosamente el cuerpo de la joven en las mismas mantas del lecho de su madre, y cargando con ella, se dirigió al lugar donde tenía su carro.

 

VIII 


Muy de mañana había ido el joven médico a buscar al li­cenciado, y apenas se mostraba el sol, cuando ya estaban a la puerta de la casa de Angélica. Les brió una criada, y la primera pregunta que hicieron al entrar fue: 


–¿Y la niña?


–En el camposanto -contestó la criada-.


–¡Cómo! -gritaron ambos, aterrados-.


La criada les hizo entonces la relación de todo lo acaecido, y apenas había acabado las últimas palabras, cuando se sintió parar un carro a la puerta, y a poco entró un hombre con aire misterioso, y les preguntó sí ellos tenían algún interés por la niña de la casa.

 

–Mucho, mucho tenemos -dijo el joven;- ¿se ha ofrecido algo?

 

–Me parece que la niña no estaba muerta, señor -con­testó el hombre-.

 

–¿Y dónde está? ¿Dónde está? -preguntaron ambos-.


–Es que yo no puedo comprometerme por hacer un favor.


Si los señores tienen interés por su vida, es menester que me den palabra de guardar el secreto y ... 


–Cuanto usted quiera, hombre -le interrumpió el joven con impaciencia- diga usted dónde está, y no perdamos tiempo.

 

–Pues señor, ahí está en el carro.


–¡En el carro! ¡en el carro!: -exclamaron ambos horrorizados-.


–Sí, señor; en el carro -repitió el hombre y al momento corrieron los tres hacia la calle, y volvieron a entrar con la joven en los brazos. La colocaron sobre un sofá que estaba en el comedor, y habiéndole hecho el joven su reconocimiento, dijo:

 

–Viva está en efecto, y no tardará mucho en recobrar el conocimiento. Es necesario sacarla de aquí al instante, Licen­ciado.

 

–¿Y a dónde la vamos a llevar?


–A la casa de usted.


–¿A mi casa? Yo por mí nada temo; pero tengo hijos, y el contagio ...

 

–No hay tal contagio, Licenciado; yo le respondo a usted de la vida de sus hijos. Además, cómo se va a quedar aquí esta desventurada; pues ni usted ni yo podemos abandonar nuestras familias? Yo me la llevaría a mi casa, pero soy soltero, y ya usted ve ...

 

–Que venga a mi casa -dijo el Licenciado con resolución­- nadie dirá que yo he abandonado a la hija de mi amigo.

 

Diciendo y haciendo, cargaron otra vez con la inanimada Angélica, y metiéndola en el carruaje del joven, que estaba a la puerta, la condujo a casa del Licenciado.

 

A merced de la eficacia y los remedios, a las dos horas de esto ya había empezado el cuerpo de Angélica a ejercer todas las funciones de la vida; pero su razón permanecía enteramente aletargado, y no abría los ojos ni pronunciaba una palabra. El joven médico, cuyo nombre era Enrique Val­dez Flores, no se apartaba un instante de su lado. No es de extrañarse la generosidad y el decidido empeño de este joven, pues durante la epidemia hubo algunos médicos que como él, sólo por el entusiasmo de la ciencia, y el amor a la humanidad, se consagraron enteramente al servicio de sus semejantes, y le disputaban al cólera cada presa, como si con ellas les arrancase una parte de su alma. Pero a la natural generosidad de este mancebo se agregaba el interés que le había inspirado la situación de Angélica en la tierna escena que presenció de ella con su madre, y no sabemos si a este interés se mezclaba algún otro sentimiento, que no sería ex­traño, pues él era sensible y Angélica muy bella.

 

Nada me atrevo a asegurar en este último particular, pero el Licenciado, que era hombre sagaz y previsor, y que se preciaba de conocer mucho el corazón humano, después de haber estado observando todo aquel día y aquella noche el cuidado que se tomaba el médico por la enferma, cogió la pluma al día siguiente y le escribió a su amigo Jacinto de Leiva, contándole todo lo que había ocurrido, y concluía diciéndole: "Amigo, usted decía que la amaba; pues bien, ya ha llegado el tiempo de probarlo. Usted puede tener la resolución que le parezca, pero yo como amigo debo advertirle, que si Angélica recobra la salud, y tiene tiempo de pensar, antes de que usted la vea, en los beneficios que le debe a este generoso mancebo, “ipso facto” (Por el hecho mismo) ha de quedar usted desalojado de su corazón, y con muchísimos motivos. Así, amigo mío, eche usted a un lado su miedo, si le es posible, y venga al lado de este ángel, que yo considero la rara avis (Pájaro) de su sexo, pues si usted la deja perder, no volverá a encontrar en este pícaro mundo otra como ella, aunque la busque con un candil Suyo, etc."

 

Tal efecto hizo en el joven Jacinto la carta del Licenciado, que la recibió a eso de las doce del día, y a las siete de la noche ya estaba en la ciudad. Parece que sólo esperaba Angélica la llegada de Jacinto para recobrar el uso de su razón, pues aquella noche dijo algunas palabras acordes, y a la mañana siguiente cuando 

des­pertó, vio al joven al lado de su lecho, lo reconoció, y le tendió los brazos. Ellos no se habían dicho una palabra de su amor, pero bien cierto estaba cada uno de ser amado; así Angélica, en el exceso de dolor se reclinó en el seno del joven, y dio libre rienda a su llanto, lo mismo que si estuviese en los brazos de un esposo.

 

En esta postura los sorprendió el médico, pero Angélica hizo con él tantos extremos de cariño y reconocimiento, que el joven no sabía que juicio formar de lo que acababa de ver, hasta que supo de boca del Licenciado que aquel caballero era Jacinto de Leiva, y entonces trajo a la memoria las palabras que le había oído a la moribunda madre de Angélica, cuando le dio a ésta su consentimiento para casarse con Jacinto. Si fue cierto que el corazón de Enrique había sentido algún amor, desde aquel instante renunció a todas sus esperanzas; mas no por eso se entibió en nada su eficacia, pues siguió mostrando por la salud de Angélica el mismo celo que hasta entonces.

 

En una ocasión que tuvo aquel mismo día de hablar aparte con Jacinto le tendió la mano y le dijo:

 

–Dios quiera conservarle a usted ese tesoro de hermosura y de virtudes.

 

–En ese caso, sólo a usted se lo deberé, generoso joven -le contestó Jacinto-.


–Yo no he hecho más que cumplir con mi obligación; pero dichoso el hombre a quien la suerte le ha deparado tal com­pañera.

 

–Y dichoso el país donde la suerte hiciera nacer muchos hombres como usted, para gloria de su profesión y consuelo de la humanidad.

 

Desde aquel instante quedaron nuestros jóvenes amigos para siempre. 

Cansado sería referirle a mis lectores las muchas lágrimas que todavía vertió Angélica por la muerte de su madre, pues conforme iba recobrando la salud, se le aumentaban también las fuerzas para sentir; pero tenía ya un vínculo muy poderoso que la ligaba a este mundo, y aunque padecía mucho su cora­zón, ansiaba vivir, y así vivió a pesar de sus dolores.

 

Cuando la epidemia empezó a desaparecer, y La Habana recobró de nuevo su animación, volviendo a seguir su curso los negocios y a entrar otra vez la gente en el orden ordinario de su antigua vida, se notó una reacción poderosa en la socie­dad para reponer la pérdida de población ocasionada por el cólera.

 

Solterones juramentados que habían experimentado sin duda durante la epidemia los horrores del celibato buscaban alguna compañera que los librase en lo sucesivo de la soledad y el desamparo. Algunos que habían vivido en ilícitos amores se apresuraban a santificar su unión con los vínculos de la iglesia, y muchos jóvenes desengañados de su libre y bulliciosa vida buscaban más puros y sólidos placeres en los lazos del 

ma­trimonio. Los templos resonaban con cánticos de gracias, y cada día era señalado con la pompa de una fiesta, que tal o cual devoto consagraba a la misericordia de algún santo. 


Una mañana muy temprano se vieron entrar en la sacristía de la Catedral varias personas. Era una de ellas un mancebo de gentil continente y rostro afable, que llevaba de la mano una joven bella en extremo, pero pálida y vacilante como una azucena sobre su tallo: ambos iban cubiertos de luto. No sa­bemos si el lector habrá reconocido en estos personajes a la linda cubana y a Jacinto de Leiva. Les seguían de cerca el licenciado Osorio con su señora, y más después venían dos jóvenes platicando alegremente, de los cuales era uno el mé­dico Enrique Valdez Flores, y el otro aquel joven Pepe con quien hicieron conocimiento mis lectores en el baile de la "Sociedad Filarmónica,” la primera noche del Carnaval. Cualquiera infe­rirá que nuestros novios iban a casarse, y así era en efecto. El licenciado y su señora fueron los padrinos del matrimonio, y los dos caballeros sirvieron de testigos.

 

Angélica ignora todavía lo que le pasó durante su para­ sismo, y creo de mi obligación es advertir que el presidiario Antonio (a quien debió su salvación), tanto por los méritos de su servicio durante la epidemia como por los empeños de Jacinto y el licenciado, logró salir en libertad.

 

El joven le dio una cantidad suficiente para asegurarse en su tierra un buen pasar, a donde se marchó, y escribió al poco tiempo diciendo que había encontrado a su querida Anita fiel a su primer amor, y aunque contaba treinta y cinco años, estaba todavía fresca como una rosa de dos días; que acababa de casarse con ella, y que tenía empleado el dinero en cosa segura y de provecho. 


El apreciable joven Enrique Valdez Flores se casó también con una joven digna de él, aunque no tan bella como Angélica. Sólo nuestro amigo Pepe permanece soltero, y si le preguntan que por qué no se casa, que ya está perdiendo tiempo, res­ponde que lo hará cuando encuentre una muchacha bella, rica y virtuosa como Angélica, y después de una corta pausa agrega: y que me quiera. Le doy este aviso a mis lectores, para que si hay alguna de ellas que reúna las tres mencionadas circuns­tancias, y además el otro requisito de quererlo, cuente desde luego con esta colocación. 


-Fin-