martes, 7 de mayo de 2024

Antonelli

Antonelli en La Habana, Cuba

Ilustraciones de Tony Evora

Adaptación: Roberto Fernández

 

I

PÁGINA 1

Figúrense mis lectores que ahora dos siglos y medio estaban en el pueblo del Cerro; pero que entonces no había tal pueblo, ni cosa semejante, y que en vez de su pasajera calzada, de su ermita, de su caserío, y de sus alegres bailes en tiempo de baños, veían los nacientes cañaverales, la mezquina casa de guano, y los pocos y medio desnudos ne­gros de uno de los más antiguos ingenios de esta provincia. Con otro ligero esfuerzo de su imaginación, podrán representarse esta es­cena alumbrada por los rayos del sol ponien­te, que se reflejaban en los atezados y tristes rostros de los trabajadores, ocupados en aco­modar una gran rueda de madera sobre el cauce de la zanja real, recién abierta enton­ces, cuyos raudales habían de darle impulso, y comunicar su movimiento a un enorme tra­piche de que era parte esencial la men­cionada rueda. Subido en una cuestecilla por donde se derrumbaba el agua, y que enton­ces tenía el nombre de Salto del Cerro, es­taba un personaje, como de más de cincuen­ta años, bajo de cuerpo, de vientre rollizo, ancho de rostro, el color encendido, la nariz chata y los ojos bailadores y rasgados que desde luego le pregonaban por hombre deci­dor, festivo y de buena pasta. Pero en aque­lla sazón su natural jovialidad había cedido el puesto a una más que razonable impacien­cia, y dábase a todos los diablos al ver él ningún efecto que producían las repetidas ór­denes que comunicaba a los negros; pues a pesar de las diferentes posiciones en que la colocaban, la máquina se estaba queda, como si ni una gota de agua corriese por de­bajo. Cansado ya de vocear, y de los inúti­les esfuerzos de sus esclavos, a quienes acha­caba no poca parte en la quietud de la rueda, por su torpeza en comprender sus explica­ciones, estaba ya a punto de dar de mano a su tarea, cuando asomó por el camino que viene de Puentes Grandes un caballero en un lozano potro, que a buen andar se enderezaba hacia ellos. Traía vestido un gabán de paño azul, y una montera de terciopelo negro; y según se fue acercando, mostró ser de mediana edad, blanco de rostro, nariz aguile­ña, la vista entre pensativa y penetrante, bien puesto de barba y cabellos oscuros ensortija­dos. Desde luego se conoció en las miradas del impaciente director, que no podía habér­sele presentado otra persona más a propósito para sacarle de sus apuros que la que se acercaba; y no bien hubo ésta detenido su caballo, cuando sin corresponder al saludo, con gentil desenfado le comenzó a decir en altas voces:

 

–¡Medrado estamos, Señor Don Juan! Linda invención por mi vida! Ahí tiene vuestra merced su rueda, que no parece sino que ha echado raíces en esa zanja.

 

–¿Cómo así? -preguntó con calma el re­cién venido, con cierto dejo de extranjero en el acento-. "No estará acomodada en su puesto.”


–¡Pues no ha de estar! Dos horas morta­les he pasado alzándola, bajándola, y ponién­dola de mil maneras, y ahí está que no la hará dar una vuelta toda el agua del Tajo. Verdad es que estos negros son unos bes­tias que no os entienden nada de cuanto les decís: pero yo bien claro y recio les he 

ha­blado; y ya comienzo a sospechar que el mal está en que a vuestra merced, Sr. Antonelli, más se le alcanza de fabricar castillos y repre­sas, que de construir ingenios de azúcar.

 

Se les encendieron las mejillas al caballero del gabán, y sin responder palabra a las des­corteses del hacendado, se desmontó de su potro, mandó a los negros alzar un tanto la máquina, acuñándola con algunos trozos de madera; preparados allí al intento; y quitan­do en seguida una ligera palanca, introduci­da en cierto punto de la rueda, comenzó ésta a girar con bastante rapidez, alborotando el agua clara, y cubriéndola de blanca espu­ma por un buen trecho.

 

Asombrados estaban los negros con el re­pentino movimiento de la máquina, cuando de improviso los sac ode su estupor un grito que resonó hacia donde estaba su amo: alza­ron todos los ojos, y con ellos el recién veni­do, y ya no le hallaron en la altura desde donde había dirigido los trabajos; pero un momento después le vieron bajar en la co­rriente, que apenas llegó al llano, le arrebató con ímpetu hacia la rueda, entre cuyos álabes habría sido sin duda hecho pedazos antes que sus esclavos atónitos hubiesen pensado en so­correrle, a no haber el del gabán introducido con prontitud la palanca, conteniendo así el impulso a tiempo de salvarle.


PÁGINA 2


Remojado y triste por demás sacaron al buen viejo de la zanja, y luego que se le hubo pasado el susto y la cólera, a que no poco contribuyó la frescura del baño, contó que al mirar al trapiche volteando con tanta gracia, quiso bajar para excusarse con el 

ca­ballero por las destempladas razones que le había dirigido: pero al ponerlo en ejecución, le tropezó un pie, y dio consigo en el agua, sin poder hacer más que lanzar un grito para ad­vertir el riesgo que corría, del cual se veía salvo, merced a la intervención del maquinis­ta, a quien manifestó su agradecimiento con expresivas frases. 


Satisfecho con el ensayo del ingenio, y mal hallado con la humedad de sus ropas, tomó al del gabán por la mano, y juntos se enca­minaron a la casa, donde después de haberse aquél mudado de traje, pidió y le fue servido un trago de vino añejo, para prevenir, según dijo él, un resfriado; aunque por lo a mano que estuvo el frasco, y por la cantidad de lí­quido que contenía, que no pasaba de la mi­tad, se traslucía que el buen señor solía ha­cerle a menudo sus visitas, para reanimar sus espíritus, y atizar el buen humor que de ordinario mantenía.


–Vaya, un trago, Sr. Don Juan; dijo, echan­do en otro vaso. "Probadle, que es católico, y os barrerá de la cabeza la desazón que haya podido causaros mi lengua maldiciente.”

 

–Mi desazón, si fue alguna, respondió el extranjero, se la ha llevado ya en sus alas la brisa de la tarde; pero por haceros razón, acepto el brindis. 

-Y mojó en efecto los la­bios en el licor.- ¿No os parece de buena ley y cristiano viejo?, -dijo el otro, apretando los labios y abriéndolos con estrépito, sabo­reando el trago-. 


-No es malo, en efecto; aunque a decir verdad, poco entiendo de vinos. Pero hablan­do de otra cosa, a lo que veo se os olvida que ya va oscureciendo, y que tenemos que atra­vesar la ciénaga antes de que anochezca; o piensa quizá vuestra merced dormir en este desierto en cuyo caso os beso las manos.

 

–No señor; iremos juntos, y entretendre­mos el camino platicando sobre las nuevas que corren, que no dejaréis vos de saber­las como hombre que vive a pan y manteles con el gobernador. 


Diciendo esto, pidió su caballo a un esclavo, montó en él con no poca dificultad, y después de dar sus dis­posiciones para el manejo de la finca, to­maron el camino de La Habana, por donde los dejaremos ir en buena paz y armonía, mientras informamos a los lectores de quié­nes eran los dos tan desemejantes caballeros. Se llamaba el más anciano, y con quien pri­mero han hecho conocimiento, Hernán Man­rique de Rojas, extremeño, uno de los más acaudalados vecinos de La Habana, donde era tan conocido por sus ducados, como por su honradez y por su trato franco y compla­ciente. Se había establecido desde mozo en La Habana, y muy luego se enamoró de la hija de una india y de uno de los primeros pobladores de la Isla, con quien contrajo ma­trimonio, y a quien su padre dejó heredada en una cuantiosa hacienda. Sólo dos pesa­dumbres había tenido, según decía él mismo, desde que pisó esta tierra: una la muerte de su cara mitad, y la otra un pleito en que a la sazón andaba enredado con el Ayuntamien­to, sobre la propiedad de ciertos terre­nos: pero de la primera le consolaba una hija, único fruto de sus amores; y para des­vanecer la segunda confiaba en su justicia, apoyada de sus no pocos dineros.


Era el segundo caminante el italiano Juan Bautista Antonelli, ingeniero, célebre en las historias de aquella edad, por las comisiones con que le honraba el Rey Don Felipe II, sien­do de las más importantes la que trajo a esta ciudad el año anterior de 1589, para forti­ficar la boca del puerto con el famoso castillo de los Tres Reyes, o del Morro. Además de esta obra, tenía Antonelli casi al concluir otra no menos útil, si no de tan grandiosas 

pro­porciones, en el robusto muro de la represa que construyó para hacer derramar en la Zan­ja Real el agua del río, llamado antiguamen­te por los naturales Casiguaguas, y conocido hoy con el nombre de la Chorrera. La im­portancia de estos trabajos, y más que todo el trato que según fama mantenía con el mis­terioso y sombrío Felipe II, a que daba no poco color la deferencia con que le miraba el gobernador Don Juan de Tejada, y su carácter taciturno y contemplativo, hacían de Antonelli uno de los más notables personajes, y que más asunto daban a las conversaciones del reducido vecindario que contaba la en­tonces villa de San Cristóbal de La Habana. La posición en que respecto uno del otro se hallaban Antonelli y Hernán Manrique, nos la dirá el siguiente coloquio que en el camino tuvieron.


PÁGINA 3 


Después de haber andado un buen trecho en silencio, Antonelli, que parecía aquella tar­de más imaginativo que de costumbre, con voz trémula, como de hombre que teme la respuesta.


–Señor Hernando, -le dijo-; ¿sabréis ya que ha llegado la flota de Nueva España, y que dentro de breves días me iré en ella a donde me llama el Rey? 


–Cuando yo mismo no la hubiese visto entrar, 

-contestó- el extremeño, me lo habrían hecho saber las lombardas del galeón, que nos atronaron con sus tiros: y en cuanto a vuestro viaje, Señor Don Juan, Dios os le dé próspero, y os depare tan buenos amigos co­mo los que aquí dejáis.

 

–Así será cuando vos lo decís. Pero ... no alcanzo yo cómo puede ser mi amigo quien pudiendo labrar mi dicha, me la nie­ga para siempre. 


–¿Y qué puedo yo hacer por vos? ¿Que­réis acaso que fuerce a mi hija, y le diga: deja a ese hidalgo, y ama a este otro caballero que vale más que el que tú y yo habíamos escogido?


–¿Y os olvidáis, Señor Hernando, que yo voy a Madrid, donde una insinuación mía a los Señores del Consejo, bastará para decidir en vuestro favor, sin que os cueste una blan­ca, ese pleito que os trae tan caviloso?

 

–No lo ignoro, Sr. Don Juan: pero también sé que he empeñado mi palabra al goberna­dor, que no es hombre que se dejaría tratar como un niño, si me viese negar a su sobri­no mi hija.

 

–Gobiernos hay en Indias a donde poder ascenderle con decoro, y quedar vos libre de ese temor.

 

–Cuando así fuere, ¿me libraríais vos de la mancha que caería en mi nombre? Mas dad de caso que yo, por atender a mi pro­vecho, violentase a mi hija; ¿cómo os con­tentaríais con una mujer que ama a otro, y no se os entrega de buen grado?


–Vuestra hija, Señor Hernando, es virtuo­sa; y aunque al principio mirase a su esposo con repugnancia, ésta menguaría al encon­trar en él un amante rendido y apasionado, y acabaría por concederle buen lugar en su corazón; y yo no apetezco más para mi ven­tura.

 

–¡Nada! No os canséis: He hablado a la chica: Está resuelta; Y sólo la muerte de ese mancebo podría daros alguna esperanza.


–¿Su muerte podría darme esperanza? ...


–Pues ... ; digo, que si Dios se sirviese llamarle a mejor siglo, podría yo cuando el tiem­po hubiese calmado su cuita, hablarle de vos, y reducirla a que os diese la mano. Pero aho­ra, es pensar en lo excusado: a más que no soy yo padre de tal condición que pueda sa­crificarla a mi particular interés.  


No debió de oír Antonelli estas últimas palabras; porque había caído en una especie de abstracción, de que no consiguieron sa­carle las tentativas del compañero para rea­nudar la plática, aunque dándole otro sesgo. 


Anduvieron así callados lo restante del ca­mino, y como se lo temía Antonelli, les salteó la noche antes de que hubiesen atravesado la ciénaga que en aquella época formaba el mar entrando por el Boquete hasta más allá del sitio que ahora ocupa el convento de Belemi­tas, y que en tiempo de lluvias se extendía a cubrir no poca parte de los terrenos extra­muros de esta ciudad. Al cabo, con bastante fatiga lograron pasarla: cruzaron las solitarias y oscuras calles de la villa, y llegados a la que ahora es Plaza de armas, se despidieron cortésmente.


Hernán Manrique fue a contar a su hija el lance del ingeniero, y Antonelli caminó taciturno para el castillo de la Fuer­za, donde tenía su habitación.


PÁGINA 4

II 


El término de todas las esperanzas, el móvil de todas las virtudes, de todos los crímenes y especulaciones humanas, está expresado por una palabra armoniosa, que no hay corazón que no entienda, ni mente que no se arrobe pensando en ella aunque a ninguno sea dable explicarla cumplidamente: 

-¡Felicidad!... Es una ilusión, una quimera voluble y de mil aspectos, que fija sobre nosotros sus ojos he­chiceros desde que damos el primer suspiro, y nos lleva anhelantes y fascinados en pos de sí hasta la huesa, y aún más allá de la muer­te nos halaga con promesas de sumo bien: el hombre la mira en la mujer, la mujer en el hombre: el impío la busca en el bullicio del mundo, el eremita en la soledad del yer­mo, y el creyente en Dios y la eternidad.


De todos los deseos que infunde la idea de esta ventura ideal, ninguno se despierta más temprano que el de encontrar una alma que nos retribuya toda la simpatía, todo el amor de que es capaz la nuestra: especialmen­te hay una edad en que este deseo es un de­lirio que pone un torbellino en nuestras ca­bezas, un volcán en el corazón, y nos arre­bata a veces al heroísmo, y a veces también a los más torpes desacuerdos. El es quien enciende la mirada del mozo, y presta inefa­ble expresión a los ojos de la doncella, aro­mas a su aliento a sus palabras armonía; él quien junta a los enamorados en la oscuridad de la noche, o a la luz voluptuosa de la luna, y les inspira frases que sólo entonces se ocu­rren; él es el que a la pobre mujer engañada en su primera afición, arrastra a buscar el adormecimiento de sus penas en la embria­guez del vicio, y también el que anubla la vis­ta, y guía la espada del celoso a las entrañas de su rival.


Pero pasa esta edad, y llega una época de la vida en que colocado el hombre como en un lindero, contempla por una parte la juventud que se despide para siempre con su entusiasmo, sus ilusiones, sus cuitas y sus placeres, y por otra parte la venidera vejez con su hielo, sus achaques y su egoísmo: épo­ca dolorosa, en que vuelve su espalda la es­peranza, y no se descubre en el árido yermo de los años futuros ninguna flor de pasión que embellezca una vida cuya mitad más bri­llante ya ha pasado!. ..

 

Suele suceder que al cabo, cuando ya co­mienza a resignarse a pasar sus años en soli­tario aislamiento, se presenta de improviso a su vista el objeto de sus imaginaciones: “una mujer;” pura como una gota de lluvia, blanda como la pluma de un pájaro, hermosa como un pedazo de cielo esclarecido por el reflejo nacarado del sol ya puesto, y en que reluz­can a la par la estrella de la tarde y la media luna creciente. Entonces reverdecen en su co­razón las raíces de sus marchitos afectos, se enciende de nuevo el fuego de sus pasiones; y vuela en pos de ella: Y si por desgracia al­gún estorbo le impide alcanzarla, si algún de­lito se interpone en su camino, pasa por en­cima del delito, y estampa sus manos ensan­grentadas sobre los cándidos hombros de la beldad, que se aja y descolora con sus cari­cias criminales.

 

Tales eran la posición y los pensamientos de Antonelli. Su índole ardiente le impulsaba a amar con frenesí; y acosado por la necesi­dad de ser correspondido a su vez con el mismo calor, vagó en sus mocedades de una en otra hermosura, saliendo siempre airoso en sus galanteos, merced a su gallarda pre­sencia, y a las bizarras prendas de su ánimo, que le hacía bien apuesto con las damas. Nin­guna empero satisfizo a aquella alma de fue­go: Y así de desengaño en desengaño, iba perdiendo su pureza, a la par que su quie­tud, cuando dio con una criatura que despertó en su interior mil emociones desconocidas, y le hizo palpar la diferencia que hay entre una afición bastarda, y un afecto puro y delicado. Era una niña que no contaba bien los quince años: Las primeras palabras enamoradas que oyó fueron sin duda las de Antonelli; y cuan­do con voz trémula, y toda sonrosada le res­pondió ¡yo también te amo! fue con tanto candor, que el rendido mozo no supo cómo expresar su conmoción, y cayó de rodillas delante de la turbada doncella. Pero hay cria­turas de tan frágil naturaleza que toda sen­sación profunda las aniquila: La dicha o infor­tunio las quebranta: Su aspecto angelical está bañado de una suave luz, que se empaña al más ligero soplo, y de sus ojos aunque risue­ños, ruedan lágrimas a menudo; semejantes a la bomba de leve espuma que encanta con sus colores de arco iris las miradas del niño que la echó a flotar en el aire, y que refleja el azul del cielo; pero que a cualquiera ondu­lación del ambiente se deshace en vapor, o se resuelve en una gota de agua. 


Una de esas fue Isabel: Su hermosura era demasiada de­licada, sus encantos demasiado aéreos, para que pudiese alimentar una pasión de fuego, sin consumirse: Se le oprimió el pecho, le re­bozó el corazón de sentimiento; se le consu­mieron las carnes, y como un lirio que se do­bla al peso del rocío, murió en lo mejor de su abril de puro amor, al exceso de su ven­tura. 


¡Cuáles no serían las angustias de Anto­nelli al ver echarle la tierra encima! ... Quedó fuera de sí con este golpe: Anduvo mucho tiempo como sin saber lo que le pasaba; y cuando en últimas recobró poco a poco el uso de sus potencias intelectuales, se retrajo de toda comunicación, y para adormecer sus penas, se dio con ahínco al estudio de las ciencias exactas, logrando con sus grandiosas especulaciones atraerse el respeto de los sabios, y la consideración del mismo Felipe II: Pero bien se traslucía en aquel semblante me­lancólico, que aunque la inteligencia había conseguido desplegar las alas, el cielo de su fantasía estaba oscuro, y que no revolaban por él sino amargos recuerdos de sus malo­grados amores. 


PÁGINA 5

¡Quién le hubiera dicho a Antonelli cuan­do quiso venir a Indias, que en ellas halla­ría otra mujer capaz de suscitar en su alma nueva pasión, más poderosa aún que la de su juventud! Habían pasados muchos meses de estar en La Habana, entregado exclu­sivamente a la dirección del soberbio Castillo del Morro, cuando el acaso le hizo estrechar amistad con Hernán Manrique de Rojas. Es­taba el ingenio de éste, como hemos visto, en el Cerro, por donde tenía que pasar An­tonelli para ir al río: Se encontraban a me­nudo los dos en el camino: mediaron al 

prin­cipio las cortesías de estilo entre hidalgos, y poco a poco fueron trabando conversación, de que resultó Antonelli encargado de inven­tar el ingenio que ya conocemos, y rogado por Hernán Manrique a que le honrase su casa. Fue en efecto a visitarle; y se encontró al ex­tremeño a par de su hija, a quien hasta en­tonces no había visto. Puso los ojos en ella el malaventurado ingeniero, y sintió en el pe­cho una emoción semejante a la que causa la claridad de la luna, o a la música endul­zada por la distancia, que no podemos decir si es placer o melancolía, o una mezcla de­liciosa de ambas impresiones. La miraba embelesado; y la voz armoniosa de la doncella, sus ojos negros, rasgados, y expresivos, la gracia indefinible de todos sus ademanes y posturas, y cierta extrañeza que se notaba en su semblante, por donde se traslucía su origen americano, todas estas partes, y cada una de por sí, despertaron en su corazón mil afectos amortecidos, y le recordaron la pro­nunciación musical de las mujeres de su país, el cielo de su Italia, y las escenas de su tor­mentosa mocedad. 


Por demás está decir que repitió sus visi­tas a Hernán Manrique. Cada vez que se des­pedía de su hija, se iba triste, recordando sin saber por qué su malograda Isabel, tan linda, tan inocente, tan enamorada: pero este recuerdo se fue debilitando por grados; su imagen comenzó a presentarse descolorida y menos a menudo en su imaginación, hasta que por último cedió el puesto a otra imagen más animada, y quedó por única señora de su pensamiento, la bella Casilda, que tal era el nombre de la criolla.

 

Ardiente y conmovedora por demás fue la declaración del italiano: Pero ya era tarde! ... Casilda, después de escucharle con modesto rubor y sobresalto, le confesó en mal articu­ladas razones, que ella amaba con beneplá­cito de su padre, al capitán Lupercio de Ge­labert, sobrino del gobernador, de quien pronto había de ser esposa.


En vano em­pleó todas sus artes para cautivar a la don­cella, y hacerla olvidar a su rival; en vano fueron sus persuasiones, las promesas que hizo al honrado Hernán Manrique, para ten­tarle a romper su palabra: Nada consiguió; y el desesperado ingeniero miraba ya inmedia­to el día de su partida, y cada vez que me­ditaba en ella le cruzaban pensamientos 

ho­rribles por la cabeza.

 

Más que nunca eran sombrías sus ideas la noche que se despidió de Hernán Manri­que en la Plaza de Armas. En el mismo castillo de la Fuerza, y al lado del suyo, tenía su alojamiento el capitán Lupercio; y cuando ya a deshora oyó Antonelli sus pa­sos en el oscuro corredor, se le ocurrieron las últimas palabras del extremeño; le chispeaban los ojos; abrió la puerta con ímpetu, y al darle las buenas noches el descuidado capitán, que inocente de todo, ignoraba las pretensiones de Antonelli, llevó éste maqui­nalmente la mano a su daga: Pero conte­niéndose por fortuna, le volvió la espalda, sin responder al saludo. Pasó la noche en vela, luchando con encontrados afectos; y al día siguiente a la puesta del sol, salió a ca­minar por la villa, para ver si el bullicio, y la frescura de la tarde, daban algún en­sanche a su ánimo atribulado. Enderezó sus pasos sin saber a dónde por la primera calle que encontró, y fue a parar al extremo meri­dional del pueblo, llamado entonces barrio de Campeche, por los indios de esta provin­cia que le habitaban, a quienes el Ayunta­miento había concedido aquellos terrenos pa­ra sus casas y siembras.


PÁGINA 6 

Comenzaba el tal barrio en el sitio que ahora ocupa la iglesia de la Merced, y se componía de una porción de casuchas de gua­no, desordenadamente dispuestas, sombrea­das por árboles de diferentes especies que les comunicaban cierto aire campestre a se­mejanza de población de indios bravos. Sus moradores no gozaban por cierto la mejor fama: Era toda gente baldía y holgazana, sin otra ocupación que sembrar el poco maíz y legumbres necesarias para su subsistencia, o cuando mucho acarrear agua de la vecina Zanja para el consumo del vecindario. A la sazón que llegó Antonelli, estaban reunidos en un claro o plazuela que formaban las ca­sas, muchos de los campechanos y campecha­nas, de ellos sentados en sus puertas sabo­reando sus perezosas cachimbas, de ellos agru­pados en diferentes corrillos, y todos embe­lesados con media docena de jugadores de pelota, que con gentil compás de pies y ma­nos la recibían en todas las partes de sus cuerpos, y la rechazaban con ímpetu a sus adversarios. La presencia de Antonelli no turbó en nada su diversión, como que ya le conocían tanto porque en sus solitarios paseos acostumbraba buscar aquella parte de la villa, cuanto porque algunos de ellos ha­bían sido trabajadores en las obras que di­rigía el italiano. Miraban a éste con ojos dis­traídos al arrimo de un árbol; cuando se oyó un pisoteo de caballos que se acercaban por el lado del norte; y antes que los alegres jugadores pensasen hacerles plaza, entraron dos caballeros en retozones corce­les, con no poca sorpresa de los guachinan­gos al conocerlos, pues eran nada menos que el gobernador don Juan de Tejada, y su sobrino Lupercio de Gelabert, en quien clavó ceñudo una mirada de fuego el silencioso ita­liano.

 

El asustadizo caballo de Gelabert, apenas se vio entre tanta gente, alborotando de forma que a pesar de la maestría del jinete, no pu­do éste impedir que en una de sus revueltas tropezara al más fornido de los jugadores, y le llevase dando tumbos una buena pieza, hasta que al cabo le derribó al suelo, y le plantó uno de los cascos en la cara, dejándole estampados en el carrillo sangriento los cas­cos de la herradura. 


Acudieron todos al es­tropeado, y también el gobernador, quien procuró con autorizadas razones sosegar aque­lla chusma; y arrojando unas monedas de oro al herido, continuó su paseo por donde se había marchado su sobrino: pero no bien hubo traspuesto, principiaron de nuevo las imprecaciones de los campechanos, incitando a la venganza al derribado compañero.


–Oh no eres hombre, Pablo; o debe pa­gártela el capitán, decía uno.


–Es muy sober­bio, añadía otro.


–Pues amansarle ... 


–Pues quitarle del medio ... 


–Y oigan al Señor gober­nador ¡que fue casualidad! ... 


–Sí; casuali­dad! ... que nos tiene entre ojos. Acuérdate tú, Pablo, del día que al pasar a su lado en la iglesia, le pisaste por descuido la plu­ma del sombrero: No contento con lo que te dijo allí, agarró la ocasión de hacerte ese floreo.


–Si digo yo que estos nobles se han figurado que uno está en el mundo no más que para aguantarlos. ¿Qué vendrían a bus­car por aquí esta tarde?


–No sería nada bue­no para nosotros.


–Pues ¡voto a tal! Pablo; que si no te portas como buen campechano, te he de hacer en el otro cachete tantas se­ñales, como clavos te ha marcado en ese la herradura.


–¡Y yo!. .. Y yo! -gritaron mu­chos a un tiempo-. 


Nada respondía Pablo; y mirándolos de reojo, echó a andar para su casa, deján­dolos disputar y maldecir, hasta que cansados de hacerlo, se fueron dispersando los co­rrillos, y poco después quedó en silencio y desocupada la plazuela.

 

Todo lo había mirado y oído Antonelli sin moverse; pero, no sin sentir; pues bien se traslucía por las variaciones de su semblante la lucha de su interior. 


PÁGINA 7


Nadie quedaba ya en la plaza: iba oscureciendo; y todavía perma­necía él arrimado al árbol, con los brazos cru­zados sobre el pecho: por último, como si acabase de tomar una determinación, se caló el sombrero, y embozándose en su capa, echó a andar hacia la casa de Pablo, que cabal­mente era la primera del barrio por el lado del norte. A medida que se acercaba, sentía flaquear su resolución: se detenía a cada pa­so; le temblaban las rodillas, respiraba con dificultad, y volvía en derredor los ojos, co­mo temeroso de hallar alguien que le espiase en tan vergonzoso estado: con todo, camina­ba!


Llegó por fin a la casa; y al hallar al indio sentado delante de su puerta, con la cabeza baja, las piernas cruzadas y metidas entre ellas ambas manos, faltó muy poco pa­ra que siguiese de largo: La voz de una per­sona, el vuelo de un pájaro, el tañido de una campana, cualquier impresión extraña, le hu­biera hecho seguir, ahuyentando la criminal idea que le arrastraba; pero venció su insti­gación diabólica, y encaminándose al guachi­nango y poniéndole familiarmente la mano en el hombro ¿en qué piensas, Pablo?, - le preguntó: Alzó éste la cabeza, y conocién­dole, respondió en voz baja: 


–Pienso, señor, en que nosotros tenemos fama de malos y a mí me cuesta mucho que­rer serlo.

 

–Yo siempre te he tenido por hombre honrado y buen cristiano, Pablo.


–Y… ¡ojalá no lo fuera!


–¿Para qué? Vaya, Pablo, yo creía que ya no te acordabas del lance de esta tarde.

 

–Yo bien quisiera no acordarme, Se Juan. Dios manda que olvidemos las inju­rias; pero me duelen mucho las marcas de la herradura, y además siento el desprecio y las amenazas de mis paisanos. 


–¡Pues qué! ¿serían ellos capaces de ha­cer contigo lo que dijeron?

 

–Sí serían capaces! ... No los conoce bien el Señor Don Juan. Capaces son no digo de 

agu­jerearme la cara, sino de sacarme el corazón, si no hago lo que ellos quieran.

 

–Mira, Pablo. Yo te tengo buena volun­tad, y por eso me he valido siempre de ti para mis trabajos: ¿es cierto?

 

–Sí señor; y toda mi vida se lo agrade­ceré.

 

–Pues bien: yo veo que tú eres hombre pacífico, y no para andar en reyertas: dentro de cinco o seis días me voy en la flota; ¿quie­res venirte conmigo a España, y descansas de una vez de ese capitán, que ha dado en perseguirte, y te libras del odio de tus pai­sanos?

 

–¿Y mi mujer? ¿y mis hijos? Todavía no me he atrevido a entrar a verlos después de lo que me ha pasado.

 

–Hombre! tienes razón: no me acordaba. Ello duro es pero ya veo, Pablo, que es menester escoger entre el capitán y tus pai­sanos.

 

–Si vuestra merced fuese yo, ¿qué haría, Señor Don Juan?

 

–Eso, Pablo, es diferente. Soy caballero, y si alguno se me atreviese, mi espada le haría entrar en razón, luego, luego.

 

–¿ Y si no fuese caballero, sino Pablo el campechano?

 

–Entonces ... lo mismo. ¿No tienes tu pu­ñal? ¿Sí? Pues bien; entonces rondaría la casa de Hernán Manrique, el extremeño, y una noche de las muchas en que el señor capitán viene a platicar con su hija, me le pondría delante, y le diría; señor galán; aquí estoy a pagarle su cortesía: 


-Y figúrate lo demás.  


–Pues eso mismo pensaba yo, Señor., y lo veremos pronto.

 

–¡Hola! ¿con que eres hombre de esos bríos? No es malo tenerlos, Pablo; pero ¿has pensado bien a lo que te expones? El capitán es mozo de espíritu y no le cogerás despre­venido.

 

–Sé que arriesgo mi salvación y mi vida; pero confío en Nuestra Señora de Guadalupe, y yo me daré mis trazas para escaparme de las persecuciones de la justicia. 


–Y si no, Pablo; bienaventurados los que padecen, porque de ellos es el reino de los cielos. 


–Sí señor, ¡aunque no lo permita la Vir­gen Santísima! Lo que yo quisiera, Señor Don Juan, es que ya que el parecer de vuestra merced me ha infundido ánimo ... 


–No te descubra, ¿eh? No hagas miedo. ¿Ni qué me importa ese mancebo? Si es so­berbio, que lo pague. Además de que no vas a cometer ninguna traición: lo mismo haría yo que tú. Mas ya es tarde. Buenas no­ches, Pablo.

 

–Dios le guarde, Señor Don Juan.


Y Antonelli, que por la primera vez de su vida, le veía la cara al crimen, se alejó de allí a largos pasos, con la cabeza trastor­nada, y el corazón que le salía del pecho, como un juez perverso, aunque bisoño to­davía en la depravación, que acabase de echar en la urna el voto de muerte de un ino­cente. 


PÁGINA 8

III 


Con mesurado andar y semblante, imagina­tivo paseaba Antonelli por la plataforma del Castillo de La Fuerza; y si la dudosa claridad de la luna, próxima a salir, lo hubiese permitido, muy poca perspicacia se hubiera necesitado para leer en sus facciones la lucha interior que le combatía. Ya se quedaba inmóvil cruzadas atrás las manos y la cabeza caída sobre el pecho; ya apresurando el paso, se daba una palmada en la frente: a veces ladease un tanto, y movía los labios, como persuadiendo a un ente invisible; y otras, agitando las ma­nos con gesto convulsivo, parecía suplicarle que se fuese y le dejase en paz. Muchas idas y venidas había ya dado de esta suerte, cuan­do al parecer cansado de verse reducido a tan estrecho espacio, bajó de la plataforma, y encaminándose a un postigo excusado que te­nía el castillo entonces hacia el mar, echó por la ribera sin cuidarse adonde le llevaban los pies. 


A la sazón iba asomando la luna; y sus rayos después de resbalar por la superficie de la bahía, se quebraban en los baluartes del castillo, en la alabarda del centinela, o sobre los techos del caserío, a no ser que hallasen alguna ventana entreabierta, o redonda clara­boya, por donde deslizarse a esclarecer las si­lenciosas escenas de las horas nocturnas. 

An­tonelli puso los ojos en la raya luminosa que rielaba en el mar, y corriendo la vista por ella, miró fijo al cabo en la menguante luna, como para que su plácido resplandor alum­brase también las sombras de su tenebrosa imaginación. Ora fuese influjo saludable de aquel astro, ora efecto de la frescura del te­rral, junto con la soledad y el silencio de aquella hora, lo cierto es que algo más se­reno fue a sentarse en una piedra que en su ligero embate que a veces cubrían las aguas, las cuales al retirarse por sus grietas, ya en cla­ros hilos, ya en sueltas gotas, formaban apa­cible murmullos, semejante al apagado gorjeo de un ave medio dormida. Allí, soltando el vuelo a sus pensamientos, quedó en una vaga cavilación, que no le duró mucho pues a poco le interrumpió su devaneo, una voz que decía:

 

–“¡Hola! Señor Don Juan: ¿qué hacéis tan pensativo? ¿invocando acaso la luna y las estrellas para alguna trova?" 


Aquella voz penetró hasta las entrañas de Antonelli; y al levantar la cara hacia el que la dirigía, le temblaron los labios y los pár­pados, como si fuere a responder alguna pa­labra irónica o provocativa: pero al ver el aire cándido, y el rostro franco del recién ve­nido, se le amortiguó la ira, y por una de las muchas contradicciones a que está sujeto el corazón humano, al revés de lo que ex­perimentaba siempre, sintió con vivísimas ganas de conversar con el capitán Lupercio de Gelabert, que no era otro el que delante se le ponía. Así fue que después de una cor­ta pausa le respondió:

 

–“Capitán Gelabert; yo no soy poeta, y eso de coplas dice más bien en un galán enamorado, que no en un adusto ingeniero co­mo yo."

 

–“Cabalmente ingenio es lo que se ha me­nester para componerlas, Señor Don Juan; y sien­do tan por extremo el vuestro, no es mucho que os creyese poeta."

 

–“Pero, capitán, yo no soy ingeniero de amor, sino de máquinas y castillos."

 

–“ ¿Y qué importa, Señor Don Juan? Para el amor no hay pecho seguro; y quien ama, compone versos."

 

–“Sea en buena hora; pero como yo es­toy desengañado del amor y sus quimeras ... "

 

–“¡Ay Señor Don Juan! poco entiende vues­tra merced de achaques de amoríos, pues co­mo ha dicho cierto poeta, nunca jamás sirvió

de remedio el desengaño!"

 

–“Cierto, cierto, capitán,” dijo Antone­lli, mordiéndose los labios: "pero variemos de conversación, que esta de amor me em­palaga cuando a mí se refiere; o si os place, habladme de los vuestros, pues a juzgar por ese traje, ese instrumento, y el estar fuera del castillo a tales horas, apostaría yo que esta noche anda vuestra merced de ga­lanteo."

 

Traía Lupercio casi cubierto el rostro con un ancho sombrero chambergo sin pluma: coleto de paño oscuro, jubón con mangas blancas, zaragüelles anchos con la

zos en las rodillas, medias calzadas también blancas, y 

za­patos negros, componían su vestido: faltan­do sólo añadir para completar su pintura, que al cinto llevaba espada, y en las manos una guitarra. 


El tono conque pronunció Antonelli sus últimas palabras, entre enojado y curioso, no dejó de llamar la atención de Lupercio; pero como él era de suyo afable y comunicativo, y además Antonelli, en su concepto, estaba lle­no de rarezas, no hizo caso, y prosiguió:

 

–“Pues bien; no se hable más del asun­to; y volviendo a las coplas, diré a vuestra merced por qué fue que traté de ellas. Es el caso que cuando os encontré, venía yo reci­tando por lo bajo una letra que acabo de componer para cantarla con una tonada an­tigua, a las rejas de cierta dama; y como venía tan ocupado de ellas, lo primero que se me ocurrió, fue decirlas a usted, para saber que os parece.”


PÁGINA 9


-"Oigamos", contestó Antonelli.

Sin hacerse rogar, se limpió el pecho Ge­labert, y punteando maquinalmente su gui­tarra, como para entonarse, y acercándose más a Antonelli, dijo así: "La letra es esta.

 

Baja, señora, á la reja, 

que está aquí 

quien vive solo por ti. 


La media noche es pasada;

la calle en silencio está; 

tu padre durmiendo ya, 

y la dueña descuidada. 


El lecho mullido deja; 

cede a mi voz amorosa, 

y con planta cautelosa 

Baja, señora, á la reja. 


Que está aquí 

quien vive solo por ti. 


No te detenga, ángel mío, 

de tu persona el primor; 

que quien mira con amor, 

no busca si hay atavío.

 

Que esté suelta la madeja, 

que arrastre flojo el vestido-; 

no importa: ven, te lo pido' 

y di asomando a la reja:

 

Ya está aquí 

quien vive también por ti.

 

De la menguante luna 

la trémula claridad, 

alumbrará tu beldad, 

y alumbrará mi fortuna.

 

Cesará entonces mi queja, 

y con tu mano en la mía 

nos hallará el claro día:

 

Tú reclinada en la reja, 

y yo aquí 

muriendo de amor por ti. 


–"¡Eh! ¿qué os parecen las coplas, Señor Don Juan?"

 

La escuchó Antonelli con ansiosa, aunque disimulada atención: cada palabra de cariño se le clavaba en el pecho, revelándole para su tormento las dichas del capitán en sus amores con Casilda, pues bien claro es­taba que a ella se dirigían los versos. En aquel instante se le representó en plática con la linda criolla: -pero también le vino a la memoria el guachinango del día anterior, que sin duda estaría al atisbo; y renaciendo en su corazón aquella criminal idea, respondió precipitado a Lupercio:

 

–“Extremadas, capitán: pero no es este si­tio ni tiempo a propósito para juzgar de ellas: id pronto a cantárselas a esa dama, no sea que se os pase la hora, y la halléis también dormida como a la dueña y al buen padre."

 

–“Por eso no, Señor Don Juan; no hay prisa: todavía no han dado las doce en el reloj de la iglesia; y mientras dan, si os parece, repetiré las coplas por si no os habeos pene­trado bien de ellas.: “Baja, señora, á la reja que está aquí ... "


–“¡Basta, basta por Dios, Sr. poeta!: Harto las he penetrado;” -le interrumpió Antonelli impaciente-. "Andad a vuestro cánticos; que yo tengo otras cosas en qué pensar, y si no os vais me iré yo" .-Y diciendo y ha­ciendo echó a caminar para el Castillo La Fuerza, de­jando a Gelabert con la boca abierta, y di­ciéndose a sí mismo: "¡Vamos! este hombre es loco! Matemático al fin ... "No llegó em­pero Antonelli al castillo; pues ya cerca, al oír el reloj que daba las doce, volvió la cara hacia el capitán, el cual acomodándose la guitarra bajo del brazo, traspuso uno de los baluartes a la izquierda, en dirección de la iglesia parroquial de San Cristóbal, que exis­tía entonces donde están ahora las casas de Gobierno y Ayuntamiento.

 

Un rato permaneció Antonelli inmóvil, irresoluto: Una fuerza poderosa le impelía se­guir al capitán; un temblor en todo su cuerpo le estorbaba mover un solo pie: dudaba ir; dudaba también quedarse. Al cabo, sin deci­dirse aún, dio un paso: luego otro y otro; do­bló por el mismo baluarte; vio al capitán a lo lejos; y sin pensar a lo que iba, luchando con la curiosidad y el temor, con el remor­dimiento y los celos, con la virtud y el cri­men, siguió tras él, y a la sombra del cam­panario de la iglesia, se detuvo como a cien pasos de donde se detenía también Lupercio. 


La claridad de la luna derramada por las calles solitarias de un pueblo, suele causar al que por ellas se pasea una vaga melan­colía. Aquel silencio, tan profundo, aquellas casas tan cerradas, aquellas calles, la mitad claras, la otra mitad a oscuras como una cin­ta de dos colores, inspiran al alma ideas poé­ticas y esperanzas indefinibles de alcanzar algo desconocido, a pesar de sentir que nos fal­ta lo deseado para ser dichosos. La luna lo embellece todo: a su luz mágica desaparece la realidad prosaica de los objetos, el charco remeda un espejo reluciente: dando vida a las asperezas del terreno; se desvanecen las manchas de las pa­redes, y hasta los sonidos como que se en­dulzan, y penetran al oído con más halago. Pero ninguna impresión causaba aquella no­che a Antonelli ni a Lupercio algo significativo, porque ambos iban agitados de afectos poderosos por los ra­yos de la luna: el primero no quitaba los ojos del capitán; y el capitán los tenía clava­dos en la reja de cierta casa, que no llevará a mal. Amigo lector en dos plumadas se lo des­cribo.


PÁGINA 10 

IV 

La casa era una de las mejores de la villa, con lo que no sé dice mucho en verdad, porque sus fundadores no fueron de muy depurado gus­to arquitectónico: pero al cabo, aquella te­nía aire más nuevo, y embellecía un espa­cioso portal, con su galería alta corrida por todo el frente. Lo que más llamaba en ella la atención, eran unas tapias a la izquierda, por las cuales asomaban ramas de muchos ár­boles, con una puerta enrejada de hierro, a cuyos lados mecían espesas cañas bravas sus ondeantes penachos.


Desde la reja, pe­netrando la vista por una limpia avenida, po­día recrearse con la variada verdura del fo­llaje, y con los graciosos festones que perfu­maban el ambiente al agitarse el aire entre sus flores. Al extremo de la avenida había un lindo pabellón, cuyo interior, a ser de día, hubiera podido registrarse a través de las enredaderas que los formaban; pero a la hora en que dejamos a Lupercio parado frente a la puerta, parecía en completa oscuridad.

 

No bien estuvo Lupercio en el lugar re­ferido, cuando poniéndose la guitarra en pos­tura de tocador, formó en sus cuerdas un apagado preludio, como si temiese interrum­pir de improviso con su canto el silencio de aquella hora.


 Iba ya a cantar; pero no tuvo tiempo de hacerlo, porque a los prime­ros sonidos del instrumento, y como si fue­se una evocación de su tímida armonía, sa­lió del pabellón un bulto en apariencia de mujer, vestida de blanco, que atravesó por el jardín con rapidez: y todavía preludiaba el galán, cuando su amada le dijo desde la reja con trémula voz: 


–“¡Lupercio!"

 

–“Casilda mía!" -respondió él-, y corriendo a la puerta, se oyó al mismo tiempo de lle­gar un sonido más amoroso que el que pu­dieran emitir sus hierros, o las cuerdas de la guitarra, y que sin duda formaron unos la­bios respetuosos sobre una mano pasada por entre la verja. 


Si el bueno de Hernán Manrique, desve­lado por el calor de las noches de junio, cuyo mes corría entonces, hubiese tenido el antojo de salir a tomar el fresco en su jar­dín, y atraído por el susurro de la voz hu­mana, encaminara sus pasos a la puerta, ¡cual no hubiera sido su sorpresa al encontrarse en ella a su Casilda, no embellecida en respirar el ámbar de las flores, ni en contemplar el cielo y las estrellas, sino con la vista fija en otro cielo más cercano en que le brillaban dos ojos, y con el alma perfumada con el aroma de las palabras que su amartelado le dirigía! Con cuánta razón no se hubiera enojado con el capitán por aquella ilícita con­versación! ¿No le bastaban para hablar a Casilda las horas enteras que pasaba con ella en su sala? ¿Procedía como hombre de honor exponiendo a las hablillas del pueblo a la mujer que pronto había de llamar esposa? ¿Era acción de caballero burlar así la vigilan­cia de un padre? Lupercio no se había pues­to a hacer estas consideraciones: amaba a Casilda: necesitaba como buen enamorado de­círselo, y oírle decir a ella lo mismo con expresiones que sólo se pronuncian en mis­teriosas entrevistas; y si bien es cierto que podía verla en su casa, era siempre delante de su padre, o cuando menos vigilado por una tía huraña, que así hubiera permitido la menor confidencia a los amantes, como permitir que le arrancasen uno solo de los es­casos cabellos negros que le quedaban entre las canas. Así es que Lupercio le correspon­día con la mejor aversión del mundo; y siguiendo la costumbre de los galanes de aquel siglo, parecidos en esto a muchos del pre­sente, no dejaba pasar muchas noches sin hacer sus centinelas en la reja, mientras el padre y la tía reposaban descuidados.

 

Lo cierto es que lo que menos pensaban Casilda y Lupercio en aquel momento, era que hubiese en el mundo otros entes que ellos, pues su universo todo estaba allí. La luna daba de lleno en la cara de Casilda; y al paso que la hacía parecer más blanca, le comunicaba cierto encanto indefinible que su claridad presta siempre al rostro de la mujer, como si la rodease de una aureola mágica que aún a las que no son bellas hermosea, y a las bellas diviniza. Los negros cabellos de la criolla, mal recogidos en una ligera cofia, se le derramaban por el cuello, y los hom­bros, abrigados listos con un pañuelo de en­caje; le cubría tan sólo descubriéndole los brazos y la garganta, pues hasta los pies la cubría un vestido blanco, cuyas mangas perdidas se­mejaban las alas plegadas de un ángel, preso tras de aquella reja. En efecto, visión angé­lica parecía, y como a tal la contemplaba Lu­percio, aunque no en tan elevado éxtasis que le embargase el habla, pues por el movi­miento de los labios de entrambos, bien claro se traslucía que él a ella, y ella a él, se decían mutuas ternezas. 


Lo que se dijeron no sería fácil transcribirlo al pie de la letra, porque hablaban en voz baja: pero sí de imaginár­selo cualquier discreto lector que se haya vis­to en lance parecido: ello, no fue mucho; pues a poco rato de estar allí Lupercio, aso­mó en el portal de la casa un hombre, con el sombrero de ala espaciosa calado hasta las cejas, y groseramente vestido el cual, desli­zándose con cautela arrimado a la pared, lle­gó junto a Lupercio, y levantando el puño, en que brillaba un cuchillo, hubiera descar­gado el golpe a mansalva antes de que lo notase el apreciado mancebo, vuelto de es­paldas, si no le hubiese visto Casilda, y cu­briéndose con una mano los ojos, y exten­diendo la otra convulsiva hacia el traidor, no gritase, "¡Ay! Lupercio! que te matan!.”


Página 11


Gritar Casilda, bajar el brazo del asesino, dar un salto Lupercio, y estrellarle en la
 ca­beza la guitarra, fue obra de un abrir y cerrar de ojos.


–“¡Villano!" -clamó en seguida-, "ya probarás mi espada": 


Y sacándola en efecto, arremetió contra el encubierto campechano, que en vez de huir cobarde, le hizo frente, manifestando en el calor y destreza con que lidiaba, que no era matador mercenario, sino hombre a quien impulsaba el deseo de ven­garse, y quería asegurar el lance. Pelearon así en silencio un corto espacio: chocaron más de una vez la espada y el puñal, sin dañarse empero los contendientes; porque si ágil y arrojado era Lupercio, no le sacaba ventajas al guachinango, que se revolvía como un pá­jaro; y sabe Dios en qué hubiera parado aque­lla reyerta, a no intervenir en ella un tercero en discordia, que le puso término.

 

Bien caro estaba pagando Antonelli su cu­riosidad; y si los ojos del hombre airado, pudiesen tener alguna vez el fatal influjo de reducir a cenizas al objeto aborrecido, los del italiano hubieran aniquilado a Lupercio Gela­bert, mientras éste conversaba por la reja. Sin embargo, Antonelli no era perverso; y como por encanto se le enfrió la sangre y el corazón, al descubrir al campechano acer­cándose traidoramente a su rival. Una mano de hierro le oprimió la frente; le zumbaron los oídos; y con la boca entreabierta, y los ojos desencajados, esperó el resultado san­griento de aquella escena. Todo fue rápido; pero más rápido es el pensamiento; y en el de Antonelli hubo una lucha terrible en el tiempo que tardó el guachinango en caminar del portal a la reja .. En esto oyó Antonelli el grito de Casilda, que le penetró hasta el alma, y triunfando al cabo sus impulsos generosos, echó a co­rrer hacia el lugar de la pendencia, excla­mando al llegar, con la espada desnuda:

 

–“ A vuestro lado estoy, capitán. Huye, aleve."

 

–“Para canalla de este jaez, Señor Don Juan, basto yo contra ciento. Dejadme solo, y no os molestéis" -contestó Gelabert, sin dejar de reñir-.

 

El campechano no pudo menos de turbar­se con la súbita aparición del ingeniero, y comenzó al punto a ceder; pero antes de po­nerse en fuga le dijo: 


–“Caballero os llamáis, Señor Don Juan; y no es esta la acción de 

caballe­ros. Ya nos veremos las caras". 


Y vol viendo la espalda, tomó el camino a toda carrera, y en un pestañear se le perdió de vista. Entonces Lupercio, acercándose a Antone­lli, dijo: 


–“No sé si agradecer a vuestra mer­ced Señor Don Juan, el haberme impedido casti­gar la osadía de ese pícaro: mas lo doy por bien librado, por haberme puesto en ocasión de confesarme muy deudor vuestro, pues no parece sino que me estabas guardando la calle."

 

–“No se hable más del caso": respondió An­tonelli confuso. "¿Os ha herido, capitán?"

 

–“Herido? no: gracias a haber a tiempo hurtado el cuerpo, que si no, me abre los lomos ese rufián; así como me ha desgarrado el coleto, que fue lo que alcanzó el cuchillo. Más, con permiso vuestro, Señor Don Juan, he de llegarme a esta reja: ya que la suerte os hace mi guardián, excusados son misterios entre los dos; y yo supongo que seréis tan 

dis­creto como caballero."

 

Aún antes que Lupercio, había dirigido Antonelli su mirada inquieta hacia la puerta, y sólo había visto en el suelo una cosa blanca, que desde luego sospechó fuese al­gún velo que en su precipitación por reti­rarse, habría dejado caer la doncella. Se cercó­, pues Lupercio, e inclinándose un poco:

 

–“¡Válgame el cielo!" -exclamó angustiado- "¡Casilda! ¡Casilda!"


PÁGINA 12 


Era en efecto ella, que al ver en peligro a su amante, se le heló la sangre, y flaqueándole las rodillas, cayó desmayada en el sue­lo.

–“¡Casilda!" -repetía en voz no muy alta Lupercio.- "¡No responde! Dios mío ... ! Peor es esto cien veces que el puñal del asesino.-¿Cómo socorrerla ...? Qué os pa­rece que hagamos, Señor Don Juan? ¡Casilda mía! No vuelve en sí aún ... ! Nada han sen­tido en la casa: todos duermen. Llamaré ... ¿pero, a quién? A su padre? ¡Si estuviese abierta por dicha esta puerta!, A ver, ¡na­da! Viven el cielo, ni una gota de agua con que humedecerle la cara... !"

 

Como a doscientos pasos estaba la bahía: lastimado Antonelli de la congoja del ena­morado mancebo, le dijo: 


–“Agua? capitán: cerca hay bastante." 


–“¿Dónde?"

 

–‘En el mar."

 

–“Es verdad, Don Juan amigo! Pues ha­cedme el favor de estar aquí al cuidado, mien­tras vuelo a buscarla." 


Y sin aguardar res­puesta, dio a correr hacia la bahía, que es­taba llana y luciente como un espejo. No era por cierto envidiable la situación de Antonelli. Con los brazos cruzados 

con­templaba él casi a sus pies aquella beldad que tantos estragos había causado en su razón. Estaba Casilda el pecho contra el sue­lo, plegadas las rodillas bajo su cuerpo, co­mo desfallecida con su propio peso, y con la cara vuelta de perfil hacia la luna.


Un brazo le quedaba entre la tierra y el pecho, y el otro levantado en arco por encima de la cabeza, medio oculto con el cabello, que como se le desató la cofia al caer, parte se había esparcido sobre la espalda, y parte re­volaba a merced de la ventolina hasta enre­darse con los hierros de la reja. Cuán bella y conmovedora estaba en aquella situación! Dos lágrimas de amargo remordimiento ro­daron por las mejillas de Antonelli; y aho­gando el resto de celos y de egoísmo que bullía en su interior, y que pugnaban aún por hacerse oír, propuso en su corazón de­jar en paz y felicidad aquellas dos almas ena­moradas, y apartar la tentación, diciendo adiós eterno a las playas habaneras.


Volvió en esto Lupercio con un pañuelo empapado en agua del mar, y poniendo en tierra una rodilla, comenzó a rociar con amo­rosa solicitud el rostro de su querida. La frialdad del agua la hizo volver en sí, abrien­do lentamente los ojos, como si retornase de un sueño profundo; y al encontrar los ojos de Lupercio fijos en ella con la mayor an­siedad, no pudo contener una exclamación de sorpresa: 


_”¡Ay ... ! Lupercio! ¿Estás vi­vo?" -Dijo incorporándose sobre sus rodillas, sin fuerzas aún para ponerse en pie-. 


–“Sí, mi amor” -contestó él, dándole una mano para que se levantase. "Vivo ya, por­que tú has recobrado el aliento."

 

–“¿Y aquel hombre?"

 

–“Huyó al instante."

 

–“¡Ay, Lupercio! y si vuelve?"

 

–“No temas; no volverá."

 

–“Qué susto he pasado ... ! Yo creí morirme al ver aquel cuchillo sobre tus hombros. ¿No te ha hecho mal?

 

–“No, ángel mío, gracias a tu vigilancia: tú me has salvado, y te debo la vida para ado­rarte. (…) Pero tú estás temblando: ¿qué te aqueja? 


–“No sé, Lupercio. Todavía no estoy en mí.-¡Matarte á mi vista; ¡bárbaro ... !"

 

–“Casilda: perdona si yo soy quien te insto a separarnos: veo que no puedes sostenerte de pie. Recógete, querida mía, y tranquilí­zate, para que mañana bailemos en el sarao del Morro."

 

–“Sí, Lupercio; Adiós."

 

–“ Adiós." 


Y estrechándole las manos, y besando el capitán las de Casilda, se sepa­raron. Entonces se acordó Lupercio de Antonelli, y buscándole con la vista no le halló donde le había dejado. El ingeniero sin ventura no se sintió con ánimo para presenciar aquella escena, y previendo además la turbación de Casilda, si le veía al volver de su desmayo. Se retiró de la reja al arrodillarse delante de ella Lupercio, y fue a pararse de nuevo a la sombra del campanario. Allí le encontró Lu­percio, sumergido en profunda cavilación; y llegándose a él: 


–“ ¿Qué decís del lance, Don Juan, amigo?" -le preguntó.-" ¿Qué dia­blos habré yo hecho a ese hombre? Ladrón no debe ser, cuando con tanto arrojo nos hizo frente. ¿Sabe vuestra merced lo que imagino? Que tal vez este golpe vino de algún enamorado de Casilda, que quiere te­ner el campo libre. ¿No os parece?"


–“Quién sabe? Tal vez ... " respondió An­tonelli con voz ahogada, dirigiéndose al cas­tillo.

 

–“Pues por hoy, -añadió Lupercio-, se ha llevado un chasco; y yo también me lo he lle­vado, porque mis coplas se me quedaron en la garganta, pero paciencia, las guardaré para me­jor ocasión. A bien que toda la noche de mañana la tendré por mía, para platicar con ella en el Sarao del Morro. Por supues­to que iréis vos, Señor Don Juan?"

 

–“Iré, sí señor" -dijo Antonelli- y juntos entraron en el Castillo La Fuerza por el postigo excu­sado. 

 


PÁGINA 13


Amanecerá Dios y medraremos, y mañana será otro día, eran frases muy usuales en tiempos de Antonelli; pero que no se le ocurrieron por cierto en lo restante de la no­che después que se despidió de Gelabert: Al contrario, cuando desde su ventana vio albo­rear la luz amarillenta de la madrugada, ex­perimentó cierto enojo, como si le ofendiese su claridad. No había dormido ni un solo minuto, y ni siquiera se había despojado de sus ropas. Sus pensamientos iban y venían sin cesar de Casilda a Gelabert, de sus maquinaciones criminales a su propósito generoso de dejar­los gozar su dicha, que por momentos le parecía un heroísmo superior a sus fuerzas, y flaqueaba en su resolución. Fatigado de aquella batalla interior, y sin esperanzas ya de conciliar el sueño, imaginó que leyendo conseguiría quizás adormecer. Tomó en efecto un libro, que acertó a ser la Divina Comedia de Dante, y abriendo al acaso, comenzó a leer en voz alta, como para distraerse menos, la patética relación de Francesca de Rímini. 


Las palabras de su lengua nativa, que no escuchaba hacía mucho tiem­po, y la poesía conmovedora del bardo erran­te de la edad media, comunicaron poco a poco otro sesgo a sus ideas, trasladándole en imaginación a las campiñas de su patria, y a los años de su niñez: Tras el recuerdo de sus juegos pueriles, vino el de las bizarrías de su juventud, y en pos de sus mocedades, se presentó a su fantasía una sombra vaga y de indecisos contornos, que revistiéndose gra­dualmente con apariencias de mujer, quedó reducida a una imagen de Isabel coronada de flores, y con su palma de virgen entre las manos.


La memoria de Antonelli recorrió la cuenta de aquellos mágicos días, que tan funesto remate tuvieron, y represen­tándose sin duda con mayor viveza algún lan­ce particular, repitió con trémula voz las pa­labras que el escritor Dante atribuye a Francesca.

 

“¡La bocca mi bació tutto tremante!” (La boca me besó toda temblando)… añadiendo en italiano: 


–oh Isabel, Isabel! ... si tú vivieras!. .. Angel mío! Tú que ves la lucha y el remordimiento de mi corazón por haber dado lugar pocos instantes al crimen, donde estuvo tu imagen inmaculada, perdó­name! Yo te ofrecí sobre tu huesa no amar a ninguna otra mujer! yo te he faltado ... Pero aún no es tarde! Cumpliré mi promesa; y seré digno de ti, de ti que sin duda me amas aún desde el cielo"... 


Arrojó en seguida el libro sobre una mesa, y murmurando aque­llos otros versos del mismo poeta, exclamó:

 

“Nessun maggior dolare .. che ricordarai del tempo felice.” … 

(“No hay mayor dolor… que recordar el momento feliz”.)


Antonelli fue a sentarse en la ventana, donde le sor­prendió la aurora, conforme se ha visto al principio del capítulo. Dejando oír poco después la campana de la parroquia, llamando a los fieles a la misa de madrugada; y la trémula vibración de su ta­ñido melancólico, se entró por los oídos de Antonelli, como si fuese la voz del ángel de su guarda que viniera a ahogar de una vez los estímulos malignos de su pasión. Imbui­do Antonelli desde la niñez en los principios reinantes de su época, si bien no tuvo una juventud muy limpia de placeres mundana­les, con todo, su desarreglo no alcanzó a ma­lear su índole generosa. El amor legítimo de Isabel, purificó su corazón de toda inmun­dicia terrena, y la atmósfera de castidad que rodeaba a aquella virgen, se introdujo hasta lo íntimo de su alma, como el ambiente aro­mado de un paraíso, que le traía la paz y el contentamiento de sí mismo, y la esperanza de una ventura sin límites. Entonces echa­ron más hondas raíces sus creencias religio­sas, porque nunca se tiene más fe en Dios, que en el extremo infortunio, o en la suma felicidad. 


Es cierto que la desesperación en que le puso la pérdida de su tesoro, y los negocios del mundo en que tomó parte, bas­tardearon al cabo su piedad, comunicándole los resabios del fanatismo supersticioso que reinaba en la corte de Felipe II; pero no fue­ron poderosos a extinguir los movimientos espontáneos hacia el Eterno Ser, que de cuan­do en cuando sentía en su interior. Merced a ellos y a su generosidad caballeresca, había luchado contra las acechanzas del egoísmo en su rivalidad con Luperciot; y cediendo a su influjo, al escuchar a deshora la campana de la iglesia, para más afirmarse en su intento, y como para reconciliarse con el cielo en vís­peras de emprender tan largo viaje, deter­minó humillar su frente a los pies de un sacerdote y ofrecer al Señor en ferviente ora­ción, el sacrificio de sus afectos 

atormenta­dores.

 

Impresionado con la solemnidad de este pensamiento, SE recogió en sí mismo un buen espacio para arreglar cuentas con su concien­cia: en seguida, a pasos mesurados, y 

com­poniendo el rostro lo mejor que supo para cubrir su agitación, se encaminó a la porte­ría del convento de San Francisco, en fábrica entonces; y llamando al padre Frei Gabriel Sotomayor, que gozaba fama ejemplar, le supli­có con la vista en el suelo, que en caridad le oyese sus pecados. No extrañó por cierto el digno padre la propuesta de Antonelli, a quien ya conocía, porque entonces estaba más ilustrado que ahora el confesionario; y guiándole por el claustro a la iglesia, es­cuchó las revelaciones del pecador arrepenti­do, que después recibió la hostia sagrada.

 

Al salir Antonelli del templo, sentía cierta ilación de ánimo, efecto ordinario de toda ceremonia religiosa, practicada con fe y espe­ranza; y aligerado ya del peso que le abru­maba, imaginó que podría arrostrar con se­guridad las emociones del Sarao del Morro.


PÁGINA 14 

VI 


La fabricación de este castillo hizo época en los anales cubanos, porque con él se imaginaron los moradores de la Habana que echaban llave a su puerto, mal defendido hasta en­tonces por el de la Fuerza, insuficiente para imponer respeto a piratas aventureros, cuan­to más a las escuadras de alguna nación enemiga que hubiese tenido el antojo de reflejar su pabellón en las aguas de la bahía. Ade­lantada ya la obra en términos de recibir ar­tillería en sus baluartes, quiso el gobernador capitán general Don Juan de Tejada, ponerle nombre, y dar posesión a su primer castella­no Alonso Sánchez de Toro: 


En efecto, por la tarde del día a que hemos llegado, en com­pañía de las personas más calificadas del pue­blo, se trasladó a la fortaleza, para autorizar la ceremonia de bautizarla con el nombre de los Tres Reyes, que se celebró al estampido de sus cañones, a que respondieron con los suyos el Castillo de La Fuerza y los galeones de las flotas de Nueva España y la Tierra Firme, que en aquellos tiempos acostumbraban juntarse en este puerto; principios de junio, para seguir juntos su derrota a la Península.

 

Para la noche tenía dispuesto el gober­nador un festejo que á la par de solaz y esparcimiento al vecindario, sirviese también de agasajo y honrosa despedida al ingeniero Antonelli, a quien conforme se ha dicho, trataba con alta deferencia, y que tan buenas malas obras podía hacerle en la corte, por el favor que allí gozaba. A medida que fue oscureciendo, comenzaron a acudir los convidados, todos gente granada por su no­bleza y discreción de caballeros, por su 

dis­creción y su hermosura las damas: Hacía los honores de la fiesta el castellano Alonso 

Sán­chez, y según iban llegando, echaba cada cual por donde su curiosidad le movía, unos a recorrer la fortaleza iluminada y otros a examinar con detenimiento, antes de que el concurso se apiñase, el salón de baile. 


Se había­ levantado éste en medio de la espaciosa Plaza de Armas, en cuyo frente, por el lado del norte, estaban la capilla, y dos casas, la del capellán y del castellano. Lo interior de la sala no dejaba por cierto traslucir la precipi­tación con que se había trabajado en ella, antes por el contrario, en todos sus adornos, desde la matizada alfombra del pavimento, hasta los rosetones de donde pendían las ara­ñas, se notaba el más atinado esmero.


No tar­dó mucho en verse el estrado lleno de da­mas, cada cual con uno o más galanes a su devoción, conforme a su garbo o su belleza, prendidas ellas, y ellos ataviados con todo primor a usanza de aquella época. Hubo mucho brocado de oro y estolas de plata, mucha joyas, sedas, y trémula argentería en los to­cados, y juguetonas plumas en los sombre­ros. Paso en silencio tanto pomposo brial tanta gorguera de encajes, y otros mil ricos vestidos que de poco me serviría describir, pues es muy probable que la mayor parte de mis lectores se quedasen tan a oscuras como antes con los nombres de trajes ahora desco­nocidos: baste decir que el salón, usando fra­ses de aquel tiempo, estaba hecho un cielo de joyas, o una risueña primavera. Y a princi­piado el baile, entró Lupercio de mano con Casilda, seguidos de Hernán Manrique y la tía: desde el extremo opuesto de la sala al­canzó a verlos Antonelli; y a pesar de los aclarecido que ya estaba, no pudo impedir que se le robase el color del rostro, tanto que hubo de repararlo una buena señora, ya en­trada en años, y decirle: 


–¡Jesús! Señor Don Juan! No parece sino que habéis visto una mala visión.”

 

–“ ¿Por qué, señora?", respondió Anto­nelli.

 

–“Válgame el cielo!,” -respondió ella- "si de pronto os pusíste más amarillo que un difunto. 

Bien harías en salir a tomar un poco el aire."

 

–“Pues no sé por qué habrá sido. Yo na­da siento en verdad.”

 

–“¿Cómo no? Algo os aqueja. Por lo me­nos sentaos un rato, que yo os haré lugar:” 


Y recogió las faldas de su vestido, abrevián­dose cuanto le fue posible para que cupiese Antonelli: pero él no quiso aceptar el asien­to, y por cortar la conversación, que tenía trazas de prolongar la compasiva señora, se despidió diciendo que iba a seguir el pri­mer consejo de respirar el aire libre, por­que en efecto el calor comenzaba a dejarse sentir. 


Con esto fue a ponerse en otro sitio, precisamente frontero a Casilda que con Lu­percio danzaba: nunca le había parecido aque­lla joven tan encantadora; y en realidad, algo me­jor debía de estar, pues su prestigio fascina­ba no sólo al abatido ingeniero, sino tam­bién a todos los demás jóvenes que se des­hacían en elogios de su hermosura, y más aún de su gracia. Sobresalía su traje, no tan­to por lo exquisito de las telas, que eran de lo mejor, como por el aliño y donaire de su aderezo. Le rodeaba la cabeza a estilo orien­tal, un pañuelo blanco con listas a cuadros de colores, asomando por debajo sus negros cabellos alisados sobre las sienes: vestía cor­piño de terciopelo verde con mangas blan­cas distribuidas en bufos: precioso faldellín blanco también, y encima una saya abierta del mismo color y tela que el corpiño, éste y aquélla con botones de oro; completando su atavío un rico mantón prendido al pecho, y arracadas de aguas marinas que se llevaban los deseos de más de cuatro donce­llas, porque esas piedras eran entonces muy solicitadas.


PÁGINA 15


Como si quisiera saciarse por última vez en la contemplación de aquel ángel, Anto­nelli no le quitaba los ojos; y si en aquel instante le hubiesen pedido cuenta de lo que pensaba, no hubiera acertado a darla: forta­lecido en su propósito con el apoyo de la re­ligión, sentía una conformidad melancólica, a la par que cierto deleite inefable que cau­sa siempre la vista de una mujer querida, aun cuando sepamos que le somos indife­rentes. La mirada modesta de Casilda, des­prendiéndose con trabajo del rostro de Ge­labert; vagaba de cuando en cuando por todo el concurso, como si buscase con quien par­tir su gozo; y al detenerse maquinalmente en Antonelli le parecía al malaventurado in­geniero que tomaba una expresión algo tris­te, como si le dijese: “¡Vete Antonelli, vete! yo te compadezco!. .."

Desarrollada esta ilusión, no echó de ver que el gobernador, desviándose de un corro en que platicaba con Antonio de Guzmán, nombrado alcaide del castillo de la Punta para cuando se hi­ciese, Cristóbal de Soto protector de los in­dios de Guanabacoa, y otros sujetos de no­ta, se acercó a él, y tocándole en el hombro con la familiaridad que le permitía su clase, le dijo:


–¡He…, Señor ingeniero!; paréceme que está vuestra merced demasiadamente sus­pendido en mirar la hija del extremeño; de forma que muy bien podría preguntaros ella, con el romance viejo, aquello de: "¿Qué miráis aquí, Don Juan? (…) Don Juan ¿qué miráis aquí? Decid si miráis la danza, o si me miráis a mí?" 


Se turbó Antonelli sorprendido en su dis­tracción, y apenas acertó a responder balbu­ciente: 


–“Pues a fe que no era a ella a quien miraba; sino a un guachinango que asoma por aquella puerta, y que me ha pa­recido conocer."

 

En efecto, había un guachinango, a la sa­zón vuelto de espaldas, en la puerta que se­ñalaba Antonelli; pero ni le había llamado la atención hasta entonces, ni tenía por qué lla­mársela, pues negros y guachinangos eran los que servían a las señoras refrescos y conser­vas entre danza y danza. Bien conoció el gobernador que aquella era una respuesta evasiva de Antonelli y llevándole del brazo hacia el cerco de donde se había separado, añadió burlándose: 


–“Vamos, vamos, Señor Don Juan: dejemos embelecos, que ya sé yo dón­de van a parar vuestros devaneos. / ¿Creerán vuestras mercedes, señores, prosiguió diri­giéndose á los del corro, que Don Juan es tan mal amigo del bueno de Hernán Manri­que, que no duda guardarle la calle a quien le galantea la hija?"

 

–“¡Hola! ¿cómo así?" preguntaron ellos, celebrando risueños el chiste del goberna­dor; pero Antonelli, con las mejillas más en­cendidas que la grana, sin dar lugar a nue­vos donaires, repuso en voz alterada y seve­ra: 


–“Paso, paso, señor gobernador: que si algún necio ha osado divulgar cosas que no le están bien a esa dama, vive Dios que miente si añade que yo le haya servido de tercero."

 

–“Reportaos, -señor Don Juan;” contesto el gobernador también enojado; "que ese a quien desmentís es mi sobrino por una par­te; y por otra debéis ver que yo soy quien os hablo, y me burlo."

 

–“Si él es vuestro sobrino, señor gober­nador, yo soy quien soy: y advertid que burlas en que peligra la honra de una dama, no son burlas de buena ley, mucho menos en lugares donde más de uno puede tomar­las por verdades.”


PÁGINA 16


No pasaron tan secretas estas razones que no cundiese al instante por el salón la voz de que reñían Antonelli y el gobernador; pero éste, conociendo que de parte del pri­mero estaba la justicia, y cuánto le impor­taba tenerle bien quieto, hubo de comedirse, y procurar que también se serenase el ita­liano, a quien dijo: 

–“Haya paz, señor Don Juan; y no se diga que dos hidalgos se pier­den el respeto por travesuras de un mancebo enamorado."

 

Antonelli manifestó quedar satisfecho: pe­ro la sangre le hervía en las venas; y si en aquel punto se le hubiese presentado Luper­cio, es probable que le echara en rostro su locuacidad mentirosa, por haberse atrevido a achacarle oficios que no estaba en el caso de prestarle. Su antipatía al capitán, que a fuerza de reflexión había logrado adormecer, renació con tal ímpetu que llegó a arrepen­tirse del movimiento generoso que la noche antes le hizo sacar la espada en su favor. 


Desazonado por demás se encaminó hacia la puerta, con ánimo de aguardar el día a solas en los baluartes; pero se le interpuso Hernán Manrique con la cara más risueña que nun­ca por los triunfos de su Casilda; y sin sos­pechar la borrasca que iba corriendo el ita­liano, trabó conversación con estos términos: 


–“Con que os vais al amanecer, señor Don Juan.”


–Sí, señor Hernando, me voy: ved qué se os ofrece para la Corte."

 

–“Por ahora nada, a Dios gracias; pero cuento con la amistad de vuestra merced, para en caso de que llegue a ir al Consejo ese pleito de mis pecados.


–¿ Y del sarao qué decís? ¿Cuál de las damas os ha pare­cido más hermosa? ¿Habéis visto a Casilda por supuesto?"

 

–“Sí, la he visto, señor Hernando; y a fe que tenéis buen modo de abonar vuestro negocio, recordándomela."

 

–“Cuidado, señor Don Juan que sois te­naz: ya os suponía yo libre de ese tema. Ea, venid a echar conmigo un brindis de despedida, que nos sabrá mejor que el tra­go que tomamos en el ingenio la tarde pa­sada; porque, amigo Don Juan, los vinos de esta noche no tienen par."

 

–“Ya os dije entonces que no me aficio­nan los vinos; y ahora más necesidad ten­go del fresco de la noche, que de sus espí­ritus."

 

–“Pues por vida que lo erráis: tres cosas ponen ligero el ánimo, aunque no sean de buena ley, y son, oro, mujer y vino; y yo al último me atengo; porque el oro suele dar cuidados, la mujer nos pierde el oro, y el vino alegra sin más ni más que decir esta boca es mía, alzar el codo, y derramarle al pecho por encima de la lengua."

 

Se desembarazó con trabajo Antonelli del extremeño y al salir precipitado, tropezó con el guachinango que había visto en la puerta desde lejos: volvieron ambos el rostro como era natural; y el italiano quedó un momento inmóvil al reconocer a Pablo; pero luego, 

ha­ciéndole señas de que le siguiese, le preguntó cuando estuvieron solos: 


–“ ¿Qué buscas aquí, Pablo?"

 

–“Un pedazo de pan para mi mujer y mis hijos, o algunos reales con que comprarle."

 

–“No es eso lo que yo te pregunto. ¿No temes que te conozca el capitán?"

 

–“Si el Señor Don Juan es tan buen amigo suyo como parece, tal vez hará que me co­nozca."

 

–“Yo no soy amigo de nadie", replicó con enfado Antonelli, que dejándose arras­trar de una curiosidad maligna, procuró son­dear las intenciones del campechano: pero éste, hipócrita por índole, y además escar­mentado con el lance anterior, supo dar tan­tas vueltas y rodeos a sus respuestas, que al cabo se cansó el ingeniero, y volviéndole la espalda, subió por una rampa al baluarte más avanzado en el mar, en cuyo ángulo saliente se levanta el torreón del Morillo, que servía de atalaya. Se sentó al pie de la torre, y apoyando la frente en el brazo puesto so­bre una almena, quedó al parecer tranquilo, pero en realidad devorado por todas las pa­siones que anteriormente le habían comba­tido. ¡Adiós virtud! ¡Adiós arrepentimien­to religioso! . . . La venganza y los celos en concierto infernal, alzaron su voz de nuevo en el corazón de Antonelli, cuya cabeza co­menzó a divagar, como si le arrebatase un torbellino, entorpeciéndosele por grados has­ta terminar en una especie de agotamien­to, efecto ordinario de toda convulsión del ánimo. En tal estado, lo único que sentía era cierto susurro en los oídos, como si re­volase dentro un pájaro que azotaba con sus alas las paredes del cerebro, arrancándole de rato en rato sordos gemidos, sin mudar por eso de postura.


PÁGINA 17

Pasaron así algunas horas de delirio para Antonelli, de bullicioso placer para los del salón. Serían las tres de la madrugada: co­menzaba ya a sentirse en el baile el cansan­cio que siempre se experimenta en ellos de media noche al día: los viejos bostezaban; a más de una vigilante matrona se le cerraban a su pesar los ojos; y los mismos bailadores abrumados por el calor y la agitación, tenían ya menos elasticidad en sus movimientos. Algunos salían a pasearse por el castillo; y como en semejantes ocasiones reina mayor franqueza que de ordinario, no pareció mal, ni aún a los padres más huraños, que sus hijas recorriesen la fortaleza, de brazo con al­gún caballero. De este número fueron Casil­da y Lupercio, quienes después de vagar por diferentes puntos, entretenidos en sus amo­rosos coloquios, subieron al mismo baluarte en que se hallaba Antonelli, cubierto con la sombra de la torre; de modo que no era fácil distinguirle, aunque sólo distaba de ellos ocho o diez pasos. 


No se necesitaba tener el ánimo tan pre­parado como Casilda y Lupercio para gozar con la escena que se presentó a sus ojos, desde el parapeto. El cielo, sin embargo de estar limpio de nubes, excepto algunos celajes fijos en el oriente, como esperando el día, no presentaba un color igual en toda su bóveda; sino que más oscuro en el cenit, iba desvaneciéndose con diversos matices ha­cia los horizontes. Los macilentos destellos de la luna, ya a más de medio curso, al que­brarse de soslayo sobre el adormecido espectáculo, abrillantaban largo trecho de sus aguas, dejando lo demás en una media oscuridad in­terrumpida a ratos por el ligero tumbo de alguna ola coronada de blanca espuma. La música del baile había cesado en aquel 

mo­mento, y sólo alteraban el silencio los mari­neros de la flota con su melancólica aloma al levar las anclas, para ponerse en franquía antes de amanecer, y los gritos agudos de una ave marina, que desvelada o hambrienta, volaba inquieta por aquellos alrededores. 


Al cabo de un momento de estar allí ca­llados los dos amantes, como para percibir todas las bellezas de aquel conjunto, habló Casilda á media voz: 


–“No se qué tiene para mí la claridad de la luna, que en medio de la mejor diversión, derrama cierta tristeza deleitosa en mi alma, despertando en ella re­cuerdos de mi madre y de mi niñez. ¿No te sucede lo mismo?"

 

–“Sí, Casilda, menos cuando estoy a tu lado, porque entonces me persuado que sólo para nosotros alumbra, y no hay lugar en mi corazón más que para adorarte. ¿Y ahora, también estás triste?"

 

–“Triste no, Lupercio; pero siento una emoción vaga, que no acierto a explicar; una inquietud sin motivo, como presentimiento de algún suceso doloroso que nos amaga."

 

–“Te engañas, Casilda mía. Eso que tú sientes es la dicha; porque parece que el corazón humano dispuesto más bien para gemir que para ser venturoso, duda de su bue­na suerte cuando se le presenta la dicha, y aún antes de gozarla, se asusta con el temor de que se le desvanezca como humo. Pero la nuestra no será vana, vida mía: el por­venir se nos pinta de color de rosa; y antes de mucho se realizará nuestra esperanza, san­tificada con la bendición del cielo." 


Se bajaron sin saber por qué los ojos de la pudorosa doncella, y en seguida se al­zaron para encontrarse con los de Gelabert en una mirada intensa; mirada de aquellas de indefinible expresión con que palpitan los párpados entreabiertos, que encierra la ado­ración misteriosa de dos almas puras, y que no alcanza a explicar cumplidamente la frase más dulce de todos los idiomas:


–¡yo te amo! ... 


–“¡Yo te amo", -fue lo que dijo también Casilda con lengua balbuciente-. "Yo te amo, Lupercio, y soy feliz: nunca lo he sido más que ahora! ... pero con todo, siento en el fondo del corazón un peso, que me hace suspirar contra mi voluntad. Quitémonos de aquí, Lupercio: tal vez será la vista del mar, o el canto de esos marineros lo que me tur­ba el espíritu. Volvámonos al baile. 

Sí..."


–“ ¿Al baile?… ¿Prefieres acaso su agita­ción a la calma de este sitio, donde pueden comunicarse a su sabor nuestras almas?" 


–“No, Lupercio. Yo no prefiero el baile; pero desde anoche tengo un susto que no puedo dominar, y apetezco verte rodeado de gentes, aunque me roben tus palabras: por­que se me figura que estando solo puede so­brevenirte alguna desgracia.”


–“Esas son quimeras de tu fantasía que me llegan al corazón, Casilda, porque me ase­guran que me amas; pero, no temas, mi bien,” -dijo Lupercio, rodeando con un brazo la cintura de Casilda, como si hubiera de disipársele el susto con estrecharla a su pe­cho-. "No temas: y déjame saborear estas ho­ras de inefable contentamiento, ya que ano­che turbó nuestra plática aquel traidor. Mira con qué suavidad comienzan a moverse las galeras, y cómo blanquean sus velas a la luz de la luna. ¡Afortunados los que se van en ella, Casilda, porque vuelven a ver su tierra!"


–“¿Deseas, tú irte, Lupercio?"


       -"Sí, Casilda. Deseo volver a Granada, y contemplar sus torres y sus jardines, bañar­me en el Genil, y corretear por su vega; y ya lo hubiera hecho, si no me detuviese aquí un encanto, más poderoso que la memoria de la patria, ¡el amor tuyo, ángel mío!. .. el amor tuyo, que vale más que Granada, y más que los aires de mi cara Andalucía; por­que aquello se ama como cosa de la tierra, y yo te adoro como joya del cielo; o más bien dicho, Casilda, mi cielo está en tus ojos y mi patria en tu corazón."

 

Le temblaba la voz y el cuerpo todo a Lu­percio al decir estas palabras, y cediendo al mágico impulso de su pasión, con más liber­tad de la que hasta entonces se había per­mitido, puso por primera vez sus labios en la frente de la trémula doncella; a tiempo que el pájaro marino, cansado o satisfecho ya de sus vuelos, al entrar en el torreón, donde debía tener su nido, tropezó con" sus alas en la campana de aviso, formando un son extraño y medroso, que sobresaltó a los dos desapercibidos amantes. 


PÁGINA 18


Aquel sonido, semejante al que darían las cuerdas de una harpa, si se reventasen jun­tas, sacó también a Antonelli de su letargo, tan profundo, que nada había percibido de lo que conversaron Casilda y Lupercio. 

Alzó la frente cubierta de sudor, y echando en torno la vista espantada, como quien vuel­ve de un ensueño tormentoso, la detuvo en los dos jóvenes, que repuestos del repentino pavor anudaban el hilo de su interrum­pida conversación. No acertó a conocerlos de pronto, y tan confusas tenía las especies, que aún después de haberlos conocido, no le cau­só sensación alguna hallarlos juntos de aque­lla suerte; pero no fue muy duradera su insensibilidad, pues a pocos momentos, al oír una palabra de Casilda, penetró la realidad de lo que pasaba, como si de golpe le qui­tasen un velo de los ojos. La sangre toda de sus venas refluyó con ímpetu al corazón, imprimiéndole un sacudimiento doloroso, que se comunicó al cerebro con una celeridad ins­tantánea. Imposible sería describir el inte­rior de Antonelli en aquel momento; porque su corazón y su cabeza eran un caos de ideas y de pasiones las más contradictorias: el ren­cor y los celos, el amor y el odio, se dispu­taban encarnecidos la preferencia, asomando también en medio de la revuelta batalla de afectos tan ardientes, otros más apacibles, como el recuerdo de la noche anterior, y su propósito religioso.

 

En esto pasó a su lado un bulto, en quien puso los ojos. Todas sus emociones se con­centraron en una solo temor y de es­panto, al ver a Pablo, el campechano, acercándose rápido hacia Lupercio y Casilda, vueltos de espalda. 


Antonelli de un salto se puso en pie; y como si adivinase lo que había de suceder, corrió desatentado por la orilla del parapeto hacia aquellos gritando: 


–¡Pablo, detente! ...  


Pero ya era tarde! ... El ágil campechano había llegado antes que él; y suspendiendo el cuerpo en un solo pie, apoyado en el parapeto, descargó un golpe en el hombro de Gelabert que lanzó un hon­do gemido, al mismo tiempo que Casilda un grito penetrante. 


El malaventurado mance­bo, herido en el corazón, dobló una rodilla en tierra, y ya sin equilibrio, con el cuerpo fuera del baluarte, y en la agonía de la muer­te, agarró con mano convulsa el faldellín de Casilda, haciéndola titubear en el borde mis­mo de la muralla, suspendida sobre un ás­pero arrecife, cuya base lamen las ondas. 


Se Le eri­zaron a Antonelli los cabellos al ver el peligro de aquella mujer adorada, que ya sin conocimiento ni fuerzas, cedía al peso de Gelabert, flotando en el precipicio: fuera de sí el desesperado ingeniero, tendió los bra­zos, y asiéndola con una mano por un ligero capotillo que se había echado en los hombros al salir del salón para guarecerse del aire, pugnó por sujetarse con la otra a las pie­dras del parapeto. Consiguió en efecto di­latar la caída: pero sus esfuerzos sobrenatu­rales fueron vanos para suspender a Casilda y a Gelabert, y asentarlos en el baluarte. 


Lupercio moribun­do tiraba cada vez más; Casilda, aunque pri­vada del sentido, gemía al magullarse las car­nes contra las piedras: Antonelli sin atre­verse a poner en ellas los ojos desencajados, sentía con horror que comenzaban a flaquear­le las fuerzas, y un sudor frío le cubrió de pies a cabeza, al oír el capotillo que comen­zaba a rasgarse. En esta angustia volvió al rededor la vista, buscando alguno que le auxiliase; y sólo halló al guachinango con los brazos cruzados, contemplando, al parecer tranquilo, aquella escena horrible; y con voz ahogada y suplicante le grito:,


–…“¡Pablo!" “Ayúdame a salvarla, y yo te prometo cuan­to oro apetezcas. Ven, Pablo!... no seas in­humano! ... te lo ruego por Dios, por tu mu­jer, por tus hijos!" ... 


Pero el vengativo campechano, le respon­dió sin moverse: 


–“Señor Don Juan, no hay plazo que no se cumpla, ni deuda que no se pague. Ya nos hemos visto las caras,. 


Y con pasos mesurados, bajó por la rampa a la Plaza de Armas. 


Antonelli apenas pudo es­cuchar sus últimas palabras; porque rasgán­dose de una vez el capotillo rodaron juntos al abismo los malogrados amantes, formando sus cuerpos un ruido aciago al chocar en las escabrosidades del peñón, hasta caer en la mar, que los sepultó en sus ondas adorme­cidas!

 

Antonelli arrancó de sus entrañas la pa­labra ,, ¡Dios mio! ... ", y .. levantando al cielo las manos entrelazadas, se apretó con ellas la frente, y se derribó en el suelo como herido de un rayo.




  En los memoriales antiguos es donde más larga­mente se contiene esta verdadera relación, dando a entender que el campechano Pablo, si bien procuró burlar la vigilancia de la jus­ticia, hubo de pagar su crimen como me­recía, con la muerte. 


 Antonelli vivió algún tiempo más, aunque se ignora cuándo murió, y sólo se sabe que después con nueva orden del Rey, fortificó a Puerto Belo y reconoció el canal de Honduras. 


 Por lo que hace al bueno de Hernán Manrique, consta en las actas del Ayuntamiento de esta ciudad, que comía y bebía aún el 6 de abril del año 1603, mane­jando la vara de alcalde ordinario, y ocupa­do en solicitar la Real licencia para erigir un convento de religiosas, por haber muchas niñas en los peligros del mundo, según la frase del grave cronista, de donde hemos en­tresacado estas noticias, y en cuya veracidad descansamos.


––Fin––